17 de noviembre de 2007

Majestad: yo discrepo

Majestad:
Sé que durante la última semana habéis recibido por parte de políticos, periodistas y ciudadanos de todo ámbito, tendencia y condición numerosos halagos por vuestra reacción airada en la reciente Cumbre Iberoamericana mandando callar al caudillo Hugo Chávez, presidente de Venezuela para desgracia de tan magnífico y entrañable país.
Y aunque vuestra actitud haya sido prolijamente elogiada por propios y hasta algún extraño, yo, este humilde ciudadano, me permito humildemente discrepar sobre la conveniencia de vuestro ya celebérrimo “por qué no te callas”, que como Su Majestad bien sabe, ha dado varias vueltas al mundo entero.
Permitidme comenzar diciendo que no soy devoto de la institución monárquica, que a mi modesto parecer es sencillamente anacrónica, y que sin embargo su persona, Majestad, despierta en mí un sentimiento de respeto, admiración y hasta afecto. Prueba de lo primero es el tratamiento de vos con que me dirijo a Su Majestad, tratamiento ya arcaico y que nuestra vieja y hermosa lengua castellana reserva para las personas de la máxima jerarquía social. Digamos que Su Majestad me cae bien, e incluso muy bien, no sólo por vuestra decidida actitud aquel infausto 23 de febrero de 1981, que bien pudo cambiar el rumbo de nuestra Historia, sino porque creo que tenéis la mirada limpia, y que las lágrimas que con frecuencia brotan de vuestros ojos cuando consoláis a viudas, madres y familiares de muertos por atentados son las más auténticas y sentidas de las de cuantos personajes públicos acuden a los consabidos actos protocolarios que siempre siguen a estos indeseables y execrables sucesos. También vuestras risas francas y espontáneas, hasta el punto de que de grado compartiría mesa, mantel y una copa de vino con Su Majestad, en el improbable caso de que vuestras obligaciones os lo permitieran y así lo desearais.
Pero creo que esta vez, Majestad, en Chile, os habéis equivocado. Vos sabéis que el Rey, en una Monarquía Constitucional y democrática como la española, reina pero no gobierna. Es nada más, pero también nada menos que un símbolo, como una bandera, un escudo o un himno, pero en forma corpórea y humana, si me permitís la comparación. Entre vuestras numerosas obligaciones de representación de una nación, no está la de opinar públicamente; menos aún la de mandar callar. Iría más lejos: el papel neutral de un Rey constitucional le obliga a la inhibición en todo debate interno que pueda suscitarse en España, cuanto más en el Exterior. Guardasteis un correctísimo silencio cuando publicaron el obsceno dibujo de vuestro hijo y nuera en una revista satírica, o cuando quemaron vuestra foto a raudales dentro de vuestro propio país. Probablemente apretasteis los dientes y os mordisteis la lengua, y actuasteis impecablemente de acuerdo con el papel institucional que os corresponde.
Pero vos, Majestad, que tan admirablemente cuidáis los modales y las formas cuando con dignidad nos representáis en el extranjero, perdisteis la paciencia ante la insolencia del bufón Chávez y lo mandasteis callar además con un torpe tuteo, que más sonó a arrogancia ante el súbdito que dejó de serlo hace siglos que a camaradería fraternal obviamente inexistente. No debisteis hacerlo vos, Majestad, sino nuestro presidente, nuestro ministro de Exteriores o la señora Bachelet, anfitriona y moderadora del debate. Tal vez alguien debió haber sacado a Chávez en volandas de allí, al ver que no cerraba su atronadora bocaza con constantes y maleducadas interrupciones. Pero nunca vos, precisamente por ser el Rey de un país que compartía plantel con los Jefes de Estado de antiguas colonias que ya no lo son, con todas las connotaciones e interpretaciones torticeras que de su “orden” pueden hacer nuestros hermanos de América Latina.
Pero yo os comprendo, Majestad. Es el borrón que echa el mejor escribano. Por un momento se apagó el símbolo regio y surgió el hombre que encierra. Por primera vez, que yo sepa. Y digo que os comprendo porque el vulgar, zafio y prepotente caudillo venezolano, con su vacía verborrea panfletaria habría hecho perder la paciencia a la mismísima Madre Teresa de Calcuta, si allí hubiera estado.
Y aunque creo que os equivocasteis, Majestad, confieso que disfruté enormemente con la visión de ese hombre que sois vos, que por unos minutos disolvió su figura regia y se despojó de su corona para mandar callar, como hubiera hecho todo hijo de vecino, al fantoche populista de Chávez. Vaya si lo disfruté.

2 de noviembre de 2007

Autores intelectuales

Lo más significativo que destacan los medios de comunicación nacionales e internacionales del veredicto del atentado terrorista más sangriento de la Historia de España y de Europa, es la llamada absolución de los cerebros del mismo, o, mejor dicho, la no identificación de los mismos. En Italia lo han llamado “la mente” y “l’ ispiratore”, en los países anglosajones el “mastermind”, en los francófonos “cervaux”. En los medios españoles predomina un curioso sintagma para definir a los ideólogos, planificadores, instigadores o como quiera llamársele de los que dieron la orden y estrategia para realizar la brutal masacre: la autoría intelectual. Me he detenido a reflexionar sobre este curioso sintagma: “autoría intelectual”, y el vacío que supone que en el veredicto de más de setecientas páginas del juez Gómez Bermúdez no exista condenado alguno por este difuso concepto, y la perplejidad que ha causado tanto en medios nacionales como extranjeros.
Pero tampoco es de extrañar, ni es para rasgarse las vestiduras. El llamado Mohamed El Egipcio, al que la inmensa mayoría de los medios periodísticos le atribuían este poco honorable papel, tuvo la sagacidad de no enviar una carta a los autores llamados “materiales” de la matanza dándoles instrucciones precisas de cómo, cuándo y dónde realizarla, explicar detenidamente los pormenores de la misma, firmarla y rubricarla y mandarla después por correo certificado con acuse de recibo, mandando además copia legalizada a los medios de comunicación. Y traducirlo del árabe al español, inglés y catalán, por si hubiera dudas. No lo hizo, el muy astuto, así que no hay pruebas fehacientes que demuestren que fue él el exhortador y cerebrito del monstruoso horror.
En los atentados del 11-M resulta de una lógica aplastante que existiese una relación directa entre hechos y dirección de su ejecución, que por la razón que sea no ha podido ser probada. Ya se sabe que la justicia es ciega, como el amor. Pero extrapolando el asunto a otros ámbitos, a otros delitos o a otros despropósitos de cualquier índole, ¿hasta dónde se puede llegar para determinar quién es el “autor intelectual” de las atrocidades con que todos los días nos desayunamos en los diarios? Pensemos globalmente. ¿Es el señor Bush el “autor intelectual” de los cien mil muertos que ya se han producido en la guerra de Irak? Difícilmente, y no por porque no sea el vaquero texano el instigador de la masacre, sino porque la palabra Bush unida a la de “intelectual” chirrían de tal forma que se hacen insoportables incluso a los oídos más acostumbrados a los oxímoron más disparatados.
Recordemos ahora el ominoso video del tren de Barcelona en el que un engendro humano, cobarde y vil hasta la náusea pellizca el pecho a una menor ecuatoriana y acaba la faena propinándole una patada en la cara mientras le escupe todas las lindezas que es capaz de eructar su hocico simiesco. Sí, él fue el “autor material”, pero ¿y el intelectual? Cualquier relación entre este sujeto y la palabra intelectual sería una burla del lenguaje, una broma de mal gusto. ¿Debería la justicia buscar la autoría intelectual en la madre que lo abandonó a los dos años, en el padre que no quiso volver a saber de él, en el sistema educativo que no fue capaz de erradicar su ira y su racismo, en las teleseries norteamericanas o en los videojuegos en los que hay doce crímenes por minuto, en la telebasura que estimula la violencia verbal en pos de una audiencia que llene sus bolsillos, en algunos de sus telegénicos bocazas que repugnan con sus ideas xenófobas y después las envuelven en papel de celofán?
Llevando el tema al extremo, buscar al autor intelectual de cualquier delito, o más generalmente, de cualquier hecho sería tanto como buscar su causa. No podemos pedir tanto a la justicia humana. Bastante tiene con intentar determinar quién, cómo y en qué circunstancias se produjeron los hechos, y aplicar después el código penal.
La otra justicia, la auténtica, la verdadera, es privilegio de dioses. Por ahora debemos conformarnos con la nuestra, la de los jueces y leguleyos, la farragosa, la incompleta, la justicia injusta. La que con demasiada frecuencia es ciega, sorda y a veces hasta muda. Pero es lo que hay.

20 de octubre de 2007

La estrategia de Pepe Lui

El señor Josep Lluis Carod-Rovira, alias “Yo no me llamo José Luis”, sacó el máximo rendimiento a la oportunidad que le dio la llamada televisión de todos en el exitoso programa “Tengo una pregunta para usted” para escalar peldaños hacia la cumbre del histrionismo, superando incluso a los que ya había alcanzado en su carrera bufa al encasquetarse, con el humor chocarrero que le caracteriza, una corona de espinas en Jerusalén, o al acudir, en simpática buhonería de insigne prócer de la paz a negociar con ETA treguas… para Cataluña, posicionarse contra la candidatura de Madrid para los Juegos Olímpicos o defender con uñas y dientes la celebración de un partido de fútbol entre las dos potencias mundiales del planeta: Estados Unidos y Cataluña.
Alguien podría pensar, en principio, que enfrentarse agresivamente con un joven interpelante por llamarle “José Luis” (qué insulto, qué intolerable vejación), que humillar a una señora jubilada por decir que no tenía ningún interés en aprender catalán (habráse visto, qué alarde de incultura e intolerancia), que decir que los españoles “teníamos un problema” (eufemismo poco sutil para llamarnos gilipollas), o que apoyarse en la barandilla que le separaba de los espectadores en actitud chulesca de saloon de western, entre otras astracanadas más propias de un personajillo de “Salsa Rosa” que de un vicepresidente de Cataluña, es una torpeza para alguien que necesita de los votos del personal para seguir chupando del bote público. Pero nada más lejos de la realidad.
La estrategia de José Luis estaba perfectamente planificada. A fin de cuentas él no necesita de los votos de los cinco millones de espectadores que soportamos sus insultos, sino los de su propia parroquia de cheguevaras de barretina, para los que interpretó la actuación beligerante y hostil que ellos demandaban, siguiendo un guión perfectamente establecido. Seguro que a ellos les fascinó.
Así que, además de encantar a sus acólitos de la senyera estelada, consiguió, en treinta y cinco minutos, sembrar y esparcir por toda España una dosis mayor de anticatalanismo de la que este personaje había conseguido hasta ahora, que no era pequeña precisamente. La estrategia es inequívoca: fomentar el anticatalanismo en el resto de España es la piedra angular de la metodología de los independentistas, y la ocasión que le brindó a Carod TVE la pintaban calva. En el fondo la estrategia es sencilla: insultemos a los españoles, llamémosles fascistas, casposos, muertos de hambre, opresores y enemigos de Cataluña. Arrinconemos el castellano, opongámonos a la candidatura de Madrid para los Juegos Olímpicos. Más tarde o más temprano acabaremos por no caerles demasiado bien, reaccionarán y votarán al PP. Puede que algunos hasta nos odien; esto es lo mejor que nos puede pasar. Y entonces comenzará la sardana victimista: no nos quieren, nos odian, tenemos que irnos. Convenzamos a los demás catalanes de esto y el camino de la independencia está trillado. Más fácil blanco y en botella.
Pero por favor, no caigamos en la trampa de José Luis. Él, los chicos de la banderita estelada, del “Catalonia is not Spain” y la pira de fotitos del adversario no tienen nada que ver con los verdaderos catalanes, a los que conozco bien. De hecho Pepe Luis y compañía son una tosca antítesis de sus auténticos valores como pueblo. Ellos, los catalanes de bien, la inmensa mayoría, al contrario que Pepe Luí, son gente amable, educada, respetuosa, culta y progresista. Son bilingües, y tienen la fortuna de contar, además de con el castellano –que suelen hablar mejor que muchos castellanohablantes- con otra lengua antigua, culta y hermosa: el catalán. Barcelona es una de las ciudades más avanzadas y dinámicas del mundo. Cataluña y su gente emprendedora han sido siempre el motor económico y la vanguardia cultural de España. Y así podría seguir mucho más allá de los límites de este artículo.
A la Cataluña que amamos la mayoría de los españoles y sentimos como propia no pertenece esa especie de Groucho Marx tragaldabas y zampabollos que se pone rabioso y agresivo cuando le llaman José Luis.
Y cuando armó el pollo con lo del nombrecito, no pude dejar de acordarme de los geniales Tip y Coll, que imaginé en el cielo, con chistera y bombín, descojonados y cantando a coro con querubines y serafines a coro: ¡Dame la manita Pepe Luí! El cabreo que habría cogido el insigne vicepresidente de la Generalitat…

15 de octubre de 2007

¿Quién teme a Rosa Díez y Fernando Savater?

España ha sido un país con una historia cuyos matices cromáticos han oscilado secularmente entre el gris y el negro, con demasiados brochazos del rojo de la sangre, tanto propia como ajena. Nuestras supuestas glorias pretéritas se forjaron a base de cruz y de espada, ciertamente mucha cruz y mucha espada. Tumultos intestinos, guerras fratricidas, hambre y lodo. Mientras España se consumía y derrumbaba tratando de conservar sin éxito un imperio definitivamente perdido, Europa, la vieja Europa a la que España miraba por encima del hombro crecía en desarrollo político, sentaba las bases del desarrollo industrial, construía, democratizaba la convivencia, inventaba, enriquecía su ciencia y su pensamiento. Nosotros vivíamos en un mundo ajeno a lo que sucedía en casa de nuestros vecinos, un erial en el que estábamos demasiado ocupados en el despellejamiento del adversario, que con frecuencia era el hermano o el primo. Todos los pueblos del mundo cantan sus glorias pasadas, y éstas normalmente están teñidas de sangre, pero en la música de las nuestras predominaban el toque de corneta y la seguiriya flamenca trágica y triste. Los últimos episodios de esta historia árida y cainita fueron una guerra civil que dejó un millón de muertos y una dictadura militar de cuarenta años que nos arrumbó en un trastero miserable de Europa.
Pero algo cambió radicalmente tras tantos años de mediocridad. Esa España fratricida y adormilada despertó de golpe, resurgió de sus cenizas y cada español puso su ladrillo para hacer una nueva casa para todos. Una casa esplendorosa, alegre, viva y hermosa en la que todos pudiéramos vivir en paz y crecer juntos. Y entre todos hicimos el milagro: una transición ejemplar, una reconciliación modélica, todos cedimos algo para llegar a convivir en armonía. España pasó a ser un espejo para el mundo y se produjo un desarrollo vertiginoso. De la mediocridad y oscuridad del franquismo se pasó a una de las democracias más avanzadas y garantistas del mundo. De la pobreza y el subdesarrollo anterior se pasó a ser la octava potencia industrial del planeta. De enviar a nuestros hombres y mujeres a ganarse el pan a Suiza y Alemania se pasó a recibir en nuestro suelo a los que no pueden conseguirlo en sus países. España, por fin, tras siglos de Historia gris en la que era conocida en el exterior por la Inquisición, la leyenda negra de América y el fascismo, ocupaba un lugar verdaderamente honorable en el mundo. Una España de la que, de una vez, pudiéramos sentirnos orgullosos. Muchos quedaron en el camino, pero al fin teníamos ante nosotros un país tan vital, libre y democrático como el que más. O casi. Fue el esfuerzo de todos.
¿De todos? De casi todos. En el entrañable País Vasco fueron y son aún muchos los que prefirieron dar la espalda a la concordia tan trabajosamente lograda, así que siguieron utilizando sus únicos argumentos al alcance de su macabro raciocinio: bombas y tiros en la nuca para todo aquel que discrepe de su soñada y ancestral patria situada en algún rincón imaginario de la Historia. Resultado: novecientos asesinatos, millares de ciudadanos exiliados y otros tantos con su vida amenazada y malviviendo protegidos por escoltas. Es el único territorio de la Europa comunitaria donde no ha llegado aún la libertad y la auténtica democracia.
¿Y Cataluña? Afortunadamente allí no hay violencia (al menos no hay asesinatos por pensar diferente) pero su situación tiene muchos puntos en común con Euskadi. Tristes puntos. En esa España moderna se acordó entre todos reconocer, con toda justicia, la pluralidad cultural y lingüística de los territorios a los que el franquismo se la había negado. Se dotó a Cataluña y Euskadi de un grado de autonomía y autogobierno superior, en muchos aspectos, del que gozan los estados federales. Parlamentos, televisiones propias, policía, educación. Se promovieron las lenguas vernáculas, y el euskera y sobre todo el catalán gozan hoy de un esplendor con el que probablemente no soñaron ni los más optimistas. Era una aspiración de justicia, pactada entre todos, lograda por todos. Pero los gobiernos nacionalistas que durante treinta años han ejercido el poder en Cataluña y el País Vasco, lejos de disfrutar y sentirse satisfechos por una situación en sus territorios inédita en la Historia, han utilizado su poder para enfrentar sus comunidades contra la España más abierta y tolerante que jamás conocieron, una España enemiga a la que han demonizado gracias al control absoluto de todos los elementos a su alcance: la televisión, la propaganda y sobre todo la educación. Toda una generación de vascos y catalanes ya ha sido educada en el odio a España, en el victimismo. Las aspiraciones de los partidos mayoritarios de Cataluña y el País Vasco (aunque dudo que coincidan con las de sus ciudadanos) son claras e inequívocas, y las manifiestan sin ambages: la secesión de España y creación de Estados propios. Y eso sucede justamente ahora: en el momento más brillante y fructífero de la Historia de España. Qué paradoja, qué difícil de entender.
Y es que estos partidos y gobiernos nacionalistas han gozado de un poder omnímodo, ilimitado y desproporcionado respecto a sus representados, gracias precisamente a los dos partidos mayoritarios nacionales: el PSOE y el PP. En este punto no haré distinciones entre ambos. Con tal de estar en el poder no han tenido reparos en pactar con los nacionalistas, y han tragado carros y carretas alimentando sin pudor las ambiciones secesionistas de éstos, que a día de hoy, no se ocultan a nadie. En la última legislatura el gobierno de España ha llegado al extremo de pactar con una formación política activa y declaradamente antiespañola, rondando el paroxismo del absurdo político. Todo vale con tal de evitar que en la silla del presidente esté sentado el adversario.
Uno de los mayores triunfos del nacionalismo separatista es haber logrado identificarse con cierta izquierda, en un singular juego malabar de demagogia populista. No nos engañemos: el nacionalismo separatista no es de izquierda. Todo lo contrario: tiene más en común con la limpieza étnica, lingüística, la xenofobia, la exclusión y la insolidaridad. El nacionalismo separatista está más próximo a la extrema derecha, a veces rayano en el totalitarismo y el fascismo. Pero su propaganda y demagogia ha conseguido convencer a muchos de lo contrario; desde el punto de vista estratégico no se puede negar su mérito.
Pero por fortuna aún hay en la vida pública mentes lúcidas a las que no se engaña con facilidad y han dicho basta, hasta aquí hemos llegado, así que debemos recibir el proyecto político que encabezan Rosa Díez y Fernando Sabater con el entusiasmo de una bocanada de aire fresco que acaba de entrar en el panorama nacional. La primera es una mujer de izquierdas, de un admirable coraje cívico, que ha mostrado siempre una coherencia e integridad inquebrantable, experta en nadar a contracorriente y una luchadora a prueba de bombas, casi en sentido literal. El segundo es un enorme sabio, un filósofo progresista que además posee la excelencia de la pedagogía y la claridad, virtud que Ortega calificaba como la mayor cortesía del filósofo. Y a ambos les une el compromiso innegociable en la lucha por la libertad de todos, unos verdaderos románticos de la justicia. Una especie de seres humanos en vías de extinción.
Así que los grandes partidos se han puesto a temblar, y no es de extrañar que les lluevan insultos, calumnias, descalificaciones de todos los lados. Los nacionalistas porque alguien, de izquierda de verdad, les desenmascara sin piedad y pone en evidencia su mísero patriotismo aldeano. La derecha porque Rosa y Fernando hablan de una España en términos bastante más racionales e integradores que ellos, y corren el riesgo de perder un monopolio que tan bien han manipulado. Y los socialistas porque ven peligrar la parte de su pastel electoral de todos sus militantes desencantados y traicionados, que son legión, así que prefieren tildarlos de derechistas, resentidos, o los improperios que más les puedan zaherir.
Rosa, Fernando: os temen. Ladran, luego cabalgáis. Adelante y feliz singladura.

Reyes quemados

No seré yo quien ose dilucidar sobre las venturas o inconvenientes de contar en nuestro país con reyes, príncipes, princesas, infantas, y demás personajes propios de la literatura infantil y que me recuerdan con nostalgia los cuentos de mi niñez. Tampoco se me ocurrirá dudar de lo ventajoso que resulta que la jefatura del Estado de un país se herede por cuestión sanguínea, como si fuera un piso en Burgos, pues expertos en Historia y políticos de peso, a los que no se me ocurrirá enmendar la plana, dicen que en España es muy bueno para nosotros, los españoles. Yo no lo acabo de entender, pero tampoco entiendo bien porqué el potasio es beneficioso para la circulación arterial y sin embargo no dudo de sus bondades. Doctores tiene la Iglesia.
Pero aún menos entiendo la que se ha armado porque un grupo de mozalbetes que seguramente saben de Historia menos que yo –que ya es decir- quemen en plaza pública de una ciudad catalana una fotografía de Sus Majestades. Los palestinos queman banderas de Israel, los israelíes de los palestinos, la bandera americana es quemada en medio mundo –incluso en Estados Unidos-, los culés queman símbolos del Madrid y los madridistas queman los del Barça. Ojalá fueran estos los mayores males que unos seres humanos pudieran infligir a otros. Pasar el símbolo del enemigo por el fuego purificador es uno de los métodos más tradicionales de expresar el repudio y el antagonismo, y las ideas, por memas que éstas sean, son libres y están permitidas en nuestro país. Basta con encender la tele cualquier día y a cualquier hora y verán la cantidad de estulticia y mentecatez que se airea por todas partes sin que por ello los idiotas célebres acaben en la Audiencia Nacional.
Y aún más me cuesta entender que a este puñado de alegres pirómanos se les eleve a la gloria de los altares revolucionarios, merced no a una acción que tiene para ellos menos riesgo físico y legal que robar una chocolatina en un supermercado, sino a la actuación de un fiscal y unos medios de comunicación que les han proporcionado, gratis total, una gloria y estrellato a todas luces inmerecidos.
Los dos encapuchados que iniciaron en Gerona el aquelarre real, gracias a la repercusión que su “heroica acción revolucionaria” ha alcanzado en los medios de comunicación con ayuda de la fiscalía, se han convertido para sus acólitos en cheguevaras de barretina, y los líderes del rebaño, sus pastores de ERC, se frotan las manos ante la dosis de victimismo que los fiscales les han regalado por la cara. Difícil superar el rédito político y publicitario que los nacionalistas radicales han obtenido por encender una cerilla y quemar una foto. Portadas en los periódicos, apertura de telediarios, la solidaridad en cadena de los suyos y un buen repertorio de vocablos panfletarios con que ilustrar su obsesivo victimismo: represión, fascismo, opresión española, y toda la retahíla de conceptos imaginarios con que suelen ilustrar su limitado diccionario político.
La reacción en cadena no se hizo esperar, y tras ser llamado a declarar por la cremación de marras uno de los chicos de la capucha, los pirómanos se multiplicaron y no había un catalán nacionalista republicano que se preciase de tal que no quemase su fotito real, con cámaras y fotógrafos como testigos. Por si los cachorros de ERC no hubiesen alcanzado suficiente celebridad y prestigio, no se le ocurre algo mejor al fiscal que conminar a los fotógrafos de prensa a entregarle el material para identificar a los quemadores de fotos, esta vez a puñados, requerimiento cuya legalidad parece más que dudosa en nuestros días, pero en fin, supongo que él sabrá más que yo de esto, que para eso es fiscal.
A estos chavales les hubiera venido bien una multa por hacer fuego en la calle, que alguna ordenanza municipal habrá que lo prohíba, y aquí paz y después gloria. Y para su pesar el asunto no habría salido de la plaza de su pueblo. Pero la fiscalía y los medios de comunicación les han lanzado al estrellato y cubierto de solidaridad y fama entre sus acólitos. Los líderes nacionalistas de ERC son habilísimos en la manipulación a su favor de cualquier cosa que suceda en Cataluña: apagones de luz, retrasos de trenes o que al Barça le piten un penalti en contra, todo sirve para la causa independentista; no digamos una buena oleada de “represión” desde Madrid. Se lo han puesto a huevo, que diría un castizo. Así que Carod y compañía están que no caben en sí de gozo y se frotan las manos mientras hacen caja electoral del episodio.
Les ha salido redondo a los nacionalistas el asunto de la pira real.

17 de septiembre de 2007

Colombo y los McCann

Confieso que siempre he sido un apasionado de la histórica teleserie Colombo. El personaje magistralmente encarnado por Peter Falk, aquel detective incorregiblemente despistado, de ascendencia italiana, aspecto descuidado, eterna gabardina raída, omnipresente puro en la boca (incluso en aquellos tiempos ya le regañaban por fumar en las casas, qué premonitorio), desaliñado, voz cazallera y rota, modales torpes, hablar lento y entrecortado, con aspecto de infeliz pordiosero. Un perfecto antihéroe, chaparro, despeinado, sin afeitar, desplazándose por la ciudad con un cacharro de cuatro ruedas viejo y destartalado, que contrastaba siempre con la impecable presencia de sus antagonistas, elegantes, ricos y refinados, que conducían imponentes descapotables o espectaculares limosinas.
La estructura de la serie siempre era similar: se producía un crimen en un ambiente exclusivo, muchas veces aristocrático. Nuestro singular y desaliñado detective, al que se le asignaba el caso, deambulaba despistado por lujosas mansiones, entre mayordomos y doncellas, y a duras penas accedía a los familiares y allegados de la víctima, personas de alta alcurnia cuyo hondísimo pesar por la reciente y trágica pérdida nunca les hacía perder sus exquisitos modales. Miraban al entrañable Colombo con conmiseración, y le trataban con desdén y displicencia, más como a un criado que como al responsable de la investigación. En el fondo estaban encantados de que les hubieran enviado para desentrañar la trama a un detective tan torpe y malhadado, que iba tropezando entre vasijas de porcelana y candelabros, pues entre esos allegados de la víctima, aparentemente destrozados por el dolor, estaba indefectiblemente el criminal. Luego resultaba que ese detective tosco y bonachón que parecía memo era un lince de mucho cuidado, y siempre pillaba al asesino que se quedaba con tres palmos de narices.
Los guiones eran excelentes, y tanto la preparación del crimen como la ocultación de su autoría se ejecutaban con una meticulosidad absoluta, con un cálculo milimétrico, con el enrevesamiento exagerado propio de la ficción, pues ficción era y como tal la disfrutábamos sus incondicionales. Los guiones guardaban un relativo equilibrio entre lo difícilmente posible y lo descaradamente fantástico, y ese componente de exageración era parte indudable de su éxito.
Si algún capítulo de Colombo hubiera comenzado con un matrimonio de prestigiosos médicos, jóvenes, ricos y bien parecidos, que denuncian la desaparición de su hija de seis años mientras veraneaban en una exclusiva playa, hubiera podido encajar con el perfil de un guión típico de la serie, aunque algo despiadado, pues la víctima no recuerdo que nunca fuera un niño. Ahora bien, si los padres organizaran una campaña mediática de búsqueda de la niña a nivel planetario, involucrando a gobiernos, televisiones, países enteros y al mismo Papa de Roma mientras recaudaban millones de euros de donaciones, el espectador empezaría a tildar al guionista de exagerado y hasta el más audaz televidente habría descartado en sus predicciones a la encantadora pareja como posibles sospechosos de tamaña crueldad. Nadie hubiese creído capaces a unos padres ejemplares de una teatralidad tan perfecta y de una conspiración tan elaborada y maquiavélica. Totalmente imposible, habría vaticinado el espectador.
Y si después en la misma serie aparecieran restos de sangre de la niña disimulados en las paredes de su apartamento o en el maletero del coche que la adorable pareja de padres ejemplares habían alquilado dos semanas más tarde, habríamos despachado al guionista por delirante, y haber confundido el género policiaco con la ciencia-ficción.
Así que el ya celebérrimo caso de los McCann y la niña Madeleine, no es ya que supere por goleada a la ficción; es que la humilla, la ningunea y la deja en paños menores.
Escribo esto varios días antes de que se publique, con lo que puede que para cuando ustedes lo lean el episodio de Colombo más apasionante de la Historia haya dado un nuevo e inesperado giro que me siento absolutamente incapaz de predecir. En este punto se encuentra el thriller más seguido a nivel mundial en la historia de la televisión. En vivo y en directo, y en conexión simultánea con todos lo medios de comunicación del mundo. Así es ahora la aldea global de la que habló McLuhan en los años sesenta, pero que nunca siquiera soñó que llegara a los actuales extremos.
Lo realmente triste es que no es un thriller, ni una película de ciencia ficción, ni siquiera un reality show. Todo es descarnadamente real, y hay una niña de seis años desaparecida o muerta. Ojalá que el epílogo de la historia sea la aparición de la niña sana y salva, que además de ser el más cinematográfico de los posibles por su escasa verosimilitud, convertiría el mundo, por unos minutos, en un lugar una pizca más cuerdo y habitable.

10 de septiembre de 2007

La tele no veranea

Aunque parece que en el verano el mundo se adormece y ralentiza, no es así. El globo terráqueo sigue girando al mismo ritmo, la gente sigue naciendo y muriendo, los bancos siguen cobrándonos la hipoteca, sin que nadie o nada tenga un ápice de misericordia con el paréntesis estival. Ni siquiera la televisión. Ese singular aparato omnipresente no sólo no nos concede una mínima tregua veraniega, sino que se aprovecha de que las neuronas del espectador (usted y yo, supongo) están aún más adormecidas de lo normal para dictarnos, con tiranía divina, la diferencia entre el bien y el mal, lo bueno y lo malo, lo importante de lo trivial. También siguen publicándose los periódicos, aunque muy adelgazados por el calor, que en las escasas hojas que sobreviven nos hacen una antológica síntesis de lo realmente sustancial. Supongo.
Así, a tenor de lo que veía en televisión estas vacaciones cada vez que la encendía, he sabido que uno de los acontecimientos más trascendentales que han acaecido en el planeta Tierra durante este verano ha sido una avería en el suministro eléctrico en Barcelona, que se ha prolongado hasta dos o tres días en algún barrio de la ciudad catalana. En efecto, durante esos días aciagos para la Humanidad, riadas de intrépidos periodistas asaltaban, cámara y micrófono en mano, a los desolados vecinos damnificados, y se producían entrevistas tan enjundiosas como estas, más o menos:
(Periodista gritona, con tono apocalíptico, rictus de solidaridad ante la tragedia):
“Usted lleva un día sin luz, ¿qué siente usted? Supongo que estará fatal, ¿no?”
(Vecina ojerosa, hundida por los acontecimientos, llorando sin consuelo)
“Esto es terrible, imagínese, he tenido que tirar la pescadilla y los boquerones que tenía congelados y mi marido no se ha podido afeitar, y ayer no puede ver el Tomate. ¡Esto es tercermundista!”
Pero no acabó aquí la pesadilla de estos devastados vecinos. Después pusieron generadores, y parece que su motor hacía ruido, el muy primitivo. Así que nuevo reportaje, vuelve la periodista apocalíptica, cámara en mano, a la vecina abatida:
“Pero, ¿cómo pueden ustedes dormir con este ruido? Debe de ser horrible, ¿no?”
“No te lo puedes imaginar, hija mía, nos hemos tenido que comprar tapones pa’ los oídos en la farmacia.¡Esto es espantoso, tercermundista!”
Tercermundista. Mientras tanto, en algún breve del noticiero, nos contaban deprisa que un par de docenas de civiles habían saltado por los aires en Irak -como todos los días-, que en Bolivia o Ecuador varias miles de familias viven (sí, viven, habitan) en un vertedero, sobreviviendo de la basura –como todos los días-. También en muchos lugares del mundo la noticia no habría sido estar dos días sin luz, sino tener luz durante dos días. O sencillamente tener alimento, ropa, agua corriente o un techo. Pero lo tercermundista en Barcelona es quedarse dos días sin electricidad y que se echen a perder los langostinos, o no tener aire acondicionado, con el calor que hacía. Qué tragedia, qué calamidad. Pero esa noticia vende; hay que aprovecharla.
Los medios de comunicación en general, y la televisión en particular, con su despótico poder, nos seleccionan la información y transforman un incidente más o menos importante en hecho trascendental en función de su interés como espectáculo. Somos carne del cañón de un sensacionalismo, unas veces simplemente frívolo, pero otras obsceno y hasta nauseabundo. Sólo es noticia lo circense, lo espectacular, lo que se ajusta a un marco atractivo para el guión televisivo e incremente las cuotas de audiencia.
Hace unos días quiso el destino que el mismo día falleciesen un joven futbolista, un brillante escritor y una docena de civiles en Afganistán. Todos los medios de comunicación, esta vez sin excepción, cubrieron los decesos de acuerdo con la necesidad de saciar el apetito voraz del espectador o lector. El primero había tenido la espectacularidad (en el sentido literal de la palabra) del más exigente de los guiones: desvanecimiento en el campo en directo, hombre joven y querido por todos, mujer embarazada, equipo de éxito, días de suspense hasta el triste final, así que su muerte abrió noticieros, fue titular destacado de todas las portadas de los periódicos y durante algunos días inundó de lágrimas televisión y prensa, en una especie de versión actualizada del heroico torero que muere en la plaza. No recuerdo un fallecimiento tan mediatizado desde el del Papa anterior, o el de la cantante Rocío Jurado. El segundo, importante escritor y mejor columnista, murió de enfermedad, ya a una cierta edad, y ocupó un breve espacio en los noticieros, un rincón en algunas portadas y reseñas en los obituarios y páginas culturales de los periódicos. Los terceros, los muertos de Afganistán, ocuparon un espacio mínimo en el interior de algún periódico y un breve en la sección de internacional de algunos telediarios. Dicho esto con mi mayor respeto y solidaridad con el sufrimiento de las familias y amigos de Antonio Puerta, Francisco Umbral y también los civiles de Afganistán, cuyos nombres nunca sabré. Que nadie me interprete mal: no hago una comparación entre la noticia del apagón de Barcelona y la muerte de seres humanos: el fin de una vida siempre ha sido y será un hecho tan natural como trascendental y doloroso. Hablo de sus coberturas mediáticas, no de sus muertes.
La televisión, con su criterio de espectacularidad y mercantilismo, selecciona la información, se nos infiltra en el pensamiento y nos impone una perversa escala de valores, de prioridades y de opinión. No hay poder tan doméstico y al tiempo tan peligroso. Que los dioses nos protejan de sus tentáculos.

8 de julio de 2007

Pobres de importación

Qué lujo que haya pobres. Qué lujo para los países ricos poder recibir riadas de inmigrantes pobres que huyendo de la miseria vienen al primer mundo. Y concretamente al nuestro, recientemente unido al selecto club, a donde llegan estos famélicos de lugares ignotos para alegrarnos la vida con su trabajo y su colorido. Indios, chinos, negros, moros, rumanos, ucranianos. Da gusto ver las calles de las grandes ciudades, tan cosmopolitas ellas, con ese babel de lenguas y acentos y ese caleidoscopio de colores y razas.
Qué lujo, porque los pobres de importación nos friegan los platos, nos llevan los niños al colegio, nos cuidan a los viejos, nos barren la porquería, nos pintan la casa, nos planchan la ropa, nos recogen la basura, nos limpian las letrinas. Qué lujo. Eso antes no pasaba; esos trabajos tan feos, desagradables y mal pagados nos los teníamos que hacer nosotros, qué asco.
Qué lujo, porque además esos inmigrantes, tan primitivos y tribales ellos, les da por el fornicio y la perpetuación de la especie bastante más que a los nacionales y nos llenan el país de cachorros, con lo que, miren ustedes por dónde, tendremos asegurada la mano de obra renovada y los cotizantes a la Seguridad Social para cuando nosotros estemos babeando en el asilo. Y además estos retoños exóticos son churumbeles de todos los colores y etnias, con lo que nuestro paisanaje gana mucho en estética. A la monotonía de la imagen del español cetrino y achaparrado hay que añadir ahora los rasgos indígenas, los labios gruesos, los cabellos crespos, las pieles negras y los ojos oblicuos. Y los rubitos ojicelestes de la Europa del Este. Puro Benetton o Calvin Klein, qué bonito.
Pero para lujo lujo, los inmigrantes sin papeles. Esto es el chollo de nuestro tiempo. A poco espabilado que sea un patrón con buenas luces y mediana astucia, se consigue media docena de negritos y rumanos indocumentados y se monta la empresa pirata del siglo. Obras, reformas, construcción, limpieza, cualquier cosa. Ellos trabajan y callan, y cobrar…lo justito o un poco menos. Aunque si el generoso empresario hispano sufre una sobredosis de granujería y no anda sobrado de escrúpulos, cosa nada infrecuente, cuando el currito exótico ha acabado la faena, adiós muy buenas y si te he visto no me acuerdo. ¿Dinero por el curro? No hombre, no, esto es para que aprendas y adquieras práctica. ¿No te he pagado ya un bocata? Y no te quejes, que peor lo pasabas en tu país. Qué manera de hacer caja. Qué chollo, qué lujo.
Todavía más ventajas ofrecen las mujeres sin papeles. Qué lujo de burdeles, con meretrices de todos los tamaños, edades, colores y formas. Qué lujo, estas exuberantes hembras, que gracias a su pobreza de allí y a las mafias de allí y de aquí multiplican la oferta, aumentan la calidad y abaratan el kilo de carne fresca. Proxenetas nacionales y de importación están de enhorabuena, qué manera de contar euros al rayar el alba, qué lujo.
Y por si fuera poco, ahora también los inmigrantes nos ponen el patriotismo castrense. Hace tiempo que el “todo por la patria” dejó de hacer furor entre los nativos, y el toque de corneta hoy en día levanta a pocos ibéricos del catre. Y como “el todo por la patria” se cambió por el “todo por la pasta” y la pasta era más bien poca, los españolitos de a pie no se volvieron locos precisamente por vestir de caqui. Así que, otra vez, qué lujo que haya pobres del otro lado del charco dispuestos a hacerlo, enarbolar una bandera ajena y morir por ella en el Líbano, si hace falta.
¡Y pensar que aún hay gente que no los quiere aquí, que quiere que se vayan! No, no es que sean racistas o xenófobos. Son simplemente gilipollas. O tal vez ambas cosas.

We are the champions

Cuando lean ustedes estás líneas -que escribo dos días antes- media España estará triste y abatida mientras que la otra media estará exultante y dando botes de alegría. La mayoría, si no todos, los periódicos nacionales dedicarán su portada al gran acontecimiento del día anterior. Muchísimos hombres y no pocas mujeres de este país nuestro no habrán (habremos, probablemente) dormido, unos debido a celebraciones y resacas y otros por el cabreo monumental de lo que pudo haber sido y no fue, y otros –víctimas inocentes del delirio colectivo- como efecto colateral de los bocinazos de los coches que irán festejando, banderas enarboladas, lo que considerarán el acontecimiento del año. Sí, ya saben que no estoy hablando del descubrimiento de una vacuna contra el cáncer, o del cese de hostilidades entre israelíes y palestinos, ni tan siquiera de la entrega de las armas de los asesinos etarras, sino del campeón de la liga española de fútbol: Real Madrid, Barcelona o, muy improbablemente, Sevilla. Reconozcamos que no es para menos.
Se tiende a considerar el fútbol como una religión contemporánea, capaz de desatar las pasiones más fervorosas. Pero la atención que concita este deporte-espectáculo suele desbordar con creces la que despierta socialmente cualquier religión o credo, incluso para sus más piadosos seguidores. La fidelidad a un equipo de fútbol supera a la de cualquier otro ámbito de la condición humana: uno puede cambiar de amigos, de mujer, marido o amante, de partido o ideología política, de ciudad, de país o nacionalidad, de religión o incluso de sexo, pero resulta excepcional que alguien cambie de equipo de fútbol. Personalmente no conozco a nadie que lo haya hecho.
El concepto de pertenencia a un determinado equipo, a unos “colores”, resulta de singular fortaleza, y la indulgencia que los aficionados más radicales sienten hacia los sacerdotes de este credo más o menos deportivo no es comparable con ningún otro ámbito de la realidad cotidiana. Un ciudadano de a pie se quejará amargamente de la subida del pan o la factura del gas, pero después pagará hasta 500 euros por ver en directo hora y media de fútbol en un partido trascendental de su equipo favorito. El mismo ciudadano mirará con recelo un sueldo de 3.000 ó 4.000 euros de un parlamentario, pero hará reverencias e idolatrará al futbolista que gana millones de euros si es capaz de meter una pierna en el último minuto que marque el gol que le transporte a la gloria. El dios balón obnubila la mente y ofusca la razón, como una droga que no deja aparentes secuelas físicas y es universalmente aceptada en todas las sociedades. Viva el fútbol.
Pero dentro del sentido de comunión con un imaginario colectivo, llamado Real Madrid o Barcelona, lo más llamativo es la falta de vinculación objetiva o natural de la mayor parte de los aficionados con el equipo de su elección. Se “sienten” los colores de un equipo u otro de manera irracional, como si el aficionado fuese merengue o culé por un designio del destino o por una vocación trascendental que sentimos pero no comprendemos del todo. ¿Por qué el hincha se siente del Real Madrid o del Barcelona, aunque no haya nacido o ni siquiera conozca estas ciudades? ¿Por qué con frecuencia se vive con más pasión la trayectoria de estos equipos que la del local, sea éste el Ceuta, el Murcia o el Villarreal, por ejemplo?
Supongo que es porque son muy grandes, son muy poderosos, su historia está plagada de victorias y gestas, son muy célebres y prestigiosos, y son conocidos en todos los rincones del planeta. Y en el fondo a uno le gusta pertenecer a esa comunidad mundial, identificarse con el héroe, con el ganador, y pensar que cuando hablan del campeón están hablando de uno. Pensar que yo realmente pertenezco al equipo, que yo participé en la consecución del título, que yo, modesta persona cuyo nombre real e individual nunca figurará en las enciclopedias ni pasará a la posteridad, estaré sin embargo representado por mi equipo ante la Historia, ante al que hoy se rinden millones de personas de todo el mundo. Que esa heroicidad de la que hoy hablan todos los periódicos en el fondo es mía, me pertenece, yo tuve algo o mucho que ver en ese logro, mientras me desgañitaba en el bar delante del televisor para ayudar, con mi aliento, a que ese balón de cuero traspasara la línea de la portería enemiga. Así que hoy, cuando ustedes tengan la amabilidad de leer estas líneas, sepan que este modesto juntador de palabras es uno de los campeones de la Liga española de fútbol 2006-2007, y que estaré, por tanto, inexplicablemente feliz. O infeliz, que todo puede pasar, pero que conste que yo habré hecho todo lo posible porque la Liga la ganemos “nosotros”, los campeones. We are the champions. Que nadie me escatime méritos.

Bouchra

Seguramente muchos de ustedes ya han oído hablar de Bouchra. Es una niña de once años que desde el pasado 22 de marzo vive en Ceuta, entre nosotros. Pero no es una vecina más: padece una grave encefalopatía y la única casa que ha conocido desde que entró en nuestra ciudad es una habitación del Hospital de la Cruz Roja.
He sabido de esta niña de ojos negros y brillantes por medio de Maribel Lorente, presidenta de la Asociación Digmun, en donde realizan un admirable trabajo en beneficio de la dignidad de la infancia y que se han volcado con ella desde el primer día que tuvieron conocimiento de sus trágicas circunstancias. Hace un par de semanas que Dignum ya publicó en estas páginas un artículo sobre el caso.
Al parecer hasta hace unos meses Bouchra, que es diabética, vivía en las montañas de Tetuán, cuidada por su madre, quien le proporcionaba la insulina que necesitaba a diario. Hace dos meses que su madre murió de forma repentina, y al poco de morir ésta Bouchra padeció una descomposición grave de su diabetes, lo que le acabó produciendo la encefalopatía que ahora padece y que la ha convertido en un ser totalmente dependiente, con sus extremidades inmovilizadas y la mirada perdida hacia el infinito.
Entró en Ceuta sin otro pasaporte ni visado que los brazos desesperados de su padre, que acudió a nuestra ciudad apurando el último aliento por salvarle la vida. Y los ceutíes han estado a la altura de las circunstancias: el personal sanitario del Hospital de la Cruz Roja se ha vaciado en atenciones médicas y humanitarias, ha rodeado a Bouchra y a lo que queda de su familia de todo el cariño, afecto y dedicación que estos grandes profesionales y mejores seres humanos son capaces de dar, que no es precisamente poco.
Pero parece que la generosidad de los ceutíes de bien, que nunca miraron el pasaporte de Bouchra, sino a su corazón y su cuerpo desvalido e inerte, no tiene la debida continuidad en sus representantes políticos y administrativos. Me consta que en la Asociación Digmun han movido Roma con Santiago para que Bouchra pueda tener los cuidados que precisará cuando abandone el Hospital. Cuidados que, con toda seguridad, sólo podrá tener en nuestro país. Han llamado a todas las puertas oficiales de Ceuta y otros lugares de España para que Bouchra se pueda quedar entre nosotros en un centro en donde le puedan dispensar las atenciones médicas y afectivas necesarias, sin ningún resultado. Qué pena, qué vergüenza. La razón es tan obvia para la Administración como incomprensible sería para la pequeña Bouchra, si aún pudiera discernir: ella es marroquí, no española.
Sé que el caso de Bouchra no es único; hay miles de niños en condiciones similares o parecidas diseminados por la geografía de tantos países en los que si la comida y el techo son un lujo, la atención digna a un niño dependiente es una utopía. Aunque a todos nos toca nuestra ración de culpa, sé que nuestro país no podría ocuparse de todos ellos y nada más lejos de mi intención que hacer demagogia con algo tan delicado. Pero Bouchra ya es de los nuestros, porque lo son los ceutíes que le han salvado una vida que a partir de ahora también necesita de una dignidad que Ceuta, o España, o nuestro opulento primer mundo tiene unos medios para proporcionar que nuestros vecinos no tienen. Si somos solidarios y acogemos a los adultos y niños que llegan en cayucos huyendo del hambre desde el África subsahariana, acojamos también a Bouchra, que llamó a las puertas de Ceuta huyendo de la muerte.
Y si los generosos y solidarios ceutíes del Hospital de la Cruz Roja o de la Asociación Digmun no han mirado el pasaporte de Bouchra para darlo todo por ella, no deberían hacerlo tampoco sus representantes políticos, sobre todo aquellos que hace una semana brindaban con tanto fervor y entusiasmo por la confianza que el pueblo les había otorgado.
El Sr. Vivas, brillante y legítimo vencedor de las pasadas elecciones, dijo que al día siguiente debía comenzar a trabajar. Sr. Vivas, le voy a pedir que empiece por Bouchra. Búsquele un resquicio a la Ley, que seguro que se lo sabrá encontrar. Descuelgue teléfonos, haga llamadas, realice gestiones. El pueblo de Ceuta, que de forma abrumadora ha confiado en usted, se lo agradecerá, estoy seguro. Y Bouchra, su padre y sus hermanos mucho más. Que no permitan nuestros representantes que el escudo del pasaporte de Bouchra le impida disfrutar, en lo posible, de una infancia digna. El humanitarismo y la solidaridad no entienden de colores de banderas. Y mucho menos la mirada triste y extraviada de Bouchra.

1 de junio de 2007

El ministerio y el churrero

¿Saben ustedes qué es un ministerio? No me refiero al del sacerdocio, sino a esos gigantescos entes administrativos, que se supone que son algo así como sucursales especializadas del gobierno y cuya cabeza visible es un señor o señora llamado ministro, en el primer caso, o ministra en el segundo. Bajo las órdenes de éstos hay un sinfín de cargos de simpatiquísimos nombres, tales como secretarios generales, subsecretarios, directores generales técnicos, etc., y según uno va descendiendo de las pirámides de jerarquía se encuentra, probablemente, con unos señores o señoras, que trabajan en esos lugares y que atienden al no menos simpático nombre de funcionarios. Para que ustedes se vayan centrando geográficamente, digamos que normalmente estos lugares, en el caso de España, se hallan en Madrid.
Pues bien, esas instituciones pertenecientes al gobierno de alguna forma tienen la potestad de conducir la vida de los ciudadanos en diferentes ámbitos, así que uno tiende a creer que esos enormes edificios de la capital están llenos de una vida interior muy rica en donde se cuecen las dichas y desdichas de uno. Por ello, tal vez en un exceso de romanticismo, las he llegado a considerar como una entrañable extensión del hogar.
De forma que, con la confianza de saber que uno está llamando a la puerta de la casa de su familia, a veces intento ponerme en contacto con ellos. No lo hago como evasión, entretenimiento o para interesarme por la salud de sus hacendosos funcionarios (aquí debo excusarme por mi poca delicadeza y falta de misericordia) sino para solventar alguna duda que me atañe, o realizar alguna diligencia a la que estoy obligado, normalmente, por ellos mismos. Y entonces me embarco en un singular proceso, cuyas fases, con su permiso, les voy a relatar.
Primera fase. Tecleo el nombre del ministerio del que imploro su asistencia en el google, y en décimas de segundo encuentro la página web del ministerio correspondiente. Hasta ahora, todo marcha sobre ruedas. Todos los ministerios tienen una preciosa página web, muy profesional ella, que además permite la opción de dirigirse a ellos por correo electrónico para realizar la consulta que uno tenga menester. En aras de molestar lo menos posible a los funcionarios, que imagino siempre ocupadísimos, expongo mi consulta por correo electrónico, saludo atentamente y agradezco de antemano la respuesta que supongo me enviarán (que por falta de cortesía no quede), y le doy al botoncito “enviar”. Pues bien, debo decir que he efectuado consultas a tres o cuatro ministerios una media docena de veces y éste es el día en que estoy esperando respuesta a alguna de ellas. La primera fue hace más de tres años.
Segunda fase. Dada mi experiencia algo desafortunada a través de la cibernética, recurro al más tradicional método del teléfono. En las páginas web figuran los teléfonos de los diferentes departamentos ministeriales, así que trato de averiguar cuál es el que más se ajusta a mi consulta y marco las teclitas correspondientes en el teléfono. Aquí los resultados varían:
Caso 1. Me contestan de Churrería García, y me dicen que ya están hartos de que les llamen preguntando por el “menisterio” ese. El churrero se muestra algo agresivo verbalmente. Busco otro número.
Caso 2. Es el más frecuente: el teléfono está siempre comunicando. Cuando digo siempre, es siempre, en términos absolutos. Uno puede llamar a las nueve, a las once, a la una o a las dos y cuarto. Puede llamar una o doscientas veces, el número siempre estará “ocupado”. Siempre. Busco otro número, preferiblemente que no coincida con el de Churrería García.
Caso 3. Alguien, de ese ministerio (aleluya), contesta el teléfono con tono resignado y quejoso. Uno expone la consulta, y tras dos o tres minutos de exposición le dicen dos palabras que auguran un penoso deambular: “Le paso”. O sea, que allí no es y le pasan con otra extensión. Si la comunicación no se corta en la conexión (lo más común), uno vuelve a hacer la exposición a otro funcionario, que a su vez realiza la operación del anterior y pone fin al apasionante relato con las dos palabras mágicas del manual: “Le paso”. Esta travesía de teléfonos y repetición del asunto puede repetirse hasta cinco o seis veces, hasta que, o bien se corta la conexión en alguna transferencia, o bien, el último funcionario le dice que usted tiene que llamar a tal otro número. Escribo el número, pacientemente, y al colgar cotejo, con horror y desesperación, que es el que está siempre ocupado, es decir, el “imposible”. O, aún peor, el de Churrería García.
Caso 4. En el utópico caso de que uno, en un irrepetible guiño de la diosa fortuna, dé con el departamento adecuado, le dirán que la persona que lo lleva no está, que está enferma o de vacaciones, y que no saben cuándo volverá a su puesto. Hace poco, conseguí hablar con alguien del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. Era la semana del 1 de mayo, y una funcionaria me dijo que “cómo se me ocurría llamar esa semana, habiendo puente...” (sic).
Caso 5. Le contestan máquinas con voz metálica y le castigan con músicas tipo máquinas tragaperras, con el inequívoco objetivo de que desista o de provocar al usuario un ataque de histeria. De este caso hablaré largo y tendido en otra ocasión, pues merece capítulo aparte por lo cruel y despiadado.
Tercera fase. Pensando que la comunicación telefónica sea tal vez un medio demasiado avanzado para conseguir información, recurro a la carta, ese tradicional sistema de papel escrito, sobre y sello pegado con lengüetazo. La envío, y al cabo de trece meses (repito, trece meses) recibo carta de respuesta en la que se me dice que para conseguir la información llame a un número de teléfono.
No es preciso decir que a esas alturas ya no necesito la información, pero, por curiosidad, cotejo el número de teléfono. Sí, lo han adivinado: es el de Churrería García.

28 de mayo de 2007

Los dos lados de la señorita Pataky

En Irak, desde el comienzo de su invasión por las tropas estadounidenses y sus aliados, se han producido ya 650.000 muertos, cadáver arriba o abajo. La semana pasada, el señor Taha Yasín Ramadán, ex vicepresidente del mismo país, fue ahorcado tras ser condenado a muerte.
En Rusia, un incendio en una residencia de ancianos provocó 62 muertos. Descansen en paz.
Los combates entre los insurgentes de Al Qaeda y miembros de las tribus de Pakistán provocaron la semana pasada más de medio centenar de muertos.
En Somalia aumenta cada día la sangría humana que va diezmando a su ya depauperada población.
En España se ha superado la cifra de trescientas mil prostitutas en activo, de las cuales la gran mayoría ejerce el oficio en condiciones de absoluta esclavitud, forzadas por mafias que actúan a sus anchas y en una más que relajada impunidad.
También la semana pasada se confirmó que la empresa Delphi, subvencionada con los impuestos de la ciudadanía, se había declarado en suspensión de pagos, confirmándose así el despido de 1.600 trabajadores.
También se ha confirmado que para la gran mayoría de los jóvenes españoles sigue siendo inviable el acceso a una vivienda, a pesar de que un estudio económico sitúa a Madrid y Barcelona entre las treinta ciudades más ricas del mundo.
Persiste la polémica sobre las patentes de los medicamentos por la multinacionales farmacéuticas, y mientras tanto siguen muriendo millones de seres humanos en el tercer mundo por no poder comprar sencillos remedios tan conocidos como inaccesibles para ellos.
Lo que acabo de escribir es una pequeña muestra de las realidades con que nos desayunamos los ciudadanos un día cualquiera de una semana cualquiera de un año cualquiera. En este caso, y simplemente como muestra, he elegido un día de la semana pasada.
Son asuntos tan cotidianos y hasta tan conocidos que no despiertan el menor interés, y probablemente a estas alturas del artículo muchos de mis amables lectores ya habrán abandonado la lectura de esta letanía de acontecimientos, tan ajenos a nuestra lista de prioridades inmediatas.
Y todo esto porque resulta que, en un imperdonable descuido, he olvidado mencionar el evento que, en el día anterior al que escribo este artículo, acaparó de manera casi absoluta la atención nacional o estatal, como ustedes prefieran o más les guste. Exacto, el tema del día y probablemente de la semana no fue ninguno de los anteriores, sino ése que ustedes y yo estamos pensando, es decir, las fotografías de la proa y la popa de la señorita Elsa Pataky, actriz de profesión, y la tormenta existencial que tan inconmensurable asunto y la gravísima polémica que le ha envuelto ha provocado en la ciudadanía.
No es para menos. Es poco probable que haya un solo ciudadano español, de norte a sur, de oriente a occidente, que no esté totalmente al corriente del mayúsculo suceso, pero, por si así fuere, y en aras a aportar mi modesta contribución a la sociedad, y que no quede hombre o mujer sobre territorio patrio ignorante de tan trascendentales hechos, voy a resumir sucintamente lo acaecido. Ya se sabe que los pueblos que ignoran su Historia están condenados a repetirla, y los españoles no podríamos permitirnos semejante tragedia.
La señorita Pataky, de profesión actriz, y de muy buen ver a juicio tanto de propios como de extraños, entre los que me incluyo, decide vender un reportaje fotográfico a determinada revista en la que se presta a mostrar y por tanto deleitar a la Humanidad con la contemplación de su hermoso reverso o popa, también de buen ver, para qué engañarnos. Pero resulta que un avispadísimo paparazzi, conocedor -tal vez por sus poderes premonitorios o por indicios más prosaicos- de tales pretensiones y del lugar y hora de donde se tomarían las fotografías que cambiarían el rumbo de la Historia, piensa, con buen criterio, que donde hay un reverso también suele haber un anverso, así que, probablemente camuflado en bonsái playero o disfrazado de pulpo gigante, consigue fotografiar la proa de tan bella señorita, aún de mejor ver que su popa, al humilde juicio de este modesto escribiente.
Y, oh mayúscula sorpresa, la bella señorita Pataky, aparece, mostrando al mundo su espléndida delantera, en la portada de una revista de la competencia, en lugar de mostrar su trasera en la revista con la que había pactado las fotos a cambio de generosos estipendios.
La tragedia se ha consumado. Por todas las cadenas de televisión se habla sin cesar de tamaña ignominia, de tan singular evento. La actualidad nacional e internacional ha quedado eclipsada ante un suceso de tan desproporcionada magnitud, y no me refiero literalmente a los senos de la bella, que son mesurados y hermosos. En las emisoras de radio y en los platós de televisión se organizan espontáneos y sesudos debates entre los parlanchines gritones de la carroña para dilucidar quién tiene razón. La ocasión lo merece. El tema trasciende a mercados, peluquerías, bazares, oficinas, centros educativos y ministerios. Agentes, representantes, directores de revistas rosas –y no tan rosas- son interpelados para conocer su versión de los hechos. Se plantean graves discusiones jurídicas y se habla de derechos fundamentales de personas y las revistas, que esto sí que importa y no lo que pase, verbigracia, en Guantánamo, Estamos, sin duda, ante el acontecimiento de la semana, si no del año. Y repito, no es para menos.
Para que después alguien diga que los españoles somos incultos, o ignorantes. Lo que ocurre es que sabemos separar el grano de la paja, y cuando nos enfrentamos a un hecho verdaderamente trascendental entonces le dedicamos la atención y la importancia que realmente merece. ¿Ven como no todo es fútbol? El nuestro es un país de cultura y refinamiento, a las pruebas me remito.
Así que le he dedicado al asunto mi articulito, y que me perdonen los lectores esas primeras líneas introductorias que hayan podido distraer momentáneamente la atención del verdadero meollo de la actualidad y de lo que realmente nos interesa a todos. Eran menudencias, anécdotas decorativas de relleno que adornan lo realmente trascendente: los dos lados de la bella y sus incalculables repercusiones en el devenir de la Historia.

Colombia, la pasión por la lengua

La señora Amparo, a los ochenta y siete años, va desgranando palabras precisas y sonoras, mientras va relatando los avatares que tuvo que pasar para criar a sus nueve hijos en una humilde casa de campo del departamento de Antioquia, no lejos de la ciudad de Medellín. Habla, con vocablos bellos y antiguos, de cómo se levantaba cada día a las cuatro y media de la mañana para ordeñar las vacas, y como, tras una jornada agotadora dedicada a los trabajos del campo, al acostarse por la noche, prendía una vela para devorar todo libro que caía en sus manos, muchas veces hasta el amanecer. Porque leer “es una dicha”, asegura, entornando sus ojos, mientras los demás la escuchamos embelesados, porque su forma de expresarse encanta y arrulla, y podríamos haber pasado toda la noche disfrutando de su relato, de un relato de campesina que habla un español impecable, con una cadencia dulce, con una dicción perfecta, con un lenguaje sencillo y florido a un tiempo. Describe, con precisión literaria, los páramos, la flora, los aperos de labranza, los útiles que empleaba para recoger la leche tras ordeñar las vacas, y los sentimientos que se le escapan, de gozo y de tristeza, de nostalgia y de melancolía. Nos cuenta cómo toda la familia tuvo que escapar precipitadamente de la casa, tras la violencia entre los conservadores y liberales, y dejarlo todo atrás, su hogar, su pequeña tierra, sus animales y empezar de nuevo en una aldea más próxima a Medellín, con un equipaje tan ligero como sus propias manos ásperas y curtidas. Y su amor por los libros, por esos libros que conseguía con cuentagotas en aquellas aldeas de casas diseminadas perdidas en mitad de la nada. A veces hace un breve inciso en su apasionante relato para recitar poemas aprendidos en la infancia, en los pocos años que pudo asistir a la escuela para aprender a leer, escribir y las cuatro reglas. Y lo hace con la entonación de un rapsoda, marcando los silencios precisos, sin un titubeo que denote una traición de la memoria, que conserva tan intacta como su vocabulario rico y luminoso.
Porque en Colombia la lengua, la lectura, nuestro común español, es un tesoro aún más valioso que el oro arrebatado por los avaros conquistadores de hace quinientos años.
He tenido la fortuna de estar en Colombia mientras se celebraba el recientemente clausurado Congreso de la Lengua Española en Medellín y Cartagena de Indias, y es ciertamente difícil poder encontrar un país más apropiado para tributar un homenaje a nuestra lengua. Toda Colombia se ha vestido de fiesta para el evento, los periódicos y las revistas han sacado ediciones y suplementos especiales para acentuar el acontecimiento, y parece que por una semana hasta la violencia y la criminalidad que desde hace muchos años vienen asolando este excepcional país se hubieran dado una tregua para festejar el privilegio de acoger en el país el mayor tributo a lo que aquí es considerado como la mejor herencia española: la lengua castellana.
No conozco otro lugar de habla hispana donde se trate el lenguaje con tanto mimo, donde la manera de expresarse goce de tanto prestigio, donde la forma de dirigirse a los demás tenga tanto rango como carta de presentación. La cortesía es sencillamente exquisita, desde el profesor universitario hasta la vendedora de mazorcas de maíz de la calle, desde el taxista hasta el más humilde vendedor de arepas y empanadas. En Colombia no hay mayor desprestigio que el maltrato al idioma, o el descuido en el trato, y éste es motivo de conversación frecuente en conversaciones cotidianas. No es extraño encontrar como motivo de debate en una familia o un grupo de amigos si tal o cual expresión es completamente correcta, si tal palabra debe o no escribirse con mayúscula, o si es preferible o no colocar la tilde sobre cierto monosílabo o término diacrítico. Con razón los periódicos dedican secciones fijas al correcto uso del idioma, y con razón aquí nació el autor de Cien años de soledad, y muchos otros tan brillantes como desafortunadamente eclipsados por la gigantesca sombra de García Márquez, el autor universal por excelencia en lengua castellana.
Así que tengo un cierto miedo a regresar a mi querida España, llegar a Barajas y que el policía de la aduana no levante los ojos del pasaporte mientras me lo revisa y no se digne dirigirme la palabra, o que el taxista no me dé los buenos días, o conectar el televisor patrio y reencontrarme a una caterva de chillones de bazofia humillando nuestra lengua a gritos, insultando a la inteligencia del espectador mientras rebuznan remedando lo que fue un cultísimo idioma sobre la última novia, novio o coito de algún imbécil célebre, con absoluta impunidad, sin que el delito de atentado a la cultura y lengua de todos esté aún recogido en el código penal. Regresar, en definitiva, a la cuna de una lengua que se empobrece y marchita a diario en su lugar de nacimiento mientras se engrandece y cuida al otro lado del Atlántico. No estaría mal que, en un bello anacronismo, acudamos ahora a esa América Latina, no con la cruz y la espada, sino con los oídos bien abiertos y una buena dosis de humildad para aprender de esa lengua que dejamos hace quinientos años y que nuestros hermanos de América han sabido embellecer hasta convertirla en el gran tesoro común que hoy compartimos más de cuatrocientos millones de seres humanos.

Ciudadanos de segunda

Estos últimos días he oído hablar en diferentes medios de comunicación y debates políticos sobre un reportaje emitido por Telemadrid titulado “Ciudadanos de segunda”, y referido a aquellas personas que viven en Cataluña y tienen el castellano como lengua materna (la mayoría). Como unos lo definían como excelente, mientras que otros lo catalogaban como “panfleto anticatalán basado en mentiras” y yo no lo había visto, me ha picado la curiosidad y he acudido a “Youtube”, en Internet, ese magnífico cajón de sastre en donde se encuentra prácticamente todo documento audiovisual que uno pueda imaginar, desde un discurso regio hasta el más estrafalario video-clip producido en un garaje por un freaky pasado de estupefacientes. Y me lo he visto enterito, de principio a fin.
Por si ustedes tampoco lo han visto, y no tienen acceso a Youtube, les haré un sucinto resumen. El reportaje presenta ejemplos documentales de la situación de absoluta marginalidad en que la lengua española es tratada en Cataluña por su gobierno en todos los ámbitos oficiales, introduce cámaras y micrófonos en las escuelas, habla con niños obligados a renunciar a su lengua y hablar en catalán entre ellos en el patio, habla también con los comerciantes multados (sí, multados) por rotular sus comercios en castellano, entrevista a ciudadanos desesperados por no poder escolarizar a sus hijos en castellano (algunos extranjeros), así como a conocidos personajes públicos, como a Albert Boadella, Rosa Regàs, Arcadi Espada, Miquel Calzada “Mikimoto”, entre otros, que exponen su punto de vista sobre el asunto. Algunos rotundamente a favor del catalán velis nolis y si no, puerta y te vas a España, que está cerquita, vienen a decir.
Antes de dar mi propia opinión al respecto, quiero aclarar que amo la lengua catalana, que la conozco y la hablo, así como el pueblo catalán en general, y muchos, muchos catalanes en particular, no cual no será óbice para que, cualquier “nacionalista catalanista” que lea este artículo me catalogue, a partir de lo que escribiré a continuación, de “anticatalán”, “enemigo de la lengua catalana” y tal vez de fascista, término que últimamente sirve igual para un roto que para un descosido, y que en Cataluña se aplica indefectiblemente para todo aquel que se aparte un milímetro de la línea totalitarista del “régimen”. Trataré de superar la mella que tales improperios sin duda me dejarán.
Lo que presenta el reportaje es tan riguroso y cierto como inapelable, pero debería ir aún más allá. La oficialidad catalana, que abarca todos los ámbitos de la vida pública y privada, no presenta Cataluña como país totalmente independiente de España como una aspiración política, sino como una realidad ya actual incontestable.
Veamos algunos ejemplos.
Cataluña es su nación (España no), y como todos los niños deben utilizar obligatoriamente el catalán como lengua vehicular de enseñanza (utilizar el castellano como lengua vehicular está prohibido, sí prohibido, en todos los centros escolares públicos y privados), todos aquellos no catalanes pasan a ser escolarmente extranjeros (incluido españoles), y se les mete en unos “pabellones de aislamiento” llamados eufemísticamente “aulas de acogida”, en donde se les somete a una inmersión lingüística e ideológica de lengua y patriotismo catalán. Ejemplo de práctica lingüística en clase:
“Yo he nacido en China pero ahora vivo en otro país, en Cataluña”. “En mi país, Ecuador, se habla español, pero en Cataluña, el país donde vivo, se habla catalán”. Cataluña es asimilado, en términos de categoría nacional, a China o Ecuador. Y España, por supuesto, ni se menciona. Esos niños y sus padres emigraron creyendo que llegaban a España, tal vez porque seguían los partidos de fútbol del Barcelona, equipo que, “erróneamente”, por supuesto, suelen citar en las televisones extranjeras (incluyendo las españolas) como español. Estos errores hay que extirparlos de raíz. De ello se ocupa la propaganda del régimen. No están en España, sino en Cataluña, que quede claro.
En las televisiones públicas catalanas (en las que se evita sistemáticamente pronunciar una palabra en castellano), hay instrucciones estrictas de evitar la identificación de Cataluña como una parte de España. Cuando en los informativos se habla de “nuestro país” o “nuestro gobierno”, o “nuestra selección deportiva”, siempre se entiende que se habla de Cataluña, jamás de España. La palabra España está absolutamente prohibida cuando se refiera a cualquier asunto en que Cataluña esté inmersa. Si no queda más remedio porque la información lo requiere, se sustituirá por el “Estado”, sin más. Recuerdo una entrevista que una presentadora hacía a una emigrante sudamericana, que ahora vivía en Cataluña pero antes había llegado a otra ciudad española. Los circunloquios que la presentadora se vio obligada a realizar para no mezclar Cataluña con España han quedado para la antología de la televisión, ya que la ingenua emigrante pensaba, en su candidez, que Cataluña formaba parte de España. La pobre…
Ni que decir que en la información meteorológica el pronóstico “nacional” está representado exclusivamente por un mapa de Cataluña, al que unen sin complejos Baleares, la Comunidad Valenciana, y algún pedacito de Francia, que se los han anexionado sin complejos a su imaginario imperio de Països Catalans, sin que los habitantes de estos territorios tengan conocimiento de su pertenencia a esta novísima y moderna nación.
Los rótulos informativos o coercitivos están siempre en catalán, por lo general exclusivamente. Cuando alguna vez están también en castellano, entonces se añade el inglés, al que se le da el mismo rango tipográfico del castellano, para que no quepa duda de que se trata, tanto inglés como castellano, de lenguas extranjeras. A veces el castellano no goza de las prebendas del inglés; no son infrecuentes los rótulos bilingües en catalán…e inglés, naturalmente. Sin español. El año pasado estuve en las fiestas de la Mercé, con amigos latinoamericanos que visitaban Barcelona por primera vez, y no fuimos capaces de encontrar un programa de las fiestas escrito en castellano. No salían de su asombro. Y la escritora Elvira Lindo fue insultada y humillada por los progres catalanistas por tener la imperdonable idea de pronunciar su pregón en español, su lengua materna, la muy “facha”. Podría citar casos aún más asombrosos, pero el espacio se me ha acabado hace varias líneas. Quede claro que esta política radicalmente nacionalista es la del gobierno elegido democráticamente por los propios catalanes desde hace más de veinticinco años. Así que en principio, nada que oponer. Eso sí, permítanme una pregunta, a quien corresponda, breve y escueta: Cuando voy a Barcelona, o a Salou, o a Reus, ¿estoy en mi país? Sé que no es cuestión de vida o muerte, pero me mata la curiosidad.

El tuteo del presidente

Parece que media España siguió por televisión los dos programas emitidos bajo el título “Tengo una pregunta para usted”, con Rodríguez Zapatero el primero, y con Mariano Rajoy el segundo. Dada su enorme audiencia, todos los medios analizaron pormenorizadamente no sólo las respuestas de los líderes, sino cada uno de los detalles de la escenificación, desde el color de sus corbatas hasta su gesticulación o movimientos en el plató. Creo que a algunos no nos pasó desapercibido un detalle nada trivial: el Presidente del Gobierno se permitió tutear a muchos de sus interpelantes, a pesar de que éstos se habían dirigido a él con el apropiado usted.
En cualquier país cuya lengua disponga de tratamiento de cortesía -incluidos todos los demás de habla hispana- hubiera hecho chirriar a los oídos bien educados la familiaridad que el presidente tuvo a bien arrogarse. Sin embargo tengo la impresión de que en España apenas nos llamó la atención, pues asistimos a un proceso galopante de la generalización del tuteo, con la consiguiente restricción del ámbito del usted, o tratamiento de cortesía. Y el presidente, tan moderno para todo, no podía quedarse atrás.
Veamos algunos ejemplos. Un conocido programa nocturno de una televisión autonómica. La presentadora, una moza madura deslenguada y tosca, pero con un punto pizpireta, recibe como invitado a un médico forense septuagenario de aspecto distinguido, que llega impecablemente vestido en un terno azul marino. Apenas ha tomado asiento el galeno, la conductora del programa le espeta: “Te puedo tutear, ¿verdad?”. El forense, naturalmente, asiente. Qué buen rollito, qué buena comunicadora soy, debe de pensar la periodista.
Un hospital cualquiera de una ciudad cualquiera en un día cualquiera. En España, claro. Una señora anciana está postrada en su cama, rodeada de los suyos, tal vez balbuceando sus últimas voluntades. En esto entra el celador, un joven recio y fornido, interrumpe el ritual y dice a voces: “A ver, Segismunda, que te voy a hacer la cama”. Qué amable soy, con que familiaridad y cariño trato a los enfermos, debe de pensar el celador, con su coloquial tuteo a la viejita moribunda.
Tal vez los dos tengan razón en sus intenciones, pero creo que entre todos estamos perdiendo algo. El “usted” -que es la evolución histórica de “vuestra merced”- es parte de la riqueza de nuestra lengua, es un hermoso tratamiento que expresa respeto y cortesía. Pero hace unos treinta años, justo en la transición democrática, empezó a ser injustamente criminalizado. Los mismos que confunden la velocidad con el tocino empezaron a confundir respeto con alejamiento, cortesía con servilismo o subordinación y tuteo con igualdad y buen rollito guay.
Apenas dos generaciones atrás los hijos llamaban de usted a los padres y no era alejamiento, sino veneración. Hace no más de treinta años, no sólo los alumnos llamaban de usted a los profesores, sino también los profesores a los alumnos: “García, haga usted el favor de salir de clase”, podía decir un profesor airado a un chaval de doce años que había hecho una trastada. Hoy es impensable y sonaría a trasnochado anacronismo. Son tiempos de “colegas” y como todos somos iguales –faltaría más- igualémonos todos por abajo, que es más fácil. El respeto y la elegancia no están de moda, son hábitos de carcamales rancios, si no tuteas hasta al Papa estás en la Edad Media.
Un dato curioso: en las primeras elecciones democráticas tras la muerte de Franco los partidos políticos pedían el voto a los ciudadanos tratándoles de usted. “Vote Centro”, rezaban los carteles. A partir de las siguientes nunca un partido político volvió a llamarnos de usted en campaña. Se fue el alejamiento, llegó la “proximidad”, pensaron los asesores de imagen y los publicistas.
Son tiempos de tuteo indiscriminado, y el usted se irá relegando poco a poco a situaciones solemnes o a legajos de notaría, y quedará como un vestigio arcaico de tiempos en los que nuestra lengua fue más rica y más bella.
Hoy nos tutea la policía para multarnos, la Telefónica para vendernos el último móvil, los partidos políticos para exhortarnos a votarles, la Dirección General de Tráfico para amenazarnos con quitarnos puntos del carné y el Ministerio de Hacienda para decirnos que ya viene Paco con la rebaja. Son tiempos modernos y dinámicos, así que ya nadie trata de usted al ciudadano. Ya ven, ni siquiera el presidente del Gobierno. Perdón, quería decir “ya veis”…, amables lectores.

16 de marzo de 2007

Vocabulario terrorista y román paladino

Los asesinos del grupo terrorista ETA, y sus acólitos del llamado partido político Batasuna, no sólo hacen gala de una desalmada perversidad en sus abominables actos, sino que poco a poco han ido ejerciendo una soterrada influencia en el lenguaje de todos, desde los partidos políticos hasta el común de los ciudadanos. Cuando un político decente –algunos hay, creo- llama “conflicto” a lo que pasa en el País Vasco, o la gran mayoría del pueblo llano y honesto llama “proceso de paz” a las negociaciones emprendidas por el Gobierno, los batasunos se frotan las manos de alborozo. Hemos asumido su perverso lenguaje, y si las palabras son el medio por el que aprehendemos las cosas, ya tienen un buen trecho ganado a su favor. Sería bueno que llamásemos a las cosas por su nombre, y no mimetizarnos con el lenguaje empleado por los asesinos y sus partidarios. Quizá sea ya demasiado tarde, pero, por si acaso, permítanme una modesta aportación.
La ETA, en lugar de ETA, sin artículo. Tal vez pueda parecer trivial, pero no lo es tanto. En sus comienzos, y durante algunos años más, todos los españoles anteponíamos el artículo al macabro nombre de Euskadi Ta Askatasuna. Con el tiempo fuimos eliminándolo, imitando la manera de mentar la banda de la serpiente por los más próximos a ella. Hoy todos hablamos de ETA, no de la ETA. Puede haber dos razones para ello. Una, la estrictamente lingüística, que tendría que ver con la morfología de la lengua vasca, declinatoria, y que por tanto hace que el artículo esté incluido en el nombre. Por esto solemos decir Osasuna, y no el Osasuna, cuando nos referimos al equipo navarro de fútbol, único equipo de primera con nombre en vasco. Pero no hablamos en euskera, sino en castellano, y sería más que dudoso creer en una inconsciente interferencia lingüística en hablantes que no saben una sola palabra de euskera. La segunda posible razón es más preocupante. La cercanía y la familiaridad (unos de la banda; otros de sus consecuencias) han permitido suprimir el artículo al nombrar a la execrable organización. Obsérvese que no se suprime nunca el artículo cuando se habla de ella en el español de América Latina, ni en otras lenguas románicas como el francés o el italiano, por ejemplo. Sólo en España. Y el español permite la elipsis del artículo determinado sólo en nombres excepcionalmente próximos, como madre, padre, casa. Palabras queridas y entrañables. Puede que la ETA lo sea para los batasunos, pero no creo deba serlo para los demás. Así pues, la ETA, con permiso de Otegi.
Conflicto vasco. Más o menos sabemos qué es vasco (repito, más o menos), pero veamos qué quiere decir conflicto. Cito a la RAE. 1ª acepción: pelea, combate. 2ª acepción: enfrentamiento armado. 3ª acepción: apuro, situación desgraciada y de difícil salida. 4ª acepción: problema, materia de discusión. Tal vez podría ser aceptable para todos la tercera acepción, pero creo que estaremos de acuerdo que es a las dos primeras a las que perversamente se refieren los etarras-batasunos, e incluso los nacionalistas con los que comparten objetivos. Pelea, combate, enfrentamiento armado. Convendrán conmigo en que para que exista combate o enfrentamiento armado ha de haber, al menos, dos contendientes. Y en el País Vasco –y por extensión en el resto de España- sólo hay uno: la ETA. El otro es un mero receptor de la violencia del primero. Uno dispara las balas; el otro las recibe. Uno pone las bombas; el otro las padece. Uno pone los asesinos; otro pone las víctimas. Eso no es un enfrentamiento ni una pelea; es simplemente un cruel ataque. Un hostigamiento criminal, una ofensiva terrorista. Hablar de las “dos partes” es una malévola argucia que emplean los asesinos, y que suelen secundar los nacionalistas no asesinos. No hay ningún “conflicto”. No caigamos en su trampa, y desterremos de nuestro lenguaje esa palabra para denominar a la actuación criminal de los asesinos. Nada puede alegrarlos más que ver que vamos asimilando su odiosa jerga. O casi nada.
Proceso de paz. Proceso es “ir hacia delante”, y paz es la “situación y relación mutua de los que no están en guerra”, según la primera acepción de la RAE de ambas palabras. Ir hacia la paz implica partir de una situación de guerra. ¿Dónde está la guerra? De nuevo, ¿dónde están los dos contendientes? Suponiendo que el enemigo de la ETA fuera el Estado español (es mucho suponer), ¿emplea éste los medios del rival para la aniquilación del “enemigo”? ¿pone bombas en las asambleas batasunas o dispara en la nuca a sus simpatizantes? No, el Estado, cuando puede y le dejan, se limita a aplicar la Ley a los criminales, a veces con una benevolencia más propia de las Hermanitas de la Caridad. A eso, a aplicar la Ley, los terroristas lo llaman estar en guerra, conflicto vasco, represión del Estado, ataques al pueblo vasco…Para que haya “proceso de paz” hay que estar antes en guerra. Es una jerga arteramente interesada, que sólo conviene a los criminales. Ya sé que es tarde para corregirlo, porque con la complicidad inconsciente –quiero creer- de la mayoría de los políticos y los medios de comunicación hemos acabado todos por tragarnos el sapo verbal que nos han endiñado los terroristas. Otro más. Negociación. Acción de negociar. Negociar. Las tres primeras acepciones de la RAE no interesan al caso, por referirse a temas mercantiles. Veamos la 4ª y la 5ª. “Tratar asuntos públicos o privados procurando su mejor logro”. “Tratar por la vía diplomática, de potencia a potencia, un asunto, como un tratado de alianza, de comercio, etc.” Me detengo, por ahora, en esta última. Si nos quedáramos con ella, habríamos llegado a un extremo obsceno de perversión: considerar a la ETA como una “potencia” equiparable al Estado español, o bien reducir el Estado español a la categoría de una banda de asesinos. A los batasunos les encantaría, pero a ustedes y a mí sospecho que no. Así que admitamos que la cuarta acepción, “tratar asuntos públicos o privados procurando su mejor logro”, podría resultar inteligible y apropiada al asunto. Y ahora viene la pregunta: ¿cuál sería el “mejor logro”? O dicho de otra manera: ¿qué hay que negociar con la ETA? Pero esto ya sería harina de otro costal, o lo que es lo mismo, materia de otro artículo. En todo caso, como ciudadano, me gustaría saberlo. Que me lo digan por favor.

29 de enero de 2007

Cochinas costumbres

Hace no mucho tiempo, estando en Madrid con unos visitantes estadounidenses, les llevé a tomar vinos y gambas a uno de los bares populares que abundan por el centro de la ciudad. Estos no salían de su asombro al ver que la gente, apostada en la barra, no tenía reparos en ir tirando las cáscaras al suelo según iba pelando los crustáceos. Nada del otro mundo, es la costumbre, les dije. Como también es la costumbre ir echando al suelo la ceniza de los cigarrillos y aplastar la colilla contra el suelo al acabar el pitillo. En más de una ocasión, al solicitar un cenicero al dueño de un bar, él mismo me ha recomendado que arroje la ceniza al suelo. Eso dentro del bar, no digamos en la terraza. También tuve que explicarles que las vitrinas que protegen las tapas en las barras de los bares es un invento relativamente reciente, que todavía –a pesar de una ley de Sanidad de hace ya bastantes años que no se cumple, como tantas- hay muchos bares en España en los que hay sobre la barra fuentes de comida desde las que se sirven las tapas que no están protegidas por nada, y expuestas por tanto a las toses, estornudos o vaharadas de farias de los parroquianos sentados ante ellas mientras charlan de fútbol. Nada extraño, es parte de nuestro paisanaje cotidiano y a nadie le llama la atención.
Tener que acudir al cuarto de baño de un bar de nuestro país puede ser una patética experiencia. Sólo el primer cliente que use el excusado lo encontrará limpio. El segundo ya no, y según vaya avanzando el día la indeseable necesidad puede convertirse en una nauseabunda aventura. Una buena parte de los usuarios, una vez realizada la función de la que había menester, se marchará del habitáculo sin molestarse siquiera en hacer correr el agua, dejando para el siguiente necesitado el agradable recuerdo de su paso por el retrete. El que venga detrás que arree. Muy castizo. Parece que en el baño de damas la cosa no es muy diferente, y me cuentan las mujeres de acrobáticas posturas en las que a veces se ven obligadas a orinar para evitar el contacto con los residuos de sus alegres antecesoras en la misma función.
Pasear por las calles de las ciudades españolas implica llevar un ojo al frente y otro al suelo, salvo riesgo de acabar con los zapatos seriamente embadurnados de excrementos caninos, elemento orgánico que suele decorar todos los días las aceras de nuestras avenidas. La gente tiene perritos, y estos hacen caquita. Donde les viene bien, por supuesto, y los dueños rara vez se molestan en limpiar las huellas intestinales del chucho sobre las aceras municipales. Así que el viandante inocente se ve en la obligación de practicar el eslalom urbano, deporte no del todo divertido cuando se tiene que hacer por necesidad. Paradójicamente he observado que son las personas mayores, que son las que más dificultades físicas tienen para hacerlo, las que más se preocupan de recoger los excrementos. Y sin embargo los más jóvenes, en plena forma, no se molestan en agacharse. A fin de cuentas algunos de ellos imitan a sus chuchos y las noches de sábados también orinan en cualquier pared o árbol que tengan a mano. Nada de particular. Y así podría seguir mucho más allá de los límites de este artículo.
Y como en esto creo que no hay mucha diferencia por comunidades autónomas, regiones, nacioncillas estatales o realidades nacionales patrias, me permito formular así la pregunta: ¿es que somos los españoles tan guarros? Sólo en el ámbito público, curiosamente. El español es exquisitamente higiénico en privado y en sus reductos particulares. Las casas están impolutas, bastante más limpias que las de otros europeos. El homo hispanicus se asea a diario, la mayoría se ducha todas las mañanas. Suele tener el coche limpio por dentro, a diferencia de los automóviles de muchos extranjeros, que son vertederos con ruedas. Pero cuando sale de casa la cosa cambia. Las calles son de todos, o sea, que no son de nadie. Y los bares. Y los restaurantes. Y las estaciones de autobús.
Y es que la higiene pública, en el siglo XXI, es aún una asignatura pendiente en la España próspera y desarrollada de nuestros días. Ya al ministro Esquilache, hace doscientos cincuenta años, por intentar cambiar, entre otras, las costumbres higiénicas madrileñas, le montaron un motín por el que acabó de patitas en su Italia natal e hizo tambalear al mismísimo Carlos III, que agachó las orejas y cedió a todas las peticiones del pueblo sublevado delante de su palacio.
Y es con las costumbres patrias, por muy cochinas que algunas sean, parece que no hay quien pueda.

La mujer "diez"

No me refiero a la espléndida y bellísima Bo Derek de hace ya unos cuantos años, sino a todas aquellas profesoras –profesoras, con a, de sexo y género femenino- que presenten ciertos proyectos educativos en la Junta de Andalucía. O sea, que debería haber dicho “la mujer, diez”, con la comita, porque resulta que los proyectos coordinados por una mujer parten, según la convocatoria, con diez puntos de ventaja sobre los coordinados por un hombre. Como lo oyen. No es una broma. Y como ésta, hay ya unas cuantas.
Parece que en la carrera hacia la búsqueda de lo políticamente correcto más de uno se ha pasado media docena de pueblos y ha ingresado, de pleno, en lo políticamente imbécil. El problema está en que cuando el cretino tiene la potestad de gobernarnos su estulticia puede acarrear serias y hasta dramáticas consecuencias para nuestras cabezas. Las de todos. O las de todos y todas, para entendernos y hablar como es debido, supongo.
No tengo el gusto –o disgusto- de participar en esta convocatoria, pero si lo tuviera sabría que para conseguir la aprobación de mi proyecto tendría que hacerlo “diez puntos” mejor que mis colegas mujeres, que, por motivo de la disposición de sus cromosomas, la Junta de Andalucía ha decidido que deben partir con esa ventaja inicial. Lo cual, además de ser una solemne majadería, es una injusticia para los hombres y un insulto para las mujeres. Y un perjuicio para toda la sociedad.
Una injusticia para los hombres porque saben que, no estando más capacitados que sus colegas femeninos, tendrán que superarlas ampliamente para conseguir la misma puntuación que ellas. Es un concurso con trampa, en el que para empezar y con el pretexto de indemnizar por injusticias pretéritas, se recompensa a las señoras con diez puntitos del ala. Para reparar una injusticia, cometamos otra. Total: dos injusticias con diferente víctima, eso sí.
Es un insulto para las mujeres porque, aunque así parezca desprenderse de la opinión de la Junta de Andalucía, las mujeres no son tontas. Ni un pelo tienen de bobas, dicho así en general y con permiso de las que sí lo sean, condición en la que los hombres a buen seguro no andan a la zaga. Muy parejos andamos los dos sexos en cuanto a mentecatez y pocas luces se refiere. Los cretinos que han perpetrado la disposición de la Junta deben de pensar que a las mujeres en general les falta un hervor, así que, para que sus femeninos nombres figuren a la cabeza de la coordinación de los proyectos hay que regalarles diez puntitos porque si no no tienen nada que hacer, las pobres. A ellos/ellas, a los autores, sí que les falta un hervor…
Pero es la sociedad en general la que paga el pato de estos despropósitos. Porque cuando la Administración decida cuáles son los proyectos seleccionados, los andaluces no disfrutarán de los mejores proyectos, sino de los más “femeninos”. Algún proyecto mejor se habrá quedado en el cajón del olvido en beneficio de otro, algo más mediocre, que contó con el favor oficial por la poderosa razón de estar firmado por una mujer. Y los proyectos femeninos que estén entre los mejores por merecimientos propios, que los habrá y muchos, siempre planeará sobre ellos la sospecha de que fueron ganados con ayuda de la propina feminista, lo que no creo que deje muy satisfechas ni a sus autoras ni a los beneficiarios del mismo, es decir, la sociedad.
Ya sabemos que esta chapucera manera de reconvenir a la machista Historia se ha extendido ya a todos los ámbitos de la cosa pública. La llamada paridad en las listas, que ya afecta por ley desde el gabinete del Gobierno hasta los Consejos de Administración de las empresas, pasando por los partidos políticos, dará una espléndida imagen de igualdad en las fotos y en las estadísticas, pero no nos garantiza estar en manos de los mejores. Y de eso es precisamente de lo que se trata. Me da igual tener en el Gobierno a siete ineptos y siete ineptas, que a catorce ineptos, que a catorce ineptas. (No se lo tomen como algo personal, que no me refiero a este gobierno precisamente, sino a cualquiera). Blancos o negros, morenos o rubios, altos o bajos, gordos o flacos, jóvenes o viejos. Y, por supuesto, hombres o mujeres. Me importa un bledo. Lo que quiero es tener a los más aptos, y me da igual que sean hombres, mujeres, travestidos o hermafroditas. Discriminación positiva, es la traducción del nombre anglosajón del invento de marras. En otros países no sólo se aplicó al sexo, sino también a la raza u origen cultural. Había cuotas para minorías históricamente discriminadas. Así en Estados Unidos un negro requería menos puntuación que un blanco para entrar en la universidad, de forma que en la universidad no estaban los mejores, ni se lograban los mejores científicos o ingenieros, sin embargo las aulas parecían anuncios de Benetton, qué colorido. Estas políticas, que ya están en regresión en muchos países progresistas por arbitrarias y artificiosas, están en pleno auge en la ultramoderna España. ¿Por qué será que siempre tenemos que llegar tarde a todo?

Forastero

En Mallorca a los llegados de fuera y que no tienen apellidos mallorquines les llaman forasters. Aunque en principio el adjetivo pueda tener un trasfondo peyorativo, a mí nunca me resultó ofensivo durante los seis años que pasé en aquella isla. Más bien al contrario. Asumía mi condición de advenedizo y de alguna manera disfrutaba de ella, pues me procuraba una cierta lejanía del epicentro de lo que allí sucedía y me permitía mirar desde la distancia, disfrutando de la vista pero sin involucrarme demasiado en lo incomprensible, que no era poco.
Mirar desde fuera ofrece la panorámica de la que se carece cuando se mira desde dentro. El sentimiento de arraigo, de pertenencia, de encontrarse en el mismísimo ombligo de todo cuanto nos rodea enaltece la pasión pero distorsiona la mirada. La mirada del que se aleja unos pasos del meollo de los asuntos tal vez no goce de primeros planos, pero es más cándida y de alguna forma puede ser más honesta. Siempre me ha hecho gracia observar cómo los turistas extranjeros, nada más llegar a nuestro país se ponen a hacer fotografías al interior de los bares, en donde, para su asombro, cuelgan del techo docenas de patas de cerdo. Nosotros tomamos café debajo de ellas sin reparar en lo insólito de la situación y el turista japonés con su cámara y sus ojos como platos nos hace darnos cuenta de nuestra entrañable peculiaridad. Es la mirada asombrada del forastero.
Ha querido el destino, forzado en buena medida por mi propio desarraigo, depararme la fortuna de haber vivido en nueve ciudades diferentes diseminadas por cuatro de los cinco continentes, asumiendo así por tanto la condición permanente de forastero, o de nómada vocacional, si lo prefieren. Incluso mi Madrid natal, de cuya vorágine de metro, polución y prisas huí despavorido hace más de veinte años, ha cambiado tanto que cuando voy me resulta irreconocible y me permite mirarla y disfrutarla con ojos de forastero, con la mirada abierta de quien está descubriendo algo. Ceuta es la última ciudad en la que he recalado. Tan recoleta como compleja, esta pequeña ciudad a caballo entre dos mundos ofrece un sinfín de matices para el forastero, que la padecerá o la disfrutará, o tal vez las dos cosas, pero al que nunca le dejará indiferente. Pasan demasiadas cosas en esta ciudad de setenta mil habitantes, donde convive lo más bello y lo más sórdido, tan peculiar por su situación geográfica, su condición fronteriza, su composición social, su permanente empeño en recordar al mundo su indudable identidad. Demasiadas cosas para mantener los ojos bien abiertos, para exponer la piel a las sensaciones que llegan de todos sus rincones.
No voy a caer en la simpleza de definirme como ciudadano del mundo, lugar común que de tan manido se ha convertido en cursilería. Yo soy español, mediterráneo, latino. Pero cuando leo los periódicos, veo la televisión o escucho los debates parlamentarios también en mi propio país tengo la sensación de estar en Marte, como muy cerca. Confieso que las más de las veces no entiendo nada, y acabo por verlo todo con la mirada perdida del forastero despistado.
He hecho esta pequeña introducción por varios motivos. En primer lugar para anunciarles que, gracias a la oportunidad que me han brindado la directora y subdirectora de este diario, lunes sí y lunes no algunas palabras mías se colarán en sus páginas para tortura de muchos, indiferencia de otros tantos y tal vez deleite de algunos, si se me permite la inmodestia y alarde de optimismo en este último punto. En segundo lugar como un apunte de presentación, pues si bien algunos ya me han padecido en mi instituto o en anteriores colaboraciones en el diario, supongo que la mayoría de los amables lectores de El Faro aún no me habían sufrido. Por último para justificar el título de la columna que firmaré, por ahora quincenalmente: “Crónicas de forastero”.
Así que ya saben: si lo desean, nos vemos aquí mismo en quince días. Espero no defraudarles y, sobre todo, contar con su amable benevolencia.

Educación y telebasura

El nivel académico y cultural de nuestros centros educativos está en la UVI. Lo dicen las encuestas, pero no haría falta tanto estudio sociológico. Los profesores lo sabemos bien, pero al resto de la sociedad le bastaría con escuchar una conversación de adolescentes en un autobús, en la calle, en un parque, en cualquier lado. Darse una vuelta un viernes o un sábado por la noche por las explanadas del botellón, o por cualquier otro lugar en el que se junten media docena de adolescentes. Todos escolarizados, “educados”. Raya lo escandaloso, parece que la opinión social es unánime. Y se buscan las causas. Los educadores, los padres...pero, ¿se da la importancia debida a la televisión? Veamos.
Entre los logros de la España próspera, moderna y neoliberal de los últimos años creo que no es desdeñable el de haber conseguido tener la televisión más zafia, chabacana y hortera del mundo. Busquen ustedes, ahora que tenemos satélite y cable, o cuando viajen al extranjero, y verán que nuestra televisión ibérica no tiene parangón. Y si la televisión, sometida a la dictadura de la audiencia, es un reflejo de una sociedad y una cultura, creo que la España de charanga y pandereta que describía Machado era un ateneo de lustre académico comparada con la actual de pocholos, dinios y grandes hermanos, y aquellas españoladas de paletos y suecas que nos ofrecía la “mejor televisión de España” se me antojan casi como obras intelectuales de arte y ensayo al lado de lo que nos ofrece ahora la libre competencia televisiva de la España rica del siglo XXI.
En un reportaje escrito por el escritor colombiano Germán Castro Caycedo, y publicado en el diario “El Tiempo”, de Bogotá, éste narraba algunas de las impresiones obtenidas en un reciente viaje a nuestro país. El reportaje llevaba como irónico título “España/ Un viaje a la “cuna de la cultura” (entrecomillado en el original), y recojo aquí las referidas a la televisión:
“(…) Por la noche en uno de los programas con mayor audiencia de la televisión, un periodista dice:
-Las colombianas han nacido para follar.
-Follan de puta madre- agrega otro.
Cambio de canal. También cinco periodistas. Uno de ellos atrapa por la nuca a un invitado y se besan lengua con lengua. Aplausos del público. Luego agreden durante una hora al invitado, todos hablan al tiempo. Se hallan detrás de una gran mesa y en medio de las ráfagas, una de las periodistas se tiende sobre la mesa. El de los besos trepa y la cabalga, se menea, resopla. Un tercero los cubre con una frazada. En directo, durante 50 segundos, simulan que están haciendo el amor. Largo aplauso del público en el estudio.
Tercer canal. Alguien le pregunta a un cantante por qué no admite una muestra de ADN y él se apresura:
-Iros a tomar puel culo. ¿Por qué no la hacéis vosotros? (…)”
Germán Castro no ha visto nada extraordinario en nuestras refinadas televisiones; cualquier día, en casi cualquier cadena y casi a cualquier hora, la oferta es similar. Hago yo la prueba. Pongo un programa de máxima audiencia nocturna y un colaborador simula estar masturbándose detrás de la mesa del estudio. En tono jocoso, los demás comienzan a discutir acaloradamente sobre las pajas (sic) que se hacen en el camerino cada noche antes de entrar al estudio. En otro canal (o en el mismo, no estoy seguro) “graciosos profesionales” van por la calle micrófono en ristre y se dedican a ridiculizar ante las cámaras a hombres y mujeres inocentes (preferiblemente ancianos y extranjeros que apenas hablan español) que, gratuitamente, les “hacen” el programa. En otro un grupo de paparazzi y estrellas de la telebasura debaten acaloradamente sobre temas tan apasionantes como las relaciones carnales entre “grandes hermanos” edición 1, 2 o 7, u otros personajes de similar calado intelectual. El tema tratado con mayor profundidad y que fue objeto de apasionados debates en ilustres foros de “periodistas” carroñeros durante dos o tres semanas fue la felación que una concursante de uno de estos fenomenales programas hizo a otro en un autobús. Gritan, chillan, se insultan, se amenazan, en una discusión al lado de la cual una pelea de verduleras de mercado pasaría por un diálogo versallesco. Todos profieren sus insultos y “argumentos” al mismo tiempo, con lo que (afortunadamente) apenas se entiende nada. Los héroes de la televisión, famosos, guapos y millonarios, delante de la cámara se rascan las axilas sin tapujos, se sacan los mocos a discreción y su lenguaje, mezcla de balbuceos, gritos, mugidos y sonidos guturales contiene dos o tres tacos por frase, en las que, dada su dicción, suele ser lo único inteligible de las mismas. Nadie respeta jamás el turno de palabra del otro, una persona bien educada y cortés no podría abrir la boca en estos foros. Los periodistas de la carroña azuzan a unos contra otros, llaman a las madres, a los padres, a los familiares, les ponen delante de la cámara y les enfrentan intentando provocar los insultos cruzados, cuanto más despiadados mejor, buscando el espectáculo bochornoso que enardezca a la audiencia y la haga subir a las cuotas más altas. Vence el que profiere el insulto más contundente, el rebuzno más arrebatado, la vejación más sonora, y el público lo subraya con acalorados aplausos dirigidos por los conductores de la basura televisiva. No hay reglas; es la ley del más bestia, del más chulo, del que peor huele.
No conozco en el mundo televisión más nauseabunda, más vulgar, más hortera, más degradada. Dicen que es la tiranía de la audiencia, que es lo que la gente quiere. Y si así es, podemos concluir que en nuestro país el nivel cultural ha tocado fondo. No se puede llegar más bajo.
Parece que la dictadura de la audiencia es la “verdadera democracia” en televisión, y la ley del mercado es la clave de la verdadera libertad. Si lo ve mucha gente vende más y la gente se pirra por la basura. Pero, ¿por qué nos gusta la basura? ¿Nos gusta porque nos han acostumbrado a ella o ya éramos antes tan necios como para tragarnos sin rechistar y alborozados las dosis de imbecilidad televisiva que nos meten con embudo cada día en nuestras pantallas? ¿O es al contrario, será que la televisión nos da sólo aquello que somos capaces de asimilar? ¿Seremos verdaderamente tan memos los españoles? Cuando hace algún tiempo, en la época del gobierno anterior, un dirigente socialista dijo que habría que revisar los contenidos de la televisión, y que con su partido en el gobierno no habría programas como Gran Hermano, todos los caricatos y bufones de esas televisiones se le tiraron al cuello tildándole de censor y antidemocrático. Ahora ese político está en el gobierno, pero seguimos tragando grandes hermanos.

El “parnaso” cultural que nos ofrece la televisión de cada día es la fuente de la que bebe nuestra sociedad a diario, y claro, así nos va. Niños, jóvenes, adolescentes, adultos. El proceso de idiotización colectiva es lento –o tal vez no tanto- pero seguro. Los modelos culturales e ideológicos que nos ofrece la caja más tonta que nunca son absorbidos con celeridad por nuestros jóvenes y niños, y el resultado se transmite con rapidez a la convivencia cotidiana en las calles, en el vecindario, en el trabajo, en la familia. En la sociedad española ha desaparecido la cortesía, los buenos modales, el respeto a los mayores, la amabilidad, y las relaciones humanas de cada día son cada vez menos humanas e impregnadas de agresividad. ¿Hasta qué punto ha influido la telebasura –que es casi decir la televisión- para que hayamos llegado a este punto? ¿Y cuál es su influencia en unas aulas de primaria y sobre todo de secundaria y bachillerato en la que los docentes se ven desbordados por unos hábitos y modelos de los alumnos que maman cada día en la caja tonta?
Los niños imitan a esos personajes mitad realidad, mitad ficción. Son los ídolos que la televisión les vende y los niños son esponjas. Una encuesta reciente dice que un niño español ve cada día entre tres o cuatro horas de televisión. No hay niño o adolescente que no se empape, a veces con regularidad, de la basura que nos regalan cada día nuestras televisiones. Ahora, cuando ya una parte de la sociedad hastiada clamaba a gritos por un control, por una limitación de tanta pestilencia televisiva, parece que la clase política ha empezado a reaccionar y se empiezan a establecer tímidas regulaciones, restringidas, eso sí, a lo que llaman ingenuamente “horario infantil”. Que se den una vuelta por las aulas de Primaria y Secundaria los comités de sabios reguladores y verán que poco tardan en darse cuenta de que el “horario infantil” real es de veinticuatro horas. Que los padres no ejercen ningún control sobre lo que ven sus hijos, y que se lo tragan todo, a cualquier hora del día o de la noche, muchas veces desde el televisor privado de su habitación. ¿Cómo pueden ser tan ingenuos?
Y con este lastre que traen de casa, ¿qué pinta un humilde maestro o profesor de secundaria, tiza en ristre, tratando de enseñar a dialogar, a argumentar, a razonar, a ser críticos, a ser tolerantes, a respetar, a ser solidarios? ¿O a algo tan antiguo y desfasado como a hablar con corrección y propiedad nuestra lengua, a enriquecer el vocabulario, a hablar con elegancia y cortesía? ¿Qué puede hacer un pobre maestro delante de un grupo de chicos y chicas empapados de la basura televisiva que se les vende como el paradigma de la libertad y la modernidad? Es poco menos que un marciano, que un loco, que un inadaptado, que un lunático.
Sin embargo eso debe ser la escuela del siglo XXI: transgresora, revolucionaria. En una sociedad mediatizada por una escala de valores basados en el consumo indiscriminado y la alienación colectiva con la televisión como principal aliado, la escuela debe alzar la voz y disentir para romper, de un modo u otro, ese perverso círculo vicioso. Si la escuela ha ejercido en muchas épocas de la historia un papel trasgresor, ahora, en la sociedad plástica del siglo XXI debe serlo más que nunca. La televisión se ha convertido en un dios alienante y perverso. Y la escuela, por desgracia, debe ser su rival. O intentar aportar lo que pueda a esta desigual lucha. He aquí una lista de palabras revolucionarias, relegadas en la televisión al ámbito de lo marginal y obsoleto y denigradas por su falta de rentabilidad comercial: respeto, solidaridad, tolerancia, civilidad, urbanidad, cortesía, amabilidad, dignidad, honradez, generosidad, humanidad, fraternidad. La lucha es definitivamente desigual: es David contra Goliat, es un ratón contra un dinosaurio. Nadar contra corriente no es fácil, y la lucha parece una batalla perdida de antemano. Pero la escuela tiene que intentarlo, es su labor revolucionaria que se le ha encomendado en estos tiempos. ¿Conseguirá la escuela desligarse de los hedores de la telebasura? Porque de lo contrario, si la escuela se mimetiza con grandes hermanos y pasa a ser parte del circo, estamos perdidos. Habremos tocado fondo, ahora definitivamente. Y no estamos lejos de conseguirlo.