18 de febrero de 2009

La "condena" de escuchar castellano

Cuando llega la hora de escribir mi artículo de los lunes, y puesto que El Faro me da la libertad de escribir sobre lo que me plazca y me desahogue como quiera, suelo ojear en internet periódicos diversos, españoles y extranjeros, buscando algo pintoresco que me llame la atención y que difiera de la letanía informativa con que nos han castigado (por necesidad informativa, no los culpo) todos los medios durante la semana: que si la crisis, que si el espionaje de Madrid, que si la cacería de Garzón…Y no me gusta ser recurrente, pero hay que reconocer que el diario Avui, periódico ultranacionalista catalán subvencionado por la Generalitat, es una verdadera mina. Nunca me defrauda.
Les cuento la última. Hace un par de días, y como noticia destacada en portada en su edición digital figuraba el siguiente titular, que traduzco del catalán: “Terribas admite el error de entrevistar a José Bono en castellano”. Sí, han leído bien, no hay ningún error: no han dicho en eslovaco, bereber o suahili, sino en castellano. Se lo explico, si es que puedo. Resulta que en la TV3, televisión pública de Cataluña, entrevistaron a José Bono, presidente del congreso, conocido y orgulloso manchego. Y la presentadora cometió la infamia de hacerlo en castellano en lugar de catalán, habida cuenta del origen del entrevistado y tal vez sabiendo que el castellano no sólo es la lengua materna de la mitad de la población de Cataluña, sino la que todos los catalanes entienden a la perfección. Además de ser lengua oficial, asunto que hace ya tiempo que el Parlamento catalán se pasa por la entrepierna. Pues bien, craso error el de la presentadora. Gravísima afrenta a la patria catalana. Se pide la cabeza de la presentadora y la de la directora de TV3, Mònica Terribas. Utilizar el castellano en la televisión pública catalana es algo totalmente prohibido e inadmisible para sus instituciones, hasta el punto de que la señora Terribas ha tenido que comparecer ante el Parlamento catalán y reconocer el “error” de la cadena por haber cometido ignominia de tal calibre. Pero no se pierdan las palabras de la diputada de Convergencia i Unió que interpeló a la señora Terribas, ante el horrible desatino de la presentadora de su cadena: “De esta manera se condena (sic) a la audiencia a ver la entrevista en castellano. (…) No se puede priorizar la eficacia comunicativa al uso del catalán”. No se asombren, han leído perfectamente. Para la diputada de CiU, una señora de apellido Ortega (de origen catalanísimo, como se puede deducir), la eficacia comunicativa no debe ser prioritaria en un medio de comunicación. Y que la audiencia tenga que oír una entrevista en castellano es una “condena”. Vamos, que sólo le ha faltado llevar el tema al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo o denunciarlo ante Amnistía Internacional. ¡Pobre audiencia, qué “condena”, tener que oír una entrevista en el maldito castellano!
Pero así es el nacionalismo catalán. Después se llevan las manos a la cabeza cuando algún medio (como “The Independent”, prestigioso diario progresista británico), por ejemplo, dice que el castellano sufre persecución política en Cataluña. Que va, están locos, los que dicen eso son unos “fascistas”, suelen reaccionar los verdaderos fascistas totalitarios y excluyentes. Y conste que no me refiero a Cataluña ni al catalán, pueblo cuya cultura, carácter y lengua admiro, sino a los impostores politicastros que actúan en su nombre.
Pero no es de extrañar. Un tal Salvador Sostres, columnista del referido diario subvencionado por los impuestos de todos los catalanes y que fue tertuliano de “Crónicas Marcianas” (con eso se dice todo) escribió hace tiempo en un artículo titulado “Hablar español es de pobres”: “En Barcelona hablar en español es muy hortera, yo solamente lo hablo con la criada y con algunos empleados. Es de pobres y de horteras, de analfabetos y de gente de poco nivel hablar un idioma que hace este ruido tan espantoso al pronunciar la jota”. Esto se escribe en un diario de ideología afín a la totalitaria de ERC, partido que lleva la palabra “izquierda” en sus siglas, lo que no es óbice para que un columnista suyo afirme utilizar el castellano sólo con su criada y empleados, por ser lengua de pobres. (Aunque no tenía reparos en utilizarlo para decir mamarrachadas en “Crónicas marcianas”, previo pago, eso sí). Y si uno se mete en los foros de este diario, cuyos lectores suelen ser fanáticos de un partido que se nombra a sí mismo como “Izquierda”, observará que el insulto favorito hacia los “españoles” es el de “muertos de hambre”, entre otros cuantos mucho más castizos referidos a nuestras madres y difuntos. Convendrán conmigo en que el izquierdismo de este partido es, cuando menos, bastante peculiar. No sé, para mí se asemeja bastante más al fascismo más bastardo y xenófobo, pero puedo estar equivocado. De hecho el otro día escuché decir en televisión a mi idolatrado Carod Rovira, uno de sus caudillos, repetir eso de que en España hay “anticatalanismo”. Claro que sí, buen hombre, a la vista está.

2 de febrero de 2009

Ese apéndice intruso e impertinente

Millones de años lleva el hombre sobre la Tierra sobreviviendo, mal que bien, sin ese apéndice imprescindible incorporado en los últimos años a su naturaleza llamado teléfono móvil (¿en qué estaban ustedes pensando?), y aunque se hayan producido en el devenir de la Historia guerras, hambrunas, epidemias, hecatombes, y todo tipo de miserias colectivas, no me consta que ninguna de ellas se haya debido a la ausencia del teléfono móvil.
Decía Julio Cortázar es su magistral “Historias de cronopios y de famas” que cuando te regalan un reloj “te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”. El teléfono móvil, además de las servidumbres hacia el reloj de Córtazar, va mucho más lejos.
Como la mayoría de mi amable media docena de lectores, pertenezco a esa clase de bípedo que ha asistido a esa fundamental transición histórica consistente en la separación de dos etapas perfectamente delimitadas en la Historia: la era pre-móvil y la era post-móvil. Sugiero a nuestros futuros historiadores y antropólogos que se planteen muy seriamente este punto de inflexión de la vida en el planeta a la hora de definir las etapas de la Historia de la Humanidad.
Conocí una época –tal vez ustedes también la recuerden, si hacen memoria- en que cuando uno salía de su casa se transformaba en un ser que gozaba de un cierto albedrío respecto a su independencia e intimidad. Nadie podía interferir con tu relativa libertad, y si tenías necesidad de llamar desde la calle por teléfono a alguien (a una casa u oficina, claro) acudías a unos simpáticos cubículos situados en las aceras, que acogían en su interior un teléfono que funcionaba con monedas y que recibían el nombre de cabinas telefónicas. ¿Se acuerdan? (Bueno, la verdad es que no solían funcionar nunca).
En aquella época el ser humano carecía de ese apéndice sonoro gracias al cual ahora cualquier persona debe estar a disposición de cualquier otra a cualquier hora del día o de la noche. Gracias a este descomunal avance tecnológico ahora está permitido y es de gran aceptación social que cualquier hombre o mujer, particular o empresa, que posea el número de tu apéndice comunicativo haga una incursión en tu vida cuando le plazca (sea para saludarte, decirte dónde se encuentra o intentar venderte un seguro), interrumpa una conversación entre amigos, haga que se te enfríe en el plato tu comida favorita, te obligue a hacer juegos malabares para contestar mientras, cargado de bolsas, recibes las vueltas de la cajera del supermercado, te despierte de una apacible siesta, te acompañe sin haber sido invitado en ese paseo que pretendías en soledad por el parque o la playa, se cuele de carabina o sujetavelas en el momento álgido de una cena romántica con tu pareja o se meta de voyeur sonoro en el que podía haber sido, si no hubiera sido por la llamadita, el coito del año. El móvil no tiene zonas restringidas.
Alguien dirá que uno siempre tiene la posibilidad de apagarlo. Cierto. Pero la perversión del deplorable hábito social ha llegado al punto de que, tener el móvil apagado “sin causa justificada” es considerado por muchas personas como reprochable. Vamos, que, si me apuran, lo consideran una falta de educación. “¿Para qué tienes móvil si lo llevas apagado?”, me han llegado a reconvenir con severidad.
Y sin embargo es perfectamente aceptable tener que soportar en cualquier lugar público, no solamente las inefables melodías con que a veces se conectan los aparatitos, sino torturantes conversaciones privadas mantenidas a voz en grito sin el menor pudor ni rubor, que te hacen partícipe involuntario de la información del estado de la relación de Maripuri con su novio, las aventuras sexuales de la noche anterior de Pepe el Kiyo, o del último chanchullo para no pagar a Hacienda entre dos socios de trapicheo, sin que a nadie le importe una higa que sus apasionantes asuntos interfieran con la lectura de mi libro o de esa reflexión tranquila que uno pretendía mantener en un relativo silencio. ¿Se acuerdan cuándo uno podía permitirse el lujo de leer o dormir en un tren? ¡Qué tiempos aquellos!
Yo seguiría hablándoles de las innumerables virtudes de tan espléndido aparato, pero me van a disculpar: además de que se me ha acabado el espacio, está sonando mi móvil.