31 de diciembre de 2008

Sobrevivir a las navidades

Si usted, amable lector, es de los que piensa que las navidades son unas fiestas maravillosamente entrañables, llenas de alegría y diversión, amor y fraternidad, en las que se reúne la familia en deliciosa armonía y concordia y son, en definitiva, los días más felices del año, le ruego no siga leyendo. Si realmente así lo cree, disfrútelas, se lo deseo de corazón. Aún le quedan algunos días. Pase a otro artículo y felices navidades.
Si por el contrario piensa que preferiría pasar esta época del año recluido en Guantánamo realizando trabajos forzados o secuestrado por las FARC en la jungla antes que padecer la parafernalia y rituales inevitables de tan señaladas fechas, tal vez encuentre algo de sintonía en este dramático lamento del que suscribe.
¿Qué son las navidades? En teoría la festividad religiosa en que se celebra la venida al mundo de Jesucristo (que por cierto nació en verano del año 6 antes de Cristo, según han averiguado los estudiosos del asunto, pero claro, a ver quién es el guapo que se pone a hacer muñecos de nieve y pegarse atracones de pavo en plena canícula, así que nos apañamos como está). Pero, ¿quién se acuerda de eso? Más bien la gente se acuerda sin saberlo de Pepín Fernández, que hace bastantes menos años montó una pequeña sastrería en Madrid llamada El Corte Inglés, que cedió a Ramón Areces mientras él abría unos almacenes llamados Galerías Preciados, y después ya sabemos todos lo que pasó. Celebramos San Elcorteinglés, San Villancico, San Ildefonso del Niño, Santa Borrachera, San Alkasetzer y Santa Resaca del Niño Jesús. Y, por supuesto, Santa Visa Oro, mártir, muy mártir, pero no precisamente virgen.
Y si las navidades se redujesen a dos o tres días, pues vale, con paciencia y resignación se soportan como sea. Pero no. A mediados de diciembre empiezan sus negros augurios, pintados generalmente de rojo y espantosos angelotes mofletudos que iluminan las calles y fachadas. Las contribuciones de las navidades a la desesperación del ser humano más comedido son numerosas, pero me limitaré a señalar las más significativas.
Se suele empezar por la lotería. Lotería en el trabajo, en la tienda de la esquina, en el bar, en la parroquia, en la frutería, en el colegio de los niños, en el gimnasio, en la peña futbolística, en el puticlub…Y claro, hay que comprar velis nolis, no vaya a ser que le toque al cretino de Sisebuto el contable o a la bruja de Doña Consuelo la del cuarto, y yo me quede a dos velas. Eso sí que no. Y luego están las almas caritativas que, en un desprendido gesto de amor y generosidad, te regalan lotería. Qué alegría, olé, olé. Ahora me toca corresponder, comprar tanta lotería como he sido regalado y hacer lo propio. Hala, ponte a hacer la cola más larga y estúpida del planeta delante de la doña Manolita de turno y a repartir participaciones. En resumen: aborrezco la lotería, pero me he gastado medio sueldo en ella para acabar diciendo el día 23 aquello de “lo importante es que haya salud”, sentencia original donde las haya. Aunque sólo hay una cosa peor a que no te toque: que te toque el reintegro en el número al que has dado participaciones a 87 personas. Las consecuencias son sencillamente catastróficas. Ah, y los reportajes televisivos del día siguiente con los afortunados. Es difícil superar cada año lo hortera, casposo y chabacano del año anterior, pero generalmente lo consiguen. Muy meritorios los reporteros.
Luego suelen empezar las comidas y cenas de trabajo. Comidas de cuarenta, cincuenta, ochenta personas. Comidas de cuarenta, cincuenta, ochenta euros. Y hay que ir, claro, hay que ir, porque si no eres un antipático y un insociable. Las mujeres se barnizan y cuelgan abalorios y los hombres se encorbatan. Primero está la pelea por coger un puesto de forma que tus vecinos de mesa no transformen tu comida en una tragedia griega o en una tortura china. Después está el discurso y felicitación general del jefe, que aguantas estoicamente mientras ves con desesperación cómo las croquetas del aperitivo se enfrían y otros comensales disimuladamente ya están dando cuenta del jamón ibérico. A ti te pilla cerca del jefe y no puedes hacer las pertinentes maniobras, así que cuando acaba sólo quedan las croquetas. Frías, claro. El transcurso de la comida puede tener varios derroteros, entre los cuales ninguno se aproxima al éxtasis, no siendo infrecuente ni el peor contemplarte a ti mismo rodeado de ochenta personas, en otras ocasiones respetables y sensatas, beodas y desafinando con verdadera alevosía el chiquirriquitín, los peces en el río y joyas semejantes de nuestro acervo tradicional navideño. Afortunadamente el rioja suele anestesiar bastante y de alguna manera nos hace inconscientes de lo patético del momento. La mañana siguiente ya es otro día.
Después vienen las compras. Grandes almacenes comparables con desventaja a campos de concentración o vagones de ganado, con la sustancial diferencia de que en los primeros acudimos de manera voluntaria, además de que se paga, y mucho, por la estancia, y suena con machaconería y crueldad el “campana sobre campana”. Encontrar en esos recintos de exterminio una empleada que te atienda es bastante más difícil que conseguir una cita con Nicole Kidman. Así que esperamos pacientemente entre el sudor general y el olor a choto, cargados de regalos, una larga cola para conseguir que la cajera, con prisas y malos modos, nos cobre y adelgace un poco más nuestra ya escuálida tarjeta de crédito. Y luego hacemos lo propio para que alguien nos envuelva los paquetes con papel de regalo adornado con papás noeles y estrellitas de colores. Con suerte, media hora más de “campana sobre campana”. Si cuando estás saliendo por la puerta entre empellones te das cuenta de que se te ha olvidado el regalito de tu sobrino Borja Luis, no son improbables los pensamientos suicidas.
¿Y que me dicen de las dos grandes e irremediables cenas? Ambas darían para una antología del sainete, desde la elección de la casa, el menú, los invitados, la vestimenta, los prolegómenos y el epílogo. Suegros, nueras, yernos, cuñados y demás parentela forman un contubernio a caballo entre “Aquí no hay quien viva” y el camarote de los hermanos Marx, si hay suerte y la noche no se pone lacrimógena. Superado el trago a base de tragos hay que volver a casa con una tajada respetable, pero con suficiente habilidad para ir esquivando petardos, adolescentes borrachos y botellas voladoras; qué noche tan bonita, la Nochebuena. La Nochevieja es parecida, con el agravante de tener que aguantar los resúmenes del año en televisión, la retransmisión de las campanadas por Ramón García (¡que espanto!), las burbujas de Freixenet y el conato de atragantamiento y asfixia tratando de engullir en un tiempo imposible doce uvas que han costado como doce bogavantes. Y después muchos más petardos, muchos más borrachos y muchas más botellas voladoras: no hay mejor forma de empezar el año.
Y no me ha quedado espacio para hablar de Papá Noel, el arbolito con sus bolitas, el aguinaldo, los Santos Inocentes, el nacimiento y los caganers, los polvorones, la subida del colesterol y el abultamiento de barrigas y michelines, de los Reyes Magos y sobre todo de la magia necesaria que éstos deberán realizar para evitar que la visa no se desintegre o fallezca por extenuación.
En fin, que si usted está leyendo estas líneas, consuélese pensando que este año lo peor ya ha pasado. Sólo queda Nochevieja, Reyes Magos y se acabó. Dentro de unos días estará usted de nuevo en el tajo, es decir, en la mismísima gloria. Habrá sobrevivido, un año más, a las entrañables navidades.

14 de diciembre de 2008

El culo de Tardà

“Tú puedes ser el culo que buscamos”, reza una campaña de un pueblo de Lérida para encontrar el culo más apropiado para representar al tradicional “caganer” en un belén viviente, figura consistente en un pastor defecando que no puede ni debe faltar en belén catalán que se precie. Por lo visto están incluso realizando un exhaustivo casting, con objeto de que el trasero elegido sea el idóneo para tan importante evento.
En realidad creo que no hay necesidad de casting. El “caganer” perfecto, ideal e inconmensurable –en todos los sentidos posibles de la palabra- lo tienen en casa, en la figura del ínclito e iluminado diputado de ERC Joan Tardà. Porque, a tenor de sus últimas declaraciones políticas parece obvio que es la referida parte de su anatomía la que más emplea para la elaboración de sus pensamientos y actuaciones públicas.
Hace un par de semanas, ebrio de gozo en un mitin ante sus chicos patriotas independentistas, en el que se quemó públicamente un ataúd que representaba la Constitución Española, lo acabó con los entusiastas gritos de “Viva la República, muerte al Borbón”. Nada que objetar, ya sabemos que en este país la libertad de expresión es ilimitada, especialmente cuando son los nacionalistas los emisores del exabrupto. No obstante, al ser interpelado respecto a sus arengas, el valiente republicano dijo que no se refería al actual monarca, el rey Juan Carlos, sino a Felipe V. En otras palabras, que nuestro brillante orador rectificó con uno de los argumentos más estúpidos que puedan argüirse, pues no parece muy coherente desear la muerte de alguien que lleva muerto nada más y nada menos que 262 años. Es decir, que o pensaba que Felipe V seguía vivo (cosa que no es de extrañar dada la cultura del personaje), o sencillamente se lo hizo en los pantalones. Me inclino por lo segundo, por lo que ya ven que el señor Tardà como “caganer” no tiene precio, volumen de su trasero aparte.
Y la última defecación intelectual del genial personaje nos afecta particularmente a los que vivimos en Ceuta, y más concretamente a los docentes. No ha tenido mejor idea el visionario político independentista catalán que pedir en el Congreso que en el sistema escolar de Ceuta y Melilla se enseñe el idioma “tamazig”, lengua cuya oficialidad ya había reivindicado para las ciudades autónomas. Me parece estupendo, qué brillantez, qué ingenio, Sr. Tardà. Si no fuera por algunos banales detalles. En primer lugar él es un político independentista catalán, que dice no ser español, por lo cual no veo con qué coherencia se interesa en cómo organicen su vida y convivencia los habitantes de dos ciudades españolas (por tanto para él extranjeras), cuya españolidad, por cierto, tampoco reivindica. Salvo que pretenda anexionarlas al imperio de los Países Catalanes (en cuyo caso no concebiría que en Ceuta y Melilla se hablase jamás otra lengua que no fuese catalán), no lo acabo de entender. En segundo lugar, parece que el Sr. Tardà no tiene la menor idea de qué es el tamazig, cosa que tampoco me extraña si también piensa que Felipe V sigue vivo. El tamazig es una lengua de carácter casi exclusivamente oral hablada en algunas zonas del norte de Marruecos, es decir, es el bereber de la zona del Rif. Hasta hace muy poco tiempo ni siquiera tenía carácter oficial en Marruecos. En Ceuta apenas se habla; se utiliza mucho más el daríya, la variante dialectal del árabe marroquí. En Melilla el tamazig se habla más, dada la procedencia de la mayoría de los habitantes musulmanes de esa ciudad. Pero ni en una ciudad ni en la otra existe, que yo sepa, ningún tipo de demanda social real para que las lenguas marroquíes se enseñen en las escuelas, al menos de forma obligatoria. Más bien al contrario: por razones obvias la mayoría de los padres musulmanes lo que realmente están interesados es que sus hijos aprendan y hablen perfectamente el castellano, cosa que, en ciertos casos, dista de la realidad. Así que, ¿cuál será el interés real del catalanista Tardà en su injerencia en la política lingüística de Ceuta y Melilla? Parece claro que sus motivaciones no son precisamente de orden cultural, sino bastante más bastardas. A él todo lo que sea “desespañolizar” le gusta, aunque sea a miles de kilómetros de su quimérica patria catalana, ni nadie le haya dado ninguna vela en este entierro, ni tenga repajolera idea acerca de la sociedad ceutí y melillense y mucho menos de lo que es el tamazig, palabra que seguramente habrá tenido que buscar en la Enciclopedia Catalana antes de hacer su pintoresca propuesta ante el Congreso español.
Lo dicho, señores de Lérida. No busquen más en su casting: tienen muy cerca al “caganer” ideal.
Y si algún día hacemos en Ceuta un belén viviente con “caganer”, le llamaremos, Sr. Tardà, aunque, eso sí, antes tendrá que aprender tamazig. Coherencia obliga.

8 de diciembre de 2008

Educación y violencia de género

No sé cuántas mujeres han sido ya asesinadas por sus parejas o ex parejas en España en lo que va de año. Creo que sesenta o setenta. Son, ciertamente, muchas. Pero aunque fuera solamente una, también serían demasiadas.
No hay ninguna sociedad en el mundo exenta de violencia, de crímenes, de asesinatos. Ni probablemente la habrá. Es una de las muchas taras de la condición humana. La gente mata por ambición, por dinero, por odio, por venganza, y tal vez por otras razones que tal vez en estos momentos no alcanzo a definir con precisión.
Pero la llamada “violencia de género” (de acuerdo, lo llamaré así: los postulantes de este aberrante término han ganado la batalla) tiene una característica especial. El asesino –generalmente un hombre- no mata por dinero, ni venganza, ni ambición. Mata por “amor”. Mata por “pasión”. Así lo cree y siente él. El crimen del hombre abandonado y despechado, o del traicionado por la mujer infiel (real o imaginariamente), o del celoso enfermizo, se produce siempre por un ser enajenado, patológicamente iracundo, que actúa bajo unas circunstancias ante las cuales no habrá ley ni derecho penal ni consecuencias capaces de disuadirlo. De hecho, en buena parte de los casos, tras cometer el crimen el asesino se suicida, es decir, se autoinflige la pena capital, llega él mismo en su condena mucho más allá de lo que podría ir el tribunal más severo que pudiera enjuiciarle. No le importa morir con tal de que muera también “su mujer” (posesión exclusiva). Ella no estará con él, pero tampoco estará jamás con ningún otro. O conmigo o con nadie, es el enfermizo análisis del asesino.
Por eso, si la severidad de las leyes y las penas puede tener un cierto efecto disuasorio en otro tipo de crímenes, no tiene absolutamente ninguno en los de género, antes llamados, con cierto romanticismo, crímenes pasionales. La pasión es un estado patológico, que exacerba el sentimiento y anula la razón, así que no habrá argumento basado en la lógica o el sentido común capaz de disuadirle de su atrocidad. El endurecimiento de las penas se ha demostrado inútil.
Otro intento por luchar contra este tipo de violencia ha sido el gran aparato mediático con que estos hechos se cubren, tal vez con la bienintencionada idea de la concienciación social del problema. No sólo también se me antoja ineficaz, sino que voy más allá: creo que en muchos casos puede resultar un estímulo y acicate para el potencial asesino. Su crimen, el de su “victoria”, abrirá los telediarios y copará las portadas de los periódicos. En las ciudades se guardarán minutos de silencio. Los ciudadanos se pondrán lazos de duelo. No sólo habrá conseguido el asesino su propósito, sino que logrará la celebridad, tal vez tras su propio suicidio. Toda España conocerá su “gesta”, todo el país sabrá que la “amaba” tanto que acabó por matarla. Además de ganar su partida particular, se habrá convertido en célebre. Un célebre asesino, pero célebre al fin. Y por “amor”. Por supuesto es una opinión personal, pero creo que los beneficios –concienciación social- pueden ser menores que los perjuicios. La fama, aunque macabra, puede ser un aliciente más para el homicidio. La Historia esta llena de casos; en estos momentos me viene a la cabeza el asesino de John Lennon. Por eso propongo –sé que es nadar contracorriente y quizás políticamente incorrecto- la discreción ante el crimen de género. Si el asesino no ha tenido la buena ocurrencia de suicidarse, que se pudra en la cárcel, pero no le demos ni un minuto de televisión ni celebridad.
Entonces, ¿qué hacer?
No hay una receta mágica. Pero si algo puede y debe servir para mitigar esta tara es la escuela, ese gran laboratorio de la sociedad que forja la personalidad y relaciones entre futuros hombres y mujeres. Es la Educación, una vez más y con mayúsculas. Creo que el papel de los educadores desde los primeros años de la infancia es decisivo. Sé que no digo nada nuevo ni descubro la pólvora, pero tengo la impresión de que se podría hacer mucho más de lo que se hace. Si el profesor es observador –y debe serlo- puede atisbar a potenciales futuros maltratadores en la escuela, en el instituto. Sus ademanes son inequívocos: chulería, altivez, prepotencia, gestos de superioridad hacia las chicas. Actitudes que las traen puestas de lo que probablemente ven en sus propias familias. Y aquí, en este umbral de la posible catástrofe es donde la escuela debe ponerse manos a la obra. Sin regatear medios ni esfuerzos: orientación psicológica, educación sexual, charlas con las familias. Todo es poco.
Porque lo que se haga después, una vez forjada la personalidad del maltratador, será baldío. Será, como ha quedado demostrado, demasiado tarde. Ni los jueces, ni la policía, ni los medios de comunicación podrán evitar el siguiente crimen. La escuela tal vez sí.