17 de septiembre de 2007

Colombo y los McCann

Confieso que siempre he sido un apasionado de la histórica teleserie Colombo. El personaje magistralmente encarnado por Peter Falk, aquel detective incorregiblemente despistado, de ascendencia italiana, aspecto descuidado, eterna gabardina raída, omnipresente puro en la boca (incluso en aquellos tiempos ya le regañaban por fumar en las casas, qué premonitorio), desaliñado, voz cazallera y rota, modales torpes, hablar lento y entrecortado, con aspecto de infeliz pordiosero. Un perfecto antihéroe, chaparro, despeinado, sin afeitar, desplazándose por la ciudad con un cacharro de cuatro ruedas viejo y destartalado, que contrastaba siempre con la impecable presencia de sus antagonistas, elegantes, ricos y refinados, que conducían imponentes descapotables o espectaculares limosinas.
La estructura de la serie siempre era similar: se producía un crimen en un ambiente exclusivo, muchas veces aristocrático. Nuestro singular y desaliñado detective, al que se le asignaba el caso, deambulaba despistado por lujosas mansiones, entre mayordomos y doncellas, y a duras penas accedía a los familiares y allegados de la víctima, personas de alta alcurnia cuyo hondísimo pesar por la reciente y trágica pérdida nunca les hacía perder sus exquisitos modales. Miraban al entrañable Colombo con conmiseración, y le trataban con desdén y displicencia, más como a un criado que como al responsable de la investigación. En el fondo estaban encantados de que les hubieran enviado para desentrañar la trama a un detective tan torpe y malhadado, que iba tropezando entre vasijas de porcelana y candelabros, pues entre esos allegados de la víctima, aparentemente destrozados por el dolor, estaba indefectiblemente el criminal. Luego resultaba que ese detective tosco y bonachón que parecía memo era un lince de mucho cuidado, y siempre pillaba al asesino que se quedaba con tres palmos de narices.
Los guiones eran excelentes, y tanto la preparación del crimen como la ocultación de su autoría se ejecutaban con una meticulosidad absoluta, con un cálculo milimétrico, con el enrevesamiento exagerado propio de la ficción, pues ficción era y como tal la disfrutábamos sus incondicionales. Los guiones guardaban un relativo equilibrio entre lo difícilmente posible y lo descaradamente fantástico, y ese componente de exageración era parte indudable de su éxito.
Si algún capítulo de Colombo hubiera comenzado con un matrimonio de prestigiosos médicos, jóvenes, ricos y bien parecidos, que denuncian la desaparición de su hija de seis años mientras veraneaban en una exclusiva playa, hubiera podido encajar con el perfil de un guión típico de la serie, aunque algo despiadado, pues la víctima no recuerdo que nunca fuera un niño. Ahora bien, si los padres organizaran una campaña mediática de búsqueda de la niña a nivel planetario, involucrando a gobiernos, televisiones, países enteros y al mismo Papa de Roma mientras recaudaban millones de euros de donaciones, el espectador empezaría a tildar al guionista de exagerado y hasta el más audaz televidente habría descartado en sus predicciones a la encantadora pareja como posibles sospechosos de tamaña crueldad. Nadie hubiese creído capaces a unos padres ejemplares de una teatralidad tan perfecta y de una conspiración tan elaborada y maquiavélica. Totalmente imposible, habría vaticinado el espectador.
Y si después en la misma serie aparecieran restos de sangre de la niña disimulados en las paredes de su apartamento o en el maletero del coche que la adorable pareja de padres ejemplares habían alquilado dos semanas más tarde, habríamos despachado al guionista por delirante, y haber confundido el género policiaco con la ciencia-ficción.
Así que el ya celebérrimo caso de los McCann y la niña Madeleine, no es ya que supere por goleada a la ficción; es que la humilla, la ningunea y la deja en paños menores.
Escribo esto varios días antes de que se publique, con lo que puede que para cuando ustedes lo lean el episodio de Colombo más apasionante de la Historia haya dado un nuevo e inesperado giro que me siento absolutamente incapaz de predecir. En este punto se encuentra el thriller más seguido a nivel mundial en la historia de la televisión. En vivo y en directo, y en conexión simultánea con todos lo medios de comunicación del mundo. Así es ahora la aldea global de la que habló McLuhan en los años sesenta, pero que nunca siquiera soñó que llegara a los actuales extremos.
Lo realmente triste es que no es un thriller, ni una película de ciencia ficción, ni siquiera un reality show. Todo es descarnadamente real, y hay una niña de seis años desaparecida o muerta. Ojalá que el epílogo de la historia sea la aparición de la niña sana y salva, que además de ser el más cinematográfico de los posibles por su escasa verosimilitud, convertiría el mundo, por unos minutos, en un lugar una pizca más cuerdo y habitable.

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