31 de diciembre de 2008

Sobrevivir a las navidades

Si usted, amable lector, es de los que piensa que las navidades son unas fiestas maravillosamente entrañables, llenas de alegría y diversión, amor y fraternidad, en las que se reúne la familia en deliciosa armonía y concordia y son, en definitiva, los días más felices del año, le ruego no siga leyendo. Si realmente así lo cree, disfrútelas, se lo deseo de corazón. Aún le quedan algunos días. Pase a otro artículo y felices navidades.
Si por el contrario piensa que preferiría pasar esta época del año recluido en Guantánamo realizando trabajos forzados o secuestrado por las FARC en la jungla antes que padecer la parafernalia y rituales inevitables de tan señaladas fechas, tal vez encuentre algo de sintonía en este dramático lamento del que suscribe.
¿Qué son las navidades? En teoría la festividad religiosa en que se celebra la venida al mundo de Jesucristo (que por cierto nació en verano del año 6 antes de Cristo, según han averiguado los estudiosos del asunto, pero claro, a ver quién es el guapo que se pone a hacer muñecos de nieve y pegarse atracones de pavo en plena canícula, así que nos apañamos como está). Pero, ¿quién se acuerda de eso? Más bien la gente se acuerda sin saberlo de Pepín Fernández, que hace bastantes menos años montó una pequeña sastrería en Madrid llamada El Corte Inglés, que cedió a Ramón Areces mientras él abría unos almacenes llamados Galerías Preciados, y después ya sabemos todos lo que pasó. Celebramos San Elcorteinglés, San Villancico, San Ildefonso del Niño, Santa Borrachera, San Alkasetzer y Santa Resaca del Niño Jesús. Y, por supuesto, Santa Visa Oro, mártir, muy mártir, pero no precisamente virgen.
Y si las navidades se redujesen a dos o tres días, pues vale, con paciencia y resignación se soportan como sea. Pero no. A mediados de diciembre empiezan sus negros augurios, pintados generalmente de rojo y espantosos angelotes mofletudos que iluminan las calles y fachadas. Las contribuciones de las navidades a la desesperación del ser humano más comedido son numerosas, pero me limitaré a señalar las más significativas.
Se suele empezar por la lotería. Lotería en el trabajo, en la tienda de la esquina, en el bar, en la parroquia, en la frutería, en el colegio de los niños, en el gimnasio, en la peña futbolística, en el puticlub…Y claro, hay que comprar velis nolis, no vaya a ser que le toque al cretino de Sisebuto el contable o a la bruja de Doña Consuelo la del cuarto, y yo me quede a dos velas. Eso sí que no. Y luego están las almas caritativas que, en un desprendido gesto de amor y generosidad, te regalan lotería. Qué alegría, olé, olé. Ahora me toca corresponder, comprar tanta lotería como he sido regalado y hacer lo propio. Hala, ponte a hacer la cola más larga y estúpida del planeta delante de la doña Manolita de turno y a repartir participaciones. En resumen: aborrezco la lotería, pero me he gastado medio sueldo en ella para acabar diciendo el día 23 aquello de “lo importante es que haya salud”, sentencia original donde las haya. Aunque sólo hay una cosa peor a que no te toque: que te toque el reintegro en el número al que has dado participaciones a 87 personas. Las consecuencias son sencillamente catastróficas. Ah, y los reportajes televisivos del día siguiente con los afortunados. Es difícil superar cada año lo hortera, casposo y chabacano del año anterior, pero generalmente lo consiguen. Muy meritorios los reporteros.
Luego suelen empezar las comidas y cenas de trabajo. Comidas de cuarenta, cincuenta, ochenta personas. Comidas de cuarenta, cincuenta, ochenta euros. Y hay que ir, claro, hay que ir, porque si no eres un antipático y un insociable. Las mujeres se barnizan y cuelgan abalorios y los hombres se encorbatan. Primero está la pelea por coger un puesto de forma que tus vecinos de mesa no transformen tu comida en una tragedia griega o en una tortura china. Después está el discurso y felicitación general del jefe, que aguantas estoicamente mientras ves con desesperación cómo las croquetas del aperitivo se enfrían y otros comensales disimuladamente ya están dando cuenta del jamón ibérico. A ti te pilla cerca del jefe y no puedes hacer las pertinentes maniobras, así que cuando acaba sólo quedan las croquetas. Frías, claro. El transcurso de la comida puede tener varios derroteros, entre los cuales ninguno se aproxima al éxtasis, no siendo infrecuente ni el peor contemplarte a ti mismo rodeado de ochenta personas, en otras ocasiones respetables y sensatas, beodas y desafinando con verdadera alevosía el chiquirriquitín, los peces en el río y joyas semejantes de nuestro acervo tradicional navideño. Afortunadamente el rioja suele anestesiar bastante y de alguna manera nos hace inconscientes de lo patético del momento. La mañana siguiente ya es otro día.
Después vienen las compras. Grandes almacenes comparables con desventaja a campos de concentración o vagones de ganado, con la sustancial diferencia de que en los primeros acudimos de manera voluntaria, además de que se paga, y mucho, por la estancia, y suena con machaconería y crueldad el “campana sobre campana”. Encontrar en esos recintos de exterminio una empleada que te atienda es bastante más difícil que conseguir una cita con Nicole Kidman. Así que esperamos pacientemente entre el sudor general y el olor a choto, cargados de regalos, una larga cola para conseguir que la cajera, con prisas y malos modos, nos cobre y adelgace un poco más nuestra ya escuálida tarjeta de crédito. Y luego hacemos lo propio para que alguien nos envuelva los paquetes con papel de regalo adornado con papás noeles y estrellitas de colores. Con suerte, media hora más de “campana sobre campana”. Si cuando estás saliendo por la puerta entre empellones te das cuenta de que se te ha olvidado el regalito de tu sobrino Borja Luis, no son improbables los pensamientos suicidas.
¿Y que me dicen de las dos grandes e irremediables cenas? Ambas darían para una antología del sainete, desde la elección de la casa, el menú, los invitados, la vestimenta, los prolegómenos y el epílogo. Suegros, nueras, yernos, cuñados y demás parentela forman un contubernio a caballo entre “Aquí no hay quien viva” y el camarote de los hermanos Marx, si hay suerte y la noche no se pone lacrimógena. Superado el trago a base de tragos hay que volver a casa con una tajada respetable, pero con suficiente habilidad para ir esquivando petardos, adolescentes borrachos y botellas voladoras; qué noche tan bonita, la Nochebuena. La Nochevieja es parecida, con el agravante de tener que aguantar los resúmenes del año en televisión, la retransmisión de las campanadas por Ramón García (¡que espanto!), las burbujas de Freixenet y el conato de atragantamiento y asfixia tratando de engullir en un tiempo imposible doce uvas que han costado como doce bogavantes. Y después muchos más petardos, muchos más borrachos y muchas más botellas voladoras: no hay mejor forma de empezar el año.
Y no me ha quedado espacio para hablar de Papá Noel, el arbolito con sus bolitas, el aguinaldo, los Santos Inocentes, el nacimiento y los caganers, los polvorones, la subida del colesterol y el abultamiento de barrigas y michelines, de los Reyes Magos y sobre todo de la magia necesaria que éstos deberán realizar para evitar que la visa no se desintegre o fallezca por extenuación.
En fin, que si usted está leyendo estas líneas, consuélese pensando que este año lo peor ya ha pasado. Sólo queda Nochevieja, Reyes Magos y se acabó. Dentro de unos días estará usted de nuevo en el tajo, es decir, en la mismísima gloria. Habrá sobrevivido, un año más, a las entrañables navidades.

14 de diciembre de 2008

El culo de Tardà

“Tú puedes ser el culo que buscamos”, reza una campaña de un pueblo de Lérida para encontrar el culo más apropiado para representar al tradicional “caganer” en un belén viviente, figura consistente en un pastor defecando que no puede ni debe faltar en belén catalán que se precie. Por lo visto están incluso realizando un exhaustivo casting, con objeto de que el trasero elegido sea el idóneo para tan importante evento.
En realidad creo que no hay necesidad de casting. El “caganer” perfecto, ideal e inconmensurable –en todos los sentidos posibles de la palabra- lo tienen en casa, en la figura del ínclito e iluminado diputado de ERC Joan Tardà. Porque, a tenor de sus últimas declaraciones políticas parece obvio que es la referida parte de su anatomía la que más emplea para la elaboración de sus pensamientos y actuaciones públicas.
Hace un par de semanas, ebrio de gozo en un mitin ante sus chicos patriotas independentistas, en el que se quemó públicamente un ataúd que representaba la Constitución Española, lo acabó con los entusiastas gritos de “Viva la República, muerte al Borbón”. Nada que objetar, ya sabemos que en este país la libertad de expresión es ilimitada, especialmente cuando son los nacionalistas los emisores del exabrupto. No obstante, al ser interpelado respecto a sus arengas, el valiente republicano dijo que no se refería al actual monarca, el rey Juan Carlos, sino a Felipe V. En otras palabras, que nuestro brillante orador rectificó con uno de los argumentos más estúpidos que puedan argüirse, pues no parece muy coherente desear la muerte de alguien que lleva muerto nada más y nada menos que 262 años. Es decir, que o pensaba que Felipe V seguía vivo (cosa que no es de extrañar dada la cultura del personaje), o sencillamente se lo hizo en los pantalones. Me inclino por lo segundo, por lo que ya ven que el señor Tardà como “caganer” no tiene precio, volumen de su trasero aparte.
Y la última defecación intelectual del genial personaje nos afecta particularmente a los que vivimos en Ceuta, y más concretamente a los docentes. No ha tenido mejor idea el visionario político independentista catalán que pedir en el Congreso que en el sistema escolar de Ceuta y Melilla se enseñe el idioma “tamazig”, lengua cuya oficialidad ya había reivindicado para las ciudades autónomas. Me parece estupendo, qué brillantez, qué ingenio, Sr. Tardà. Si no fuera por algunos banales detalles. En primer lugar él es un político independentista catalán, que dice no ser español, por lo cual no veo con qué coherencia se interesa en cómo organicen su vida y convivencia los habitantes de dos ciudades españolas (por tanto para él extranjeras), cuya españolidad, por cierto, tampoco reivindica. Salvo que pretenda anexionarlas al imperio de los Países Catalanes (en cuyo caso no concebiría que en Ceuta y Melilla se hablase jamás otra lengua que no fuese catalán), no lo acabo de entender. En segundo lugar, parece que el Sr. Tardà no tiene la menor idea de qué es el tamazig, cosa que tampoco me extraña si también piensa que Felipe V sigue vivo. El tamazig es una lengua de carácter casi exclusivamente oral hablada en algunas zonas del norte de Marruecos, es decir, es el bereber de la zona del Rif. Hasta hace muy poco tiempo ni siquiera tenía carácter oficial en Marruecos. En Ceuta apenas se habla; se utiliza mucho más el daríya, la variante dialectal del árabe marroquí. En Melilla el tamazig se habla más, dada la procedencia de la mayoría de los habitantes musulmanes de esa ciudad. Pero ni en una ciudad ni en la otra existe, que yo sepa, ningún tipo de demanda social real para que las lenguas marroquíes se enseñen en las escuelas, al menos de forma obligatoria. Más bien al contrario: por razones obvias la mayoría de los padres musulmanes lo que realmente están interesados es que sus hijos aprendan y hablen perfectamente el castellano, cosa que, en ciertos casos, dista de la realidad. Así que, ¿cuál será el interés real del catalanista Tardà en su injerencia en la política lingüística de Ceuta y Melilla? Parece claro que sus motivaciones no son precisamente de orden cultural, sino bastante más bastardas. A él todo lo que sea “desespañolizar” le gusta, aunque sea a miles de kilómetros de su quimérica patria catalana, ni nadie le haya dado ninguna vela en este entierro, ni tenga repajolera idea acerca de la sociedad ceutí y melillense y mucho menos de lo que es el tamazig, palabra que seguramente habrá tenido que buscar en la Enciclopedia Catalana antes de hacer su pintoresca propuesta ante el Congreso español.
Lo dicho, señores de Lérida. No busquen más en su casting: tienen muy cerca al “caganer” ideal.
Y si algún día hacemos en Ceuta un belén viviente con “caganer”, le llamaremos, Sr. Tardà, aunque, eso sí, antes tendrá que aprender tamazig. Coherencia obliga.

8 de diciembre de 2008

Educación y violencia de género

No sé cuántas mujeres han sido ya asesinadas por sus parejas o ex parejas en España en lo que va de año. Creo que sesenta o setenta. Son, ciertamente, muchas. Pero aunque fuera solamente una, también serían demasiadas.
No hay ninguna sociedad en el mundo exenta de violencia, de crímenes, de asesinatos. Ni probablemente la habrá. Es una de las muchas taras de la condición humana. La gente mata por ambición, por dinero, por odio, por venganza, y tal vez por otras razones que tal vez en estos momentos no alcanzo a definir con precisión.
Pero la llamada “violencia de género” (de acuerdo, lo llamaré así: los postulantes de este aberrante término han ganado la batalla) tiene una característica especial. El asesino –generalmente un hombre- no mata por dinero, ni venganza, ni ambición. Mata por “amor”. Mata por “pasión”. Así lo cree y siente él. El crimen del hombre abandonado y despechado, o del traicionado por la mujer infiel (real o imaginariamente), o del celoso enfermizo, se produce siempre por un ser enajenado, patológicamente iracundo, que actúa bajo unas circunstancias ante las cuales no habrá ley ni derecho penal ni consecuencias capaces de disuadirlo. De hecho, en buena parte de los casos, tras cometer el crimen el asesino se suicida, es decir, se autoinflige la pena capital, llega él mismo en su condena mucho más allá de lo que podría ir el tribunal más severo que pudiera enjuiciarle. No le importa morir con tal de que muera también “su mujer” (posesión exclusiva). Ella no estará con él, pero tampoco estará jamás con ningún otro. O conmigo o con nadie, es el enfermizo análisis del asesino.
Por eso, si la severidad de las leyes y las penas puede tener un cierto efecto disuasorio en otro tipo de crímenes, no tiene absolutamente ninguno en los de género, antes llamados, con cierto romanticismo, crímenes pasionales. La pasión es un estado patológico, que exacerba el sentimiento y anula la razón, así que no habrá argumento basado en la lógica o el sentido común capaz de disuadirle de su atrocidad. El endurecimiento de las penas se ha demostrado inútil.
Otro intento por luchar contra este tipo de violencia ha sido el gran aparato mediático con que estos hechos se cubren, tal vez con la bienintencionada idea de la concienciación social del problema. No sólo también se me antoja ineficaz, sino que voy más allá: creo que en muchos casos puede resultar un estímulo y acicate para el potencial asesino. Su crimen, el de su “victoria”, abrirá los telediarios y copará las portadas de los periódicos. En las ciudades se guardarán minutos de silencio. Los ciudadanos se pondrán lazos de duelo. No sólo habrá conseguido el asesino su propósito, sino que logrará la celebridad, tal vez tras su propio suicidio. Toda España conocerá su “gesta”, todo el país sabrá que la “amaba” tanto que acabó por matarla. Además de ganar su partida particular, se habrá convertido en célebre. Un célebre asesino, pero célebre al fin. Y por “amor”. Por supuesto es una opinión personal, pero creo que los beneficios –concienciación social- pueden ser menores que los perjuicios. La fama, aunque macabra, puede ser un aliciente más para el homicidio. La Historia esta llena de casos; en estos momentos me viene a la cabeza el asesino de John Lennon. Por eso propongo –sé que es nadar contracorriente y quizás políticamente incorrecto- la discreción ante el crimen de género. Si el asesino no ha tenido la buena ocurrencia de suicidarse, que se pudra en la cárcel, pero no le demos ni un minuto de televisión ni celebridad.
Entonces, ¿qué hacer?
No hay una receta mágica. Pero si algo puede y debe servir para mitigar esta tara es la escuela, ese gran laboratorio de la sociedad que forja la personalidad y relaciones entre futuros hombres y mujeres. Es la Educación, una vez más y con mayúsculas. Creo que el papel de los educadores desde los primeros años de la infancia es decisivo. Sé que no digo nada nuevo ni descubro la pólvora, pero tengo la impresión de que se podría hacer mucho más de lo que se hace. Si el profesor es observador –y debe serlo- puede atisbar a potenciales futuros maltratadores en la escuela, en el instituto. Sus ademanes son inequívocos: chulería, altivez, prepotencia, gestos de superioridad hacia las chicas. Actitudes que las traen puestas de lo que probablemente ven en sus propias familias. Y aquí, en este umbral de la posible catástrofe es donde la escuela debe ponerse manos a la obra. Sin regatear medios ni esfuerzos: orientación psicológica, educación sexual, charlas con las familias. Todo es poco.
Porque lo que se haga después, una vez forjada la personalidad del maltratador, será baldío. Será, como ha quedado demostrado, demasiado tarde. Ni los jueces, ni la policía, ni los medios de comunicación podrán evitar el siguiente crimen. La escuela tal vez sí.

24 de noviembre de 2008

Yo no veré la entrevista

No es la primera vez que comento en este rincón del periódico la repugnancia que me produce la telebasura. Y no es sólo por la indignación que me sacude que pisaverdes, zánganos, mamarrachos, zampabollos y rabizas de la más baja estopa se lleven el dinerito de todos –sí, de todos- por contar sus nauseabundas miserias en televisión, insultarse entre eructos fétidos y barriobajeros, chillarse con agudos sonidos guturales más propios de mandriles primitivos, desangrarse a dentelladas de lobos hambrientos (pero sin su elegancia y su nobleza), proporcionando a la audiencia un espectáculo en el que seres humanos se denigran y envilecen a requerimiento y provocación de unos supuestos periodistas, compuestos por una cuadrilla de arpías deslenguadas, marujonas, víboras y bujarrones, que deshonran y ensucian hasta la arcada su profesión, otrora tan hermosa e ilustre.
No sólo es por eso, que no es poco, sino mucho más por el devastador efecto que tan detestable circo ha ido poco a poco produciendo en nuestra sociedad, en nuestros niños, en nuestros jóvenes, en nuestra educación, civilidad y cultura, si aún nos queda algo de estos pintorescos valores en vías de extinción. A mi modesto parecer nunca se ha acertado a ponderar lo suficiente el ponzoñoso efecto de la telebasura española en los informes internacionales que valoran nuestros resultados escolares, situados a la cola de los países desarrollados. Porque si en algo somos verdaderos líderes y campeones del mundo, es en el pestilente mundo de la telebasura. Famosos en el mundo entero. Qué vergüenza. Primeros en telebasura; colistas en educación. Si tenemos en cuenta que cada niño español se mama unas dos o tres horas de televisión diarias, no es descabellado pensar en una más que probable relación causa-efecto.
Y si son cooperantes necesarios los paparazzi, ese hediondo subproducto del periodismo, y los haraganes chulescos y tarados que son pagados por airear en la televisión sus excrementos vitales cotidianos, los verdaderos responsables son aquellos que ponen la pasta para crear esta televisión de cloaca, que gracias a la numerosa audiencia que proporciona, les da unos dividendos ante los cuales cualquier escrúpulo moral se diluye. Poderoso caballero es don dinero.
Por eso saludo y aplaudo alguna iniciativa ciudadana que se empieza a crear, fruto del hastío, para luchar, dentro de nuestras posibilidades, contra esta indecente lacra. Como para conseguir audiencia todo vale, la última moda de Tele 5, la televisión de Berlusconi (¿de quién iba a ser?), es la de pagar dinerales a delincuentes, chorizos y estafadores de todo pelaje para que se den un baño de masas ante la cámara. Empezaron pagando a la mujer maltratada y por la que, por defenderla, estuvo a punto de perder su vida un valiente ciudadano, para que ella se permitiera el lujo de ensalzar a su chulo apaleador y vilipendiar a su defensor, que en esos momentos se encontraba en coma en un hospital de Madrid. Máxima audiencia, máxima pasta, máximo asco.
La semana pasada estuvo sentado en el plató del mismo programa el chorizo más célebre de la política española (aunque tal vez no el mayor), Roldán, y que por lo visto, tras los 1800 millones de pesetas que nos robó a todos los españoles, también recibió su cheque a cargo de la espléndida cadena. Pues parece que lo último que se prepara es pagar 350.000 euros a Julián Muñoz, corrupto estafador convicto, para que airee sus desfalcos (o lo que él quiera decir) en el mismo show, con la complicidad de las aves carroñeras con título de periodismo que también son generosamente pagados por colaborar para que no falte de nada en tan sórdido espectáculo.
En este punto, un puñado de voluntariosos ciudadanos de bien ha dicho: hasta aquí hemos llegado. Ya basta. Se acabó. O al menos, lo van a intentar. Y se ha iniciado una campaña –a la que me adhiero con fervor- para boicotear esta indignidad. La campaña se llama www.noveaslaentrevista.com, página que les invito –y hasta ruego- visiten, con el objeto de utilizar el único medio que tenemos para acabar con la telebasura: no consumirla. No tragarla. Aunque nos pique la curiosidad de ver a ese bribón repanchingado en el plató, reprimirla porque, al sintonizar esa cadena, estamos financiando su basura. E incrementando las arcas de un estafador. Y las de los buitres carroñeros que se hacen pasar por periodistas.
Quizás no lo consigamos, porque el dinero mueve el mundo, pero lo vamos a intentar. Desde luego, a mí que no me cuenten entre la audiencia. No pienso aportar un céntimo a Tele 5, y así hacer mi contribución benéfica a subvencionar chorizos, haraganes, canallas, estafadores, maleantes y periodistas carroñeros. Y si ustedes quieren verlo, ya saben a quienes están pagando.

9 de noviembre de 2008

El regreso de Mr. Marshall

Las elecciones estadounidenses (evitaré decir americanas, por ahora) han acaparado hasta la indigestión la actualidad en todos los medios de comunicación españoles, y probablemente los de la mayoría de los países del mundo. Comprendo la importancia que tenga en el mundo entero todo aquello que ocurra en el país más poderoso del orbe, pues lo que allí sucede, para bien o para mal, nos afecta a todos. Lo más triste es que el país que presume de ser el paradigma de las libertades democráticas tiene una cultura de participación ciudadana escasísima, un sistema electoral tan arbitrario y poco representativo que decenas de millones de votos no sirven para nada, y una inmensa mayoría de ciudadanos cuya incultura política (y general) les lleva a creer a pies juntillas lo que dicen sus gobernantes como si de palabra divina se tratase, cuando éstos no suelen ser más que instrumentos de los lobbies de las poderosísimas multinacionales que realmente mueven los hilos del mundo. Por ello la diferencia entre elegir a un presidente demócrata o republicano es en realidad poco significativa; aunque haya un presidente demócrata y de piel oscura (parece que es lo más llamativo esta vez, qué triste) seguirá habiendo cerca de la mitad de la población sin acceso a la sanidad pública ni privada, un gasto armamentístico con el que se podría eliminar la miseria el mundo entero, seguirá siendo más fácil comprar una pistola que fumar un pitillo y se seguirá aplicando la pena de muerte con inyección letal a seres humanos, a veces oligofrénicos, sin por ello dejar de presumir de ser el país de la libertad y las oportunidades para todos.
Y como su poder es omnímodo y traspasa fronteras, no se conforman con saltarse a la torera resoluciones de las Naciones Unidas, acuerdos internacionales sobre el medio ambiente, apoyar a dictadores o derrocar (o asesinar) a políticos elegidos democráticamente en cualquier lugar del mundo según su conveniencia, sino que nos imponen, con su peculiar criterio, su propia nomenclatura para ciertos conceptos que el resto del mundo no duda en aceptar sin rechistar, empezando por nosotros mismos.
“Bienvenidos americanos, os recibimos con alegría”, cantábamos en la genial parodia de Berlanga en Bienvenido, Mr. Marshall. Ya para entonces llamábamos todos América a los Estados Unidos y americanos a los estadounidenses. Decidieron quedarse para ellos solitos el nombre del maravilloso continente cuyo nombre recibió de Américo Vespuccio. Y sus hermanos menores y pobres del continente se lo cedieron con resignación, así que colombianos, mexicanos, argentinos o peruanos se refieren como americanos a los ciudadanos del país de las barras y estrellas, olvidándose, en una contagiosa epidemia de amnesia histórica, de que ellos también lo son. América, América, América. Lo demás es América Latina, apellido deshonroso con olor a miseria y subdesarrollo. Y todos lo repetimos como papagayos, coreando sumisos los dictados del Tío Sam. En las clases de Geografía de las escuelas de Estados Unidos (o sea, las americanas, para entendernos) se estudia América no como un continente, sino dos. Llegará el día en que aquí también lo estudiemos así, si no, al tiempo.
También un día decidieron inventar una raza y la llamaron hispana, o latina. Hasta hace poco tiempo, esta pintoresca forma de denominar a una gran cultura que casualmente es la nuestra, se limitaba a las fronteras interiores de los Estados Unidos. No suele faltar en sus impresos de filiación, desde matrículas universitarias a permisos de conducir, un apartado en el que uno debe señalar la raza a la que pertenece. Y entre esas razas (blanca, negra, asiática, etc.) figura indefectiblemente una, inventada por ellos como etnia, llamada “hispana” o “latina”. Asumiendo tal vez que los que hablamos español lo hacemos debido a nuestro origen étnico y no cultural, más de una vez me preguntaron, cuando vivía allí, si me consideraba blanco o hispano. Dura disyuntiva, vive Dios, qué respuesta tan difícil. Lo peor es que últimamente esta estupidez ha llegado a nuestro país, al mismísimo corazón de la cultura hispánica, y más de un medio de comunicación español teóricamente cabal ha repetido miméticamente el invento gringo, y no ha dudado en clasificar a los hispanos o latinos como una de las “razas” de Estados Unidos. Les juro que lo he oído. Así que, ya asumidas como propias las barbas de Santa Claus y la insufrible patochada de Halloween, sólo nos falta celebrar el día de Acción de Gracias trinchando el pavo en familia con un buen revólver en el cinto, y cantando, mano en el corazón, America the beautiful.

28 de octubre de 2008

El Babel español

Pienso que uno de los virus más lacerantes de la España moderna son los nacionalismos periféricos, surgidos con una cierta moderación en la transición posfranquista y llevados a la exacerbación en nuestros días, hasta convertir nuestro país en una especie de irregular amalgama de reinos de Taifas insolidarios, cuando no enfrentados.
Entre las muchas consecuencias negativas de esa especie de incipiente balcanización española, no es precisamente la menor la que podría llamarse la cuestión lingüística.
Las lenguas regionales españolas fueron justamente dotadas de reconocimiento y oficialidad en la Constitución del 78, con el espíritu de que esas lenguas, injustamente proscritas durante la dictadura, pudieran estudiarse en las escuelas y utilizarse con normalidad por sus hablantes en las regiones en las que se utilizan. Del reconocimiento de ese derecho a lo que han hecho de él los nacionalistas radicales media un abismo vertiginoso, hasta llegar a invertir el estatus de esas lenguas de tal manera que el castellano, lengua común a todos los españoles y a cuatrocientos millones más de ciudadanos de todo el mundo, ha pasado a ser la lengua proscrita y marginal en todos los ámbitos oficiales de algunas regiones, desde el educativo hasta el institucional, a pesar de ser la lengua materna de la mayoría de los hablantes en todas las comunidades autónomas teóricamente bilingües, incluida Cataluña. Es un caso probablemente insólito en todo el mundo, pero no lo olvidemos, para bien o para mal, “Spain is different”. Un niño puede estudiar en español como lengua vehicular, en Francia, Alemania, Marruecos o Estados Unidos, por ejemplo, pero no en Cataluña. Está, sencillamente, prohibido. En muchos estados de Estados Unidos se puede recibir correspondencia y comunicaciones oficiales en español, pero se ha convertido en impensable en ciertas comunidades autónomas de España. Nuestros visitantes extranjeros no dan crédito cuando ven que en Barcelona, Palma de Mallorca o La Coruña, ciudades que consideran españolas, las indicaciones y señalizaciones están escritas exclusivamente en su lengua vernácula y el español se omite sistemáticamente. Si no es así en el País Vasco es sencillamente porque la mayoría de sus habitantes no comprende una sola palabra del euskera, y dadas las características de esta milenaria lengua, la incomprensión sería absoluta. Que no por falta de ganas de sus gobernantes.
Digo que es un caso insólito porque la mayoría de los estados europeos también tienen lenguas regionales, pero todos respetan la primacía de la lengua común, cuando ésta existe, a veces por aportación a la cohesión nacional, a veces por simple pragmatismo y facilitación de la comunicación y movilidad de sus ciudadanos dentro del país. No es el caso de Bélgica o Suiza, por ejemplo, en donde no existe una lengua común a todos sus habitantes. Qué más quisieran que tenerla, como en España.
Los gobernantes nacionalistas de ciertas regiones, no contentos con hacer de su lengua vernácula la única “propia” en sus respectivas comunidades autónomas, exigen que también puedan utilizarla en el Congreso y el Senado, nuestros parlamentos comunes, importándoles un bledo que la mayoría de los diputados no les comprendan. Que pongan intérpretes, dicen. Pues bien, arguyendo el derecho “incontestable” de que cada uno pueda expresarse en el parlamento en su lengua, sea ésta la que sea, habría que poner en el parlamento español intérpretes de catalán, valenciano, aranés, pollensí, euskera, fabla aragonesa, bable asturiano, caló gitano, castúo extremeño, judeo-español, panocho murciano, leonés, árabe, cheli madrileño y silbo gomero, entre otras. Y espero que no me diga algún catalán o vasco que unas lenguas tienen más “categoría” que otras, pues sería arrojar piedras sobre su tejado.
Y sus aspiraciones van más lejos: que también sean oficiales en la Comunidad Europea. Pues para ser coherentes, y no con menos derechos también podrían exigirlo, entre otros, los hablantes del occitano, el provenzal, el árabe chipriota, el auvernés, el frisón, el gaélico irlandés, el gaélico escocés, el bretón, el lemosín, el corso, el gascón, el lombardo, el romanche, el galés, el poitevino-saintongés, el ligur, el istrorrumano, el aromúnico, el pontiaká, el romaní, el kurdo, el picardo, el ruteno, el arvanita, el tsaconio, el vlasi, el casubio, el sami meridional lapón, el yiddish, el macedonio, el sorabo, el ingrio, el romañol, el alto sorbio, el bajo sorbio, el laz, el olonetsiano…Son todas tan europeas como el catalán, el vasco o el gallego, así que, coherencia obliga, espero que también reivindiquen su uso a discreción en el Parlamento Europeo.
Estas son algunas de las magníficas aportaciones que nuestros vanguardistas e iluminados nacionalistas hacen a la cohesión española y europea.
Nunca les estaremos lo suficientemente agradecidos.

22 de octubre de 2008

Aulas malsonantes

Trato de explicar a mis alumnos de secundaria que las lenguas, todas las lenguas, poseen diferentes registros, y no es apropiado utilizar el mismo tipo de lenguaje en una conferencia universitaria que tomando cañas con los amigos en un bar. Ni estando en un centro escolar, en presencia de profesores adultos, que haciendo botellón en donde puedan o les dejen. No les resulta fácil de entender. Y no me extraña.
“Vete a tomar pol culo”. “De puta madre, tío, de puta madre”. “Déjame el cuaderno, tía, no seas cabrona”. “Coño, vaya hostión que s’a dao” Y así las que quieran. Estas expresiones, tan habituales y cotidianas ellas, no están recogidas en el patio de un centro penitenciario, ni en una cantina de soldados, ni en una taberna llena de borrachos a las dos de la mañana. No. Las he escuchado, las escucho a diario, en los pasillos y patios de un prestigioso instituto de nuestra ciudad, a veces en las mismas aulas, en un centro educativo. Por los alumnos y alumnas, sin distinción de sexo; en este aspecto puede estar contenta la ministra de Igualdad. De hecho podrían escucharse, de modo habitual, en cualquier recinto académico de la geografía española por críos –y crías- que no han cumplido los doce años. Así que no digamos en un parque, en una plaza o cualquier lugar de la calle, por muy rodeados que estén de adultos, entre los que, a veces, se encuentran sus mismos padres.
Hay mucha gente que esto le parece de lo más moderno, natural, fresco y espontáneo. Vamos, que es progre y de buen rollo, y que hablar con corrección y cortesía es algo desfasado y cursi, y hasta los hay que tienden a asociarlo con los “tiempos de Franco”. Hablando en clase del tema, una niña de trece años confesó el otro día que si no hablaba con tacos los demás se reirían de ella. Da qué pensar.
Así que, con gran clarividencia progresista, a base de modernidad y tolerancia absoluta, hemos conseguido que nuestro país detente el dudoso honor de ser tal vez uno de los que peor se habla del mundo –y no me refiero ahora a lo estrictamente gramatical, que esa es otra- sino al volumen y frecuencia de tacos, expresiones soeces y palabras malsonantes por minuto, sin discriminación de lugar, sexo, contexto, edad o condición social o cultural. En este aspecto, democracia plena. De la televisión al supermercado, de la tienda al parlamento (“Manda huevos”, Trillo dixit), del salón de casa a la escuela o instituto nadie se reprime un juramento o el taco más maloliente, así estuviera en presencia del mismísimo Papa de Roma. Somos, sin duda, los más modernos.
Alguien podría inferir de mis palabras que siento inclinación hacia el lenguaje remilgado o que detesto los tacos. Nada más lejos de la realidad. Nuestro vocabulario es rico en tacos y exabruptos, y el habla de germanías ocupa un destacado lugar en nuestra tradición literaria. Precisamente por el carácter transgresor, sonoro y vocativo del taco hay que preservarlo para los lugares que por derecho y naturaleza le corresponde. Si un taco es pronunciado sin el menor pudor por una niña de doce años en un colegio ha perdido su esencia rompedora y se vacía de la expresividad que le es propia. El taco debe ser un bocinazo en el discurso, una punzada expresiva que rompe la monotonía de la oración.
El taco, el juramento, la expresión deliberadamente soez tiene su lugar, su ámbito, su territorio, y por su condición transgresora sus límites deben estar perfectamente marcados en los rincones oscuros, en los derroteros de la clandestinidad. Y éste no puede ser precisamente la escuela. Si el taco pasa a engrosar las filas del lenguaje cotidiano e incluso del supuestamente académico pierde el “encanto” de su propia grosería, la que se propone el que lo profiere. Ya no es nada; apenas una muletilla inexpresiva que no denota más que incultura, mala educación y zafiedad.
Sería largo analizar las razones por las que hemos llegado a esta aberración cultural que supone saltarnos a la torera los registros idiomáticos. Lo cierto es que los dirigentes políticos del “todo vale” y el buen rollito, los que siguen confundiendo la velocidad con el tocino, no sólo han conseguido una sociedad maleducada en todos los sentidos de la palabra, sino que además nos han robado la esencia de uno de los adornos más ricos y tradicionales de nuestra lengua castellana: el taco.

11 de octubre de 2008

Semáforos con faldas

He tenido la fortuna de ser testigo de uno de los fenómenos más trascendentales de la Historia de Ceuta, tanto pasada como presente y futura; un cambio radical que sin duda alguna transformará para siempre el destino de la entrañable ciudad caballa: al muñequito de los semáforos que da paso o impide cruzar la calle le han puesto faldas. Y pelo largo. ¿No se habían fijado ustedes? Pues sí, han cambiado los semáforos de la ciudad (un pastón, supongo), y con ello han dado a la ciudad un aire de vanguardia y modernidad que no tiene nada que envidiar a las ciudades más avanzadas del planeta.
He reflexionado sobre los motivos que han podido dar lugar a tan fundamental transformación urbana, y se me han pasado por la cabeza los siguientes.
Debo suponer que a alguna cabeza iluminada –sea la ministra de Igualdad o algún miembro o miembra de la Asamblea de la ciudad- le parecía que los que había antes eran machistas, es decir, que el icono-muñequito que representaba al peatón era un varón, a pesar de ser una imagen esquemática que constaba de cabeza, cuerpo y extremidades y no se apreciaba en él, que yo sepa, atributos viriles que le significaran como tal. Tampoco me consta que hubiera mujeres que cuando se iluminaba “el macho verde” del semáforo que da paso al peatón pensaran que la cosa no iba con ellas y se inhibieran de cruzar la calle esperando que al muñequito le creciera el pelo y le salieran las faldas para poder pasar. No conozco ningún caso, pero puede que algún responsable político de nuestros destinos sí, y haya habido un aluvión de mujeres quejándose de que jamás podían cruzar la calle por no sentirse representadas por el muñequito. Todo es posible.
Puede –estoy casi seguro- que el autor de la brillantísima idea, a quien propongo desde ahora para todos los premios nacionales e internacionales que existan como mérito en la lucha por la igualdad de sexos, piense que es un o una feminista de cojones (y perdón por el oxímoron). Sin embargo, si rascamos un poquito en el trasfondo de la medida está a caballo entre la estulticia más severa y un machismo subconsciente muy torpemente disimulado.
Y pienso esto porque el muñequito peatón de toda la vida era un esquema que a mí se me antojaba bastante asexuado, neutro, casi hermafrodita, y hace falta tener una mente muy retorcida, maleada o ser un pervertido/a sexual para imaginarse el muñeco como un prototipo del macho ibérico cargado de testosterona. Quien así lo viera debería hacérselo mirar y ponerse urgentemente en tratamiento médico para evitar males mayores. Peor aún es que el genial autor de la metamorfosis urbana que nos ocupa no haya tenido mejor idea para convertir el muñequito neutro en mujer que ponerle pelo largo y unas faldas por debajo de las rodillas que parecen de lagarterana o de hace cincuenta años. Así ve el autor/a a las mujeres y tal vez piensa que son sus rasgos más característicos y que mejor la definen. No sé si es simplemente mal gusto hortera rayano en el esperpento o un preocupante machismo subliminal. Probablemente las dos cosas.
O ninguna de las dos. En el fondo creo que es, pura y simplemente, ese populismo barato de lo políticamente correcto que se ha convertido en la más chusca de las dictaduras, que nos invade por doquier y que aplaudimos hipócritamente mientras en el fondo reprimimos la carcajada.
Aunque, bien pensado, creo que la operación “semáforos con faldas” debería alegrarme. Que los políticos de la ciudad hayan decidido gastar unos cientos de miles de euros (o lo que sea) en sustituir los semáforos insultantemente machistas me hace suponer que todas las demás necesidades de infraestructuras urbanas y sociales de la ciudad están perfectamente cubiertas y atendidas, y que todos los barrios de la ciudad gozan de unos excelentes servicios. No hay más que darse una vuelta por los barrios periféricos para comprobarlo: limpieza, alcantarillado, mobiliario urbano…Todo está perfecto. Y no digamos servicios sociales: casas de acogida para mujeres maltratadas, protección a la infancia, trabajadores sociales…No nos falta de nada. Sólo faltaba tirar a la basura los semáforos viejos y machistas y comprar nuevos con faldas. Ahora sí que podemos decir que vivimos en una ciudad idílica, sin discriminación por razón de sexo y perfectamente igualitaria.
Se acabó el machismo en Ceuta: nuestros semáforos tienen faldas.

8 de septiembre de 2008

¡Deportistas al poder!

Creo que la cosa comenzó el 31 de julio, cuando la selección española de fútbol se proclamó campeona de Europa, para asombro de propios y extraños, y más tarde, en los Juegos Olímpicos de Pekín, cuando la de baloncesto obligó en la final a los mastodontes de la NBA americana a dejarse la piel para no perder el oro ante la pequeña España, esta vez ya sin asombro. Y los de balonmano, y los de hockey, y las chicas de natación sincronizada, y Rafa Nadal, oro en Pekín y número uno del mundo, y tantos otros. Se puso entonces de moda uno de esos cánticos de júbilo y borrachera, que sucedió al bellísimo y sofisticado “A por ellos oé”, y que esta vez rezaba la no menos sofisticada lírica de “Yo soy español, español, españooooooool”. Me recordaba a una de esas pegatinas que se ponían en la parte trasera de los coches hace veinte o treinta años que decía: “Zoi españó, ¡casi ná!”, o algo muy parecido. No las he vuelto a ver, tal vez porque tal y como están las cosas en algunas regiones de España te podrían quemar el coche, o quizás porque el gusto de los españoles tiende a refinarse en alguna medida.
Pues sí, reconozco que el susodicho grito de guerra que canturreaban por las calles henchidos de orgullo nuestros jóvenes y jóvenas no es precisamente el paradigma de la estética y la creatividad, y que además el estado etílico en que solía interpretarse provocaba un cierto desafinamiento que le restaba, en algún grado, parte de su exquisita belleza. Y sin embargo, qué quieren que les diga, a mi me ponía, que diría mi admirado presidente de Cantabria, y me hizo disfrutar de lo lindo. Y no precisamente por las cualidades artísticas del cantito, de las que ya he hablado, ni por mi más que dudoso patriotismo, virtud que no me adorna precisamente, sino por pensar en el mal trago que estarían pasando los otros patrioteros de aldea, también llamados “nacionalistas”, tipo gudaris batasunos, Otegis e Ibarretxes, catalanistas butifarreros de ERC y adláteres ideológicos de CiU, y los independentistas recién llegados por mimetismo de la Galiza del BNG (léase benegá, es importante). Hubiera dado cualquier cosa por ver la cara de mi siempre idolatrado Carod-Rovira al ver al equipo de baloncesto de España, plagado de catalanes, haciendo la conga en Pekín y cantando el gritito de marras ebrios de euforia en un restaurante español. O ver a Pau Gasol haciendo el anuncio de Nike en el que decía, lleno de emoción, que ahora el mundo tiene que admirar a nuestro país, y no se refería precisamente a Cataluña. O a Nadal, un mallorquín envuelto en la bandera española, para desesperación de los defensores de los Països Catalans o de los nacionalistas mallorquines del PSM. Tengo para mí que a más de uno de los políticos anteriormente mencionados le provocó, como poco, un brote de urticaria. Tanto es así que, cuando en algunas localidades del País Vasco y Cataluña la gente salíó a la calle a celebrar con el famoso cantito el triunfo de España en la Eurocopa, hubo responsables políticos nacionalistas que mandaron a sus policías autonómicas a cargar contra los peligrosos subversivos y disolverse ante semejante afrenta a las patrias vasca y catalana.
El diario catalán Avui, de tendencia nacionalista radical, y subvencionado por la Generalitat, realizó la cobertura de los Juegos Olímpicos con una sección titulada “Olimpics catalans”, en la que se mencionaba exclusivamente a los equipos españoles si en ellos había deportistas catalanes, y haciendo únicamente referencia a estos últimos. El equipo de España, sencillamente no existía. Pero para colmo del ridículo lo del diario Gara, afín a ETA. El día que España ganó la Eurocopa la noticia fue portada en prácticamente todos los diarios del mundo, incluyendo americanos, asiáticos, africanos y, por supuesto, europeos. Pues bien, el Gara llenó la mayor parte de su portada con una carrera de traineras en la que, por supuesto, participaban deportistas vascos, y en un rincón minúsculo, casi con vergüenza, recogió el triunfo de España en la Eurocopa como algo totalmente ajenos a ellos. Parece que en algunos medios de comunicación tienen serios problemas para distinguir el patriotismo de la estupidez. Y no es de extrañar: a veces no están tan lejos.
Así que mientras nuestros políticos se empecinan y desgañitan en señalar todo lo que nos divide, separa y enfrenta, desde lenguas, himnos y banderas hasta trasvases de agua, los deportistas de los equipos nacionales españoles se enfundan la camiseta roja, se olvidan de su procedencia regional, hablan y cantan en su lengua común, hacen una piña de cohesión y solidaridad, y se convierten en campeones. Y mientras éstos despiertan admiración internacional, aquellos risa y vergüenza ajena.
La elección está clara: que gobiernen los deportistas.

22 de junio de 2008

Jóvenas, miembras y monomarentales

Escribo con el programa Word, como casi todo hijo de vecino en estos días, y al escribir el título de mi columna de hoy el corrector automático me ha subrayado en rojo con estrépito (hasta me ha parecido escucharle un grito de espanto) todas sus palabras e incluso se ha permitido el lujo de cambiarme él solito la última y sustituir la segunda m por una p, pensando que se trataba de un lapsus o una errata del zoquete que esto escribe. He reconvenido al corrector de mi ordenador, y le he llamado machista, sexista y maltratador de “género”. A ver si aprende que sí existe, que lo dice el gobierno.
Claro, que el pobre corrector no tiene la culpa pues se limita a subrayar lo que en su ingenuidad piensa que no existe en la lengua castellana, y podría tener sentido si se tratara de necesarios neologismos aún no recogidos por la Academia, que según su proceso de elaboración debe esperar varios años para constatar su real implantación en el lenguaje de los hablantes, incluirlos en el diccionario y así perder su condición de neologismos.
Es evidente que todas las lenguas cambian y evolucionan, pero estas mutaciones responden, entre otros factores, a necesidades de comunicación y suelen producirse en un proceso de evolución espontánea. Pero desde luego no suelen- o no deberían- producirse jamás a consecuencia de la ignorancia de unos políticos que, en la soberbia que les proporciona el poder, se arrogan, en un intolerable gesto de despotismo, hasta la potestad de intentar cambiar una lengua.
Lo de las “jóvenas” lo he encontrado en el nombre de una asociación cordobesa llamada “Colectivo de jóvenas (sic) feministas”, que reivindican, entre otras sandeces, la imposición de las palabras “lideresa”, “marida” y “miembra”. Desconozco el predicamento con el que contará este colectivo (¿o debería decir “colectiva”?), pero he averiguado que en el año 2006 obtuvo el Premio Meridiana, por “su compromiso feminista en la lucha por la igualdad, los derechos y la dignidad de las mujeres”. Me conforta saber que el premio no es por méritos de excelencia lingüística.
No voy a extenderme ahora en explicar lo que en gramática se llama un marcador o morfema de género, o lo que es el género epiceno, algo que cualquier estudiante de los primeros años de secundaria debe saber, pero que parecen ignorar por completo nuestras comprometidas “jóvenas” de Córdoba. Tal vez no han alcanzado ese grado de escolarización o el día que se dio el tema en la clase de Lengua faltaron a clase, qué culpa tienen ellas.
A quienes sí supongo en posesión del título de bachillerato (o “bachillerata”) es a nuestra simpatiquísima y “jóvena” Ministra de Igualdad, y a la Directora General del Instituto de la Mujer, responsables de los dos últimos regüeldos lingüísticos, el último recogido ya en una resolución del BOE de fecha 29 de abril de 2008, para darle mayor oficialidad a la cosa. Las “familias “monomarentales” supongo que son las que cuentan con una sola madre, cosa bastante frecuente en nuestra cultura, pues, como es bien conocido por la sabiduría popular, madre no hay más que una. Y como coherencia obliga, en próximas resoluciones legislativas deberán hablar de los parientes y las “marientes” (o “marientas”, no sé), o de la parentela y la “marentela” y así podríamos seguir por un buen rato. No sé si con estas simpáticas ocurrencias de nuestros políticos se promueve realmente la igualdad y se combate el machismo, pero desde luego sí se fomenta bastante el entretenimiento y la risa en la calle, lo cual siempre es positivo, relaja los ánimos y ayuda a sobrellevar la crisis. Si no que se lo pregunten a la señora Bibiana, de profesión ministra, los buenos ratos que nos ha hecho pasar a todos con lo de las famosas “miembras”
Y ya que parece que el gobierno se ha atribuido la potestad ya imparable de modificar e innovar nuestra lengua, cosa que ya empezó a hacer cuando decidió que los hombres y mujeres no teníamos sexo, sino género, en la famosa Ley de Violencia de idem, no sé a qué espera para empezar a utilizar, preferiblemente en el BOE, términos como “heterogenéricos” y “homogenéricos” en lugar de homosexuales y heterosexuales, “transgenéricos” en lugar de transexuales y “bigenéricos”, en lugar de bisexuales. Un mínimo de coherencia, por favor. Si quieren renovar nuestra obsoleta y trasnochada lengua por decreto, no lo hagan a medias. Las cosas se hacen bien o no se hacen.

6 de junio de 2008

Justicia rara

Dicen que la justicia es privilegio de dioses, pero como ellos no parecen muy dispuestos a impartirla como Dios manda, y nunca mejor dicho, por ahora y mientras no haya una disposición universal contraria, habremos de conformarnos con la humana. Y de la humana se ocupan jueces, magistrados, tribunales, leguleyos de toda laya…en fin, lo que de una forma general se conoce como juristas. Como no pertenezco a tan respetable gremio, puede que para algunos todas las opiniones que vierta a partir de este momento queden descalificadas como propias de un inexperto, desconocedor o ignorante. Puede ser, pero como miembro de una sociedad democrática, de la que se supone debe emanar esa justicia, y considerándome en pleno o al menos parcial dominio de buena parte de mis facultades mentales y hasta algo de sentido común (no demasiado, no vayamos a exagerar), añadido al hecho de que la ignorancia es atrevida pues eso, que me atrevo a opinar. Así que me de dejo ya de disgresiones preambulares y voy al grano.
No entiendo nada. No entiendo como en un país moderno, del que nuestros próceres políticos no se cansan de alabar sus excelencias en materia de modernidad, desarrollo y eficacia, campen a sus anchas por las calles delincuentes de todo pelaje: maltratadores, xenófobos, nazis, pedófilos, violadores, asesinos…con antecedentes penales, convictos de delitos anteriores, reconocidos socialmente como un peligro público, y todos tan contentos. No hace falta recordar el reciente trágico caso de la niña Mariluz de Huelva o del cafre neonazi agresor de la emigrante en el metro de Barcelona, que después de que toda España vomitara viendo las imágenes en televisión, él seguía –y tal vez sigue- pavoneándose por las calles y los bares. Por no mencionar a los chorizos de despacho, traje y corbata, corruptos y mafiosos que acumulan cientos de causas penales esperando su turno en el cajón de un despacho, y mientras tanto, a seguir trincando. Porque con un poco de suerte, y dada la velocidad de la justicia, para cuando salga el juicio el acusado ya está criando malvas o bronceándose con dos mulatas en una playa de Brasil. No, no entiendo nada.
Tampoco entiendo que en nuestro país, una señora, por el hecho de ser hermana de una princesa, cuestión y asunto bastante involuntario y en el que ella no ha puesto arte ni parte, tenga que soportar a diario una plaga de esos moscardones carroñeros llamados paparazzi, que le vayan metiendo micrófonos en la boca y cegándola con flashes para acabar sus fotos adornando las portadas de la prensa rosa, o sea, la del corazón y otras vísceras. Que Telma Ortiz deba renunciar a dar tranquilamente un paseo por la calle, como podemos hacer usted o yo, y que haya pasado a ingresar, de forma totalmente involuntaria e indeseada, en la cárcel de la popularidad más nauseabunda. Y que cuando implora esa libertad, los jueces se la nieguen y la condenen probablemente al exilio. Su delito: tener los mismos padres que una persona famosa. Los sabios jueces así lo dicen. No entiendo nada.
Menos aún entiendo la última sentencia del Tribunal Constitucional, referida a la Ley de Violencia de Género, llamada así porque los políticos también se permiten modificar nuestro idioma, pasarse por el forro los consejos de la Real Academia de la Lengua y han decidido que ahora las personas no tienen sexo, sino género, como si fuéramos conceptos gramaticales. Pues bien, su sentencia avala que el Código Penal establezca diferentes penas para el mismo delito dependiendo de que éste lo cometa un hombre o una mujer. Como nuestro sistema es tan progre, no hace falta decir qué “género” se lleva el palo más gordo. Menos mal que tenemos Ministerio de Igualdad, asunto del que me ocuparé otro día. Y como sigo sin entender nada, me planteo algunas preguntas. Sí que comprendo –a pesar de mi manifiesta ignorancia- que el abuso de la superioridad física o situación de poder deba castigarse con mayor severidad, pero ¿no existe en Derecho algo llamado agravantes y atenuantes? Teniendo en cuenta la sesuda sentencia, si la mujer mide metro noventa y es luchadora de sumo, y el hombre es un anciano inválido de metro cincuenta, ¿tendría éste último mayor castigo si ambos se agrediesen? Y me acaba de asaltar una duda que me quita el sueño. En el caso de que el agresor sea transexual (que según el gobierno debería llamarse transgenérico, supongo), ¿se le aplicará la pena correspondiente a su primer “género” o al segundo? ¿A que no habían pensado en eso? Pues ya saben, señores del poder legislativo y judicial: a deliberar. A impartir justicia de la buena.

12 de mayo de 2008

El enigma de las granjas mutantes

Ha ocurrido en Andratx, preciosa localidad de la isla de Mallorca, aún mucho más bella desde que poco a poco la colina llena de pinos que desciende hacia su bahía fue poblándose de hermosos chalés que fueron disimulando, hasta hacer casi desaparecer, su tono tan rupestre y primitivo que poseía originalmente. Ahora su verde original ha adquirido el mucho más bello color del cemento y el ladrillo, pero puede que en esto no haya tenido nada que ver la mano humana, grúas y andamios, sino los fenómenos paranormales que se dan en la isla.

Hasta los alcaldes son víctimas de tan singulares fenómenos. El ex alcalde de Andratx, don Eugenio Hidalgo, en su amor por la naturaleza y las labores agropecuarias en general decidió construir una pequeña granja en un terreno rústico de su propiedad. Supongo que su intención era criar gallinitas, patos, plantar unas lechugas y unos tomates, en fin, dedicarse a la vida campestre y cambiar su despacho de primer edil de la ciudad por la bucólica labor de la agricultura. Nada más loable.

Pero resulta que el pobre hombre empezó a padecer este tipo de fenómenos paranormales que por lo visto tan frecuentes son en la isla. Resulta que cuando volvía a su granjita procedente de su despacho el bebedero de las gallinas se le había convertido en un salón, la cuadra destinada a guardar a los animales se había transformado en un par de lujosos dormitorios y el cuartito de los aperos de labranza ahora era una moderna cocina y un cuarto de baño con hidromasaje. Y todo esto iba sucediendo de manera imperceptible para el alcalde, que ha declarado recientemente en un juicio que estas mutaciones ocurrían sin que él se diera cuenta, así que cuando quiso reaccionar su pequeña granja agrícola y ganadera se había convertido en un chalet. Me hago cargo de la consternación del alcalde; su gozo en un pozo. Él quería una granja para criar gallinas y por fenómenos y mutaciones inexplicables ahora tenía un confortable chalet, algo tan alejado de su bucólica intención.

Lo curioso del caso es que cuando cernían sobre la misteriosa granja mutante reconvertida en chalet ciertas sospechas y varios expedientes de demolición, antes de que ésta fuera inspeccionada empezó a sufrir mutaciones en sentido inverso, de forma que desaparecieron los sofás y los aparadores y en su lugar aparecieron espontáneamente varios sacos de alfalfa. Y por si esto fuera poco, también apareció delante del chalet un pony, lo cual, unido a los sacos de alfalfa del salón transformó por completo el chalet mutante en la soñada granja agrícola que el alcalde siempre quiso tener. Ahora todo era completamente rústico. Al menos eso supuso el señor Hidalgo que pensarían los inspectores que pudieran visitar su casita hortícola, así que dormía tranquilo.

Estos misteriosos fenómenos paranormales no son habituales sólo en Mallorca, sino en buena parte de la geografía española, con mayor incidencia en zonas del litoral. Suceden con especial frecuencia en fincas rústicas propiedad de ediles urbanísticos, o de personas con especial afinidad sentimental con estos. De forma igualmente misteriosa hay en la geografía española miles de casetas de aperos que han sufrido inexplicables mutaciones para transformarse en chalés, en duplex y hasta en pareados. No deja de ser curioso el fenómeno.

Así que no comprendo como este buen señor está sentado ahora delante de un tribunal de justicia, y se enfrenta a una posible pena de hasta seis años de cárcel, si él mismo ha declarado en el juicio que cuando se quiso dar cuenta la granja se le había convertido en un chalet. ¿Será que el juez y el fiscal no creen en los fenómenos paranormales y en las granjas mutantes? Pues deberían creer. En primer lugar porque está demostrado que la honradez e integridad de los políticos españoles en cargos con responsabilidad urbanística es intachable. Y está claro que cuando un terreno rústico pasa a ser urbanizable es por razones de interés público muy poderosas y jamás por intereses privados o corrupción, fenómeno totalmente desconocido en España.

O bien por enigmáticos fenómenos paranormales, como el de las granjas mutantes de Andratx. Descreídos y hombres de poca fe, eso es lo que son.

25 de abril de 2008

Feminismo de pacotilla

No estoy seguro yo de que, si fuera mujer, gozara de gran competencia profesional, y hubiera sido nombrada ministra, por ejemplo, me sintiera especialmente halagado (o halagada) con la escenificación que el presidente del gobierno hace de lo que podríamos llamar, para simplificar, la “cuestión femenina”. Pero como no se dan ninguna de las tres circunstancias, ni de lejos, todo lo que escriba a partir de ahora serán meras especulaciones, pero así se escriben, a la postre, los artículos de opinión.
Durante los días que sucedieron al nombramiento del nuevo gabinete ministerial, se vertieron auténticos ríos de tinta sobre la situación que parecía más significativa de la composición del mismo: la condición de mujer de la mayoría de los ministros. El propio presidente del Gobierno, insistió hasta la machaconería en resaltar tal circunstancia, como si la disposición cromosómica de los máximos responsables de nuestro gobierno fuera un elemento capital de cara al éxito del mismo, y por ende del funcionamiento del país que a partir de ahora gobernarán.
Debo decir, que en mi ya acostumbrado hábito de nadar contra corriente, me sorprende la magnánima acogida que la puesta en escena del gabinete ha tenido en prácticamente todos los medios de comunicación, partidos políticos y en general la opinión pública. Los “progresistas” porque, para mi sorpresa, lo perciben como progresista, y los conservadores porque viven aterrorizados con que les cuelguen el sambenito de “machistas”, y al final, todos viven cómodamente instalados en ese submundo tibio, pacato y descaradamente hipócrita de lo políticamente correcto.
Tengo para mí que resaltar como primera virtud en la presentación de un ministro su condición de mujer es una actitud en la que subyace conmiseración, paternalismo y precisamente aquello que en teoría pretende combatir: sexismo y discriminación. Cuando Zapatero presentó a la señora Chacón como ministra de Defensa no disimuló en exaltar lo que parecen para él sus atributos más ponderables: ser mujer y estar en avanzado estado de gestación. ¿Tendrá otros méritos la señora Chacón para ocupar puesto de tamaña responsabilidad? Estoy convencido de que sí, y hacer alarde de su condición de mujer embarazada –maravillosa en lo personal- dejémoslo para las revistas del corazón, que es el lugar donde corresponde. Lo he dicho otras veces: me importa un bledo que un ministro, presidente del gobierno, seleccionador nacional de fútbol o máximo pontífice sea hombre o mujer, heterosexual u homosexual, o rubio o moreno; lo que me preocupa es que sea la persona más adecuada para el puesto, especialmente si cobra de mis impuestos.
Pero al presidente Zapatero le encantan los gestos populistas, y en este aspecto no se le puede negar una cierta maestría. Ha conseguido disfrazar su demagogia de feminismo, y hasta las feministas más combativas han pasado por el aro y parecen encantadas. No salgo de mi asombro. Es un obseso de las cuotas por sexo, fotos rodeado de mujeres ministras y la llamada paridad, asunto que tiene un mucho de insultante para los protegidos por decreto –en este caso protegidas-, porque en el fondo es una insinuación de supuesta incapacidad para conseguir, por méritos propios, los puestos que se asignan por la fuerza del decreto.
Señor Zapatero: le aseguro que las mujeres españolas no necesitan de sus cuotas, ni de sus propinas, ni de su aparente generosidad. Del feminismo de pacotilla. No tiene más que darse una vuelta por los colegios, por los institutos, por las universidades. Fíjese en las estadísticas, mire quiénes obtienen las mejores calificaciones. Observe cómo la mayoría de las facultades universitarias están acaparadas por las mujeres, y cómo realizan las mejores tesis doctorales, y consiguen los primeros puestos en las oposiciones y para ello no han necesitado de cuotas, ni apoyos oficiales ni propinas feministas. La sociedad española ha evolucionado de tal forma que las mujeres han accedido o accederán a las más altas esferas de poder en la sociedad gracias a su lucha contra la Historia y contra la inercia de siglos, sin ayudas de cuotas, y a partir de ahora estarán donde quieran estar. No donde diga usted, sino donde quieran ellas.
Hasta tal punto que, de seguir el Sr. Zapatero o sus sucesores obsesionados con la paridad de sexos, en un futuro no muy lejano se verá obligado a imponer a hombres en los puestos de responsabilidad por decreto de cuota (¿la llamaremos machista?), y no por méritos propios. ¿No se sentirán los ingresados por decreto con un cierto sentimiento de inferioridad respecto a sus colegas femeninos? Pues eso, que sería como ahora, pero al revés.

10 de abril de 2008

El misterio de Raúl

No se preocupen, que no hablaré de fútbol. Buenos profesionales de este diario lo harán con bastante mejor criterio que yo algunas páginas más adelante. No hablaré de fútbol, sino de misterios.
La transustanciación de la sangre de Cristo. Los buques engullidos por las aguas en el triángulo de las Bermudas. La Santísima Trinidad, tres personas en una y un solo Dios verdadero. Bush elegido dos veces presidente de Estados Unidos por el sensato pueblo americano. Un señor llamado Aznar ganando las elecciones por mayoría absoluta en España. La comprensión de estos misterios, ciertamente complejos y aparentemente inextricables, es un juego de niños comparado con el que se me antoja el padre de todos ellos: el misterio de Raúl.
Pero, ¿quién es Raúl? Raúl González Blanco fue, hace algunos años, un futbolista habilidoso, que se caracterizaba por una cierta picardía, un notable oportunismo cerca de la portería rival y un encomiable coraje. Nunca fue un gran atleta, ni brilló por la creación en el juego ni fue un prodigio de técnica. Digamos que fue, con cierta generosidad en la descripción, un buen jugador de fútbol. Y repito, de esto hace años.
¿Quién es ahora? Cuando cada semana el Real Madrid juega sus partidos sale al campo (porque es titular por Real Decreto, sospecho), intercambia un banderín con el capitán del equipo contrario, le estrecha su mano y…se pone a correr por el césped como una gallina recién descabezada. Cuando el contrario posee el balón persigue a su dueño en alocada e infantil carrera, mientras éste lo ignora, pues apenas una leve torsión de cintura deja sentado en el suelo al pobre Raúl, pero se levanta y persigue desesperadamente al nuevo poseedor, sin conseguir casi nunca arrebatar el esférico al rival. Parece que al público estas alocadas persecuciones le gustan, y entonces se hacen lenguas de sus atributos viriles, y aseguran que deben de ser de voluminoso tamaño, asunto que no es baladí en nuestra ibérica piel de toro. Cuando el balón pasa por sus botas intenta deshacerse de él, pero a veces no tiene tiempo y lo pierde; entonces persigue de nuevo al contrario, ahora más iracundo y enrabietado, y los rivales juegan con él como con un perro al que le tiran una pelotita para que corra tras ella y la traiga entre sus dientes. Pero suele volver con la boca vacía. Desesperado, se coloca cerca de la portería rival, buscando un rebote, un rechace o una carambola que le conviertan en “autor de gol”. Cuando esto sucede, se besa su anillo y comienza a hacer ostentosos aspavientos señalándose su número con los pulgares, como quien señala el ombligo mismo de la Humanidad. La hinchada entra en éxtasis colectivo. Y es que lo que más le gusta a Raúl es ser “autor de gol”. Y es autor de muchos, muchísimos, porque es costumbre balompédica atribuir la autoría de un gol al último jugador cuya bota tiene contacto con el balón antes de entrar en la portería, siquiera la roce, aunque no haya tenido la menor participación en la creación de la jugada que propició el tanto. Viene a ser, salvando las distancias, como si la autoría de un libro se atribuyese al encuadernador, que es quien le da el último toque antes de estar en las librerías.
Y aquí viene el llamado misterio de Raúl. Este jugador, que no desentonaría en el banquillo de un equipo de segunda división, es sin embargo un astro gigantesco del balompié, su fotografía inunda los medios de comunicación y la publicidad de conocidas marcas comerciales. Es aclamado por las multitudes, los periodistas lo veneran, los niños sueñan con llevar la camiseta con su dorsal. Es titular indiscutible para todos los entrenadores que han pasado por su equipo (¿habrá una cláusula secreta en sus contratos que les obligue a alinearlo siempre?), y es considerado como la médula ósea, el corazón y sobre todo las glándulas reproductoras del equipo más importante de la Historia del fútbol. Y su incuestionable capitán. El Gran Capitán, lo llaman, con mayúsculas. Se le idolatra un día sí y otro también, y su ausencia en la selección nacional está a punto de convertirse en cuestión de Estado. Empiezo a barruntar multitudinarias manifestaciones, turbas enloquecidas y algaradas callejeras si finalmente no es el capitán de España.
Así que cuando contrasto lo que yo veo en el campo y lo que ve el resto de la Humanidad me acuerdo de la película El show de Truman, en la que un personaje vivía en un mundo virtual, inexistente, y era el único que no lo sabía. O él o yo. O Raúl vive en un mundo virtual rodeado de una filarmónica de figurantes mediáticos con arrolladora repercusión nacional, o soy yo el que se encuentra solo en una hipnótica percepción, desnudo como el Emperador del cuento de Andersen. Bueno, percepción tal vez compartida con el seleccionador nacional, al que poco le falta para tener que dar cuentas ante el Parlamento por no ver en Raúl méritos suficientes para elevarlo al olimpo de los elegidos patrios. Para empezar mañana se verá obligado a justificarse ante el país en televisión. Pobre “Zapatones”, solo ante el peligro, como Gary Cooper. Si estuviera en su pellejo yo no dormiría tranquilo y cerraría bien la puerta de casa por las noches. Nunca se sabe.

28 de marzo de 2008

Ibarretxe, su referéndum y el Chiki Chiki

Observo que últimamente, si nos atenemos a lo que la televisión nos muestra y a los temas sobre los cuales el personal charla en los mentideros de la calle, hay dos, entre otros, que acaparan singular protagonismo. Dejando al lado el asunto trascendental que se refiere al vestido que lucirá la exquisita y aristocrática Belén Esteban en su próxima boda, materia de calado tan profundo que no me atreveré a opinar, hay otros dos asuntos que no suelen faltar todos los días en las páginas de los periódicos. Por una parte el famoso propósito del lehendakari (como todos sabemos vascuence no es preciso aclarar que es así como se llama en esa milenaria lengua al presidente de la Comunidad Autónoma Vasca) de convocar un referéndum en su territorio para el próximo noviembre. Por otro lado, todos hablan de una canción de tal belleza y profundidad que, a poco de haber sido compuesta, la veo indefectiblemente abocada a convertirse en un clásico de la canción contemporánea: el Chiki Chiki, del ya también inmortal Rodolfo Chikilicuatre, y con la que todos los españoles tendremos el honor de ser representados en el festival de Eurovisión de Belgrado.
Aparecen en secciones diferentes de los diarios, pero lo cierto es que yo encuentro una cierta relación entre ambos temas. Veamos porqué.
Según la madre de nuestras leyes, la Constitución, la potestad que tiene el señor Ibarretxe para convocar un referéndum sobre tema alguno es similar a la mía. Es decir, ninguna. Puede hacerlo, claro que sí, lo mismo que yo puedo hacer una encuesta en mi barrio sobre la adopción de pingüinos por familias ceutíes o TVE sobre quién pensamos que es el mejor artista español para representarnos en el festival de Eurovisión. Eso es libertad de expresión y democracia, faltaría más.
Ahora bien, el Sr. Ibarratxe dice que él convocará el referéndum (que es una cosa más seria) tenga o no tenga potestad, y que se pasará la ley y la Constitución por el arco del triunfo, como suele hacer con cierta frecuencia. Pues bien, que lo haga.
Lo que me resulta más sorprendente es la importancia que le dan a tal extravagancia todos los partidos políticos, y en especial el Gobierno, hasta el punto de que el dichoso referéndum es objeto de conversaciones políticas, negociaciones y sesudos debates. Porque yo me pregunto: si es ilegal, ¿cómo se las arreglará el lehendakari para convocarlo? ¿quién constituirá las mesas de votación? ¿quiénes serán los interventores de los diferentes partidos políticos? ¿quién validará los resultados? ¿quién obligará a los ciudadanos a ser presidentes y vocales de las mesas? Es obvio que los partidos políticos que respetan la legalidad constitucional no participarán, de ninguna manera, en un referéndum en cuya legitimidad no creen. Ni los ciudadanos que apuestan por la Constitución (o incluso los que no) formarán parte de mesa alguna, ni el Sr. Ibarretxe tendrá poder legal alguno para obligarlos a constituir las mesas; aún menor obligación sentirán los ciudadanos de votar. Dicho de otra manera, que el cacareado referéndum será, en el mejor de los casos, una “democrática consulta” realizada entre sus propios afiliados y simpatizantes, controlada por sus propios afiliados y simpatizantes y que dará como resultado, en un porcentaje cercano al 100%, lo que quiera el Sr. Ibarretxe, como ocurría en los históricos referendos de Franco. ¿Qué valor puede tener el resultado de referéndum tan singular ante la opinión pública vasca, española o internacional? Sería lo más parecido a un simulacro de los que se practican en repúblicas bananeras, o, en el mejor de los casos, a una simpática broma disfrazada de ejercicio democrático.
Una broma parecida a la de Rodolfo Chikilicuatre y su Chiki Chiki, o a la compañía de geniales cómicos que está detrás de todo ello, El Terrat, que han sabido sacarle un fabuloso rédito publicitario –y económico, por supuesto- a la patochada de TVE de convocar un “referéndum” por internet para elegir la mejor canción de España para Eurovisión.
Así que en Eurovisión, Rodolfo Chikilicuatre y el Chiki Chiki. Y en el País Vasco, lo que diga Ibarretxe. Democracia y derecho a decidir, lo llaman.

13 de marzo de 2008

Chávez, cacique de la cizaña

La incursión del ejército de Colombia en suelo ecuatoriano en una acción militar para dar muerte al número dos de las FARC, Raúl Reyes, dio pábulo al caudillo venezolano para sembrar la cizaña y amenazar con guerra al país hermano de Colombia, en una escalada más de búsqueda de su protagonismo megalómano. Ante los rugidos de su primo de Zumosol venezolano, también Correa, presidente de Ecuador, se apuntó al juego y ha roto relaciones diplomáticas con Colombia, a ver si así saca alguna migaja del petróleo del célebre orangután “bolivariano”. Y también Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, que más de una vez se ha tomado un trago con su amigo “Tirofijo”, fundador y número uno de las FARC.
Empecemos por decir que la violación de la frontera de un país es un acto a todas luces ilegal, y así ha sido condenado y reconocido por la OEA. Ya sabemos que Uribe, en su infatigable lucha contra las FARC no suele andarse con chiquitas ni repara en medios. Hasta aquí de acuerdo, pero ahora vayamos al fondo de la cuestión. Veamos quiénes son estos angelitos de las FARC, protegidos y financiados por Chávez y Correa, y que todavía, hoy por hoy, son considerados como revolucionarios por muchos europeos “progresistas” mientras charlan de política tomando el aperitivo en el salón de su adosado. Para hacernos una idea, “nuestros” terroristas de ETA son verdaderas hermanitas de la caridad comparados con los guerrilleros colombianos (o sus enemigos paramilitares de las AUC, que tanto da), que si bien comenzaron como un grupo revolucionario marxista-leninista que luchaba contra un régimen dictatorial y la injusticia social fueron evolucionando paulatinamente hasta convertirse en uno de los grupos terroristas más sanguinarios del planeta. Para hacernos una idea de su carácter “popular y liberador”, un 90 % de la población colombiana, según un sondeo, apoya la acción militar del gobierno de Uribe para matar a su número dos. Pero no es de extrañar. Para empezar este grupo revolucionario se financia en un 78% del narcotráfico (unos 1000 millones de dólares), y el resto lo obtienen de las “vacunas” (lo que llaman los etarras el impuesto revolucionario), los secuestros y el robo de ganado. Se calcula que el 30% de sus efectivos son menores de edad, muchos de ellos niños, reclutados forzosamente bajo amenazas de muerte a sus familias, y no es infrecuente el abuso sexual de ellos (hechos denunciados por Human Rights Watch). Su número de asesinatos se estima alrededor de los 10.000, de los cuales la gran mayoría son civiles campesinos, y entre sus métodos criminales se encuentran el uso de cilindros de gas, “animales-bomba”, armas químicas y hasta el envenenamiento del agua de acueductos. Según las estadísticas de la Campaña Internacional contra las Minas Antipersonales, las FARC son los mayores sembradores de minas antipersona en el mundo, lo cual ha provocado miles de muertos y mutilados, muchos de ellos niños. Entre sus heroicas acciones está el bombardeo de una iglesia abarrotada en Bojayá donde murieron 110 personas. O el más reciente asesinato de 11 diputados del Valle del Cauca, la mayoría de disparos por la espalda y a un metro de distancia, luego de haberlos tenido secuestrados durante cinco años. Se calcula que tienen en su poder a más de 700 secuestrados, entre los cuales algunos llevan cerca de diez años de cautiverio. Luis Eladio Pérez, recién liberado después de siete años, confiesa que lo tuvieron cuatro años encadenado del cuello, amarrado a un árbol. Ingrid Betancourt, la más célebre entre los cautivos por su doble nacionalidad franco-colombiana, fue secuestrada cuando fue a dialogar con ellos en su campaña presidencial. Y lleva seis años. Y luego están los “desplazados”. Miles de familias de campesinos humildes, cuyas casas y aldeas fueron ocupadas por la guerrilla y tuvieron que huir a las ciudades, con las manos vacías. Los he visto mendigando en los semáforos de las calles de Bogotá, familias completas con niños, durmiendo en la calle. Confieso que se me partía el alma. Pues bien, Chávez apoya y financia, desde territorio venezolano, a sus amigos liberadores de las FARC, les ofrece su santuario y ha pedido que no sean considerados internacionalmente como terroristas, sino como “grupo beligerante”. Es una gravísima forma de aquiescencia con sus crímenes, un ataque frontal a todos los colombianos, que simplemente sueñan con un país en paz. Esto no es una ilegalidad, sino una ignominia. Y entre la ilegalidad de traspasar una línea imaginaria en la selva entre Colombia y Ecuador y la ignominia de la complicidad y apoyo a los crímenes de los amigos revolucionarios de Chávez y Correa, qué quieren que les diga, me quedo con lo primero.

28 de febrero de 2008

El circo electoral

Esta misma noche, dos actores de buen nivel, perfectamente adiestrados por decenas de entrenadores expertos en todos los campos de la psicología humana y de la seducción (en el sentido primigenio de la palabra, es decir, del engaño), protagonizarán un espectáculo de farándula que resultará, probablemente, el más decisivo de su carrera teatral. Será contemplado en directo por millones de espectadores, ya que el escenario circense en donde tendrá lugar la función será la televisión, que es el circo con mayor aforo del mundo.
Para la preparación de este número, en el que ambos actores deben enfrentarse entre sí al estilo del antiguo pugilato de las olimpiadas griegas, se han cuidado todos los detalles, como corresponde a una función dramática de la magnitud de la que nos ocupa. La iluminación, el sonido, los colores del escenario, la música, los bastidores, el vestuario, el apuntador. Todo está listo para la representación. Del desarrollo y desenlace de la obra dependerá, probablemente, el futuro presidente del gobierno de España, ya que la forma que tienen los espectadores de pasar por taquilla es con una papeleta llamada voto, y que pueden elegir a cual de los competidores se la otorgan.
Esta función tiene una característica especial: los dos actores son además contendientes y deben enfrentarse entre sí de la manera más despiadada posible. Deberán buscar el ridículo del adversario, zaherirlo sin contemplaciones, dispararle flechas buscando su talón de Aquiles, airear sus debilidades y miserias, proclamar con voz engolada la mezquindad del rival, lanzarle derechazos al hígado para acabar por intentar ajusticiarle con navaja trapera en una especie de encarnizada lucha a muerte a medias entre la estrategia del ajedrez y la brutalidad del boxeo. Un duelo a muerte.
Será un apasionante espectáculo, como si se tratara de un combate por el título mundial de los pesos pesados entre Cassius Clay y Joe Frazier, en el que un descuido, un gancho mal dirigido, una ceja rota, puede hacer caer al adversario a la lona. La tensión y la concentración deben ser máximas.
Que el próximo presidente del Gobierno de un país de 45 millones de habitantes sea el señor Zapatero o el señor Rajoy puede depender de una sonrisa que, de forma traicionera, se transforme en mueca, de un inoportuno carraspeo que se cuele en una frase bien hilvanada, de una gota de sudor que, sin previo aviso, se deslice por la sien de uno de los contendientes, de una cámara que en un momento crucial ofrezca un perfil poco sugerente de uno de ellos, de una luz cenital que interprete o transforme una imagen beatífica en un gesto adusto. De un inesperado retortijón estomacal que se proyecte en el rostro, o de que el dolor de esa muela que llevaba días molestando se manifieste en el momento menos oportuno.
Ambos vendrán cargados de cifras para desmoronar al contrario y convencer a la audiencia (ciertas o no, el votante nunca lo sabrá, son cuestiones de fe o del prisma desde el que se mire), de frases ingeniosas o mordaces para encantar al público, de miradas seductoras y cómplices para engatusar a la clientela. Así es la democracia del siglo XXI, un portentoso circo mediático en el que triunfa el más guapo, el más alto, el de verbo más ágil, el de la voz más sugerente, el más ingenioso, el más agresivo, el mejor seductor. En definitiva, el mejor actor se llevará el óscar en forma de poder, garantizado por contrato para cuatro años, y el ciudadano, el hombre de a pie, usted y yo, quedaremos convencidos (o no) de que nos gobiernan los mejores, los que procurarán nuestro mayor bienestar posible y contribuirán, desde las altas esferas del poder, a aportarnos con generosidad nuestra ración de felicidad y paraíso.
Aunque tal vez todo pudo ser por un inoportuno dolor de muelas, una sonrisa a destiempo, un foco de luz que falló, una traicionera afonía, pero habrá sido.
Pero así es la democracia, el gobierno del pueblo, el menos malo de los sistemas de organización humana, dicen. O simplemente el mayor espectáculo circense y audiovisual del mundo, de donde saldrá un vencedor y un derrotado. Y acabaremos convencidos de que gobernamos nosotros, el pueblo llano, porque para eso somos irreductiblemente demócratas.
Qué farsa, qué falacia. Qué circo.

11 de febrero de 2008

Los inmigrantes y las costumbres españolas

Qué miedo. Resulta que el Sr. Rajoy, en su campaña electoral ha propuesto que los inmigrantes que vengan a España deban firmar un “contrato de integración” en el que, entre otras cosas, se comprometan a “cumplir las costumbres españolas” (sic). Pero no ha especificado cuáles son estas costumbres, así que, en aras de facilitarle la redacción de dicho contrato, intentaré modestamente echarle una mano.
Los inmigrantes deberán, por ejemplo, cuando estén en un bar tomándose unas gambas arrojar las cáscaras al suelo, así como la ceniza y las colillas de cigarrillos, como debe ser. Una costumbre muy española que a muchos inmigrantes les cuesta trabajo aceptar ya que jamás lo habían visto en sus países de origen. A partir de ahora ya saben: cáscaras de gambas, huesos de aceitunas y ceniza de cigarrillos al suelo. Nada de ceniceros, cubos de basura y ñoñeces de éstas. Hay que integrarse. Y fumarse un buen caliqueño después de comer en el restaurante, sin preocuparse demasiado si en la mesa de al lado hay una familia con niños que trata de saborear su comida. Costumbre muy española. Olé.
Los inmigrantes deberán abstenerse de hacer correr el agua cuando utilicen los aseos de un lugar público, sea una estación de tren o una cafetería, y aportar su colaboración para mantenerlos lo más sucios posible, también costumbre muy española.
Los inmigrantes deberán hablar siempre a gritos, cuanto más alto mejor, cuando se encuentren reunidos en un bar o en un café, e interrumpirse constantemente unos a otros en cualquier conversación sin respetar jamás un turno de palabra, costumbre española y cañí donde las haya.
Los inmigrantes deberán emplear tacos, interjecciones malsonantes y referencias escatológicas en cualquier conversación y en cualquier ámbito, sea público o privado, académico, radio o televisión, para así demostrar suficiente destreza en el manejo de nuestra lengua de forma castiza y campechana, española de verdad, ya que incluso los latinoamericanos, que vienen con la lengua aprendida, carecen de esta hermosa costumbre. Deberán aprender a usar tacos con profusión y a plena discreción.
Los inmigrantes deberán aparcar sus coches en los pasos de cebra, encima de la acera o donde les pete, importándoles una higa si impiden el paso a cochecitos de bebé o sillas de ruedas de minusválidos, pues así es como se hace por aquí. Los inmigrantes deberán firmar el contrato y cumplirlo. La integración ante todo.
Los inmigrantes deberán sintonizar los programas de telebasura en televisión y cuando alguno alcance la celebridad a base de estulticia deberá participar en ellos y vender sus coitos, noviazgos, divorcios, y demás entresijos de su vida privada a los programas del corazón, e insultarse a grito pelado para regocijo de la audiencia. Que tomen ejemplo de Dinio, por ejemplo, inmigrante perfectamente integrado.
Los inmigrantes deberán participar en fiestas populares y disfrutar viendo cómo se tira a una cabra desde el campanario de la iglesia de un pueblo, o deleitarse ante la lenta tortura y posterior muerte de un toro en espectáculo público, y además deberán considerarlo como arte. Es la fiesta nacional que todos deben adoptar como propia. Porque además esto es arte y tradición; que falta de sensibilidad sería no apreciarlo como tal.
Los inmigrantes con hijos adolescentes deberán motivarles para que se unan al botellón de los viernes y los sábados, que beban litros de alcohol con gran alborozo reunidos en las calles a las tres de la mañana, que rompan las botellas contra la pared y que más tarde orinen en las esquinas, novedosa costumbre española a la que todos deben sumarse. Hay que cumplir las costumbres.
Ellos, los inmigrantes, también deberán cumplir nuestras magníficas costumbres. Y además por decreto. Por si ya éramos pocos los que las practicábamos sin tener que firmar nada.
Qué miedo, qué espanto, ese “contrato de integración”.

6 de febrero de 2008

Gilipollas Caraculo

Les voy a pedir perdón por encabezar mi columna de hoy con un título tan soez, pero los nombrecitos de marras no se los he puesto yo a nadie sino una compañía de suministro de gas de ámbito nacional. Supongo que muchos de ustedes ya están enterados de la noticia, pues ocupó destacados espacios en prensa, radio y televisión, pero, para aquellos que aún no estén al corriente del chascarrillo, les haré un sucinto resumen.
Resulta que un señor de Valencia, cliente de la compañía, recibió su factura con el bonito nombre de Antonio Gilipollas Caraculo. Como el buen hombre no se llamaba precisamente así, sino que tenía unos apellidos no tan simpáticos, se mosqueó un pelín, no sin razón, claro. Se investigó el asunto, la compañía pidió disculpas y finalmente se desveló el misterio: una empleada de la compañía, que ese día se había levantado con el animus jocandi por las nubes, no se le ocurrió otra cosa que, en simpatiquísima gracia, cambiar los apellidos reales del señor por los más sonoros de Gilipollas Caraculo y mandar la factura tal cual. Claro, se armó la de Dios es Cristo y la chica ha sido expedientada, denunciada y no sé cuantas cosas más.
Pues señores, nada más injusto. La chica en realidad no hizo otra cosa que escribir en aquella factura el nombre que, para los Consejos de Administración y directivos de ciertas empresas, de las que todos somos cautivos, esclavos, siervos, gilipollas y caraculos, debería venir siempre impreso, para así hacer justicia a como realmente consideran a sus queridos clientes. Gilipollas y caraculos. Y no me refiero concretamente a la compañía de gas objeto del desaguisado, sino en general a las omniscientes y todopoderosas empresas de gas, teléfono, electricidad, agua, líneas aéreas, y todas esas cosas que, en el siglo XXI pueden considerarse como necesarias para realizar una vida normal. Tengo unos cuantos ejemplos, pero por razones de espacio me limitaré al último.
Tengo un problema con mi línea de internet, que pago religiosamente a una empresa llamada Telefónica, de pingües beneficios y que además, por vivir en Ceuta, es mi única opción para poder comunicarme por el aparato inventado por Graham Bell. Soy su rehén. Llamo a comunicar la incidencia –a las averías y chapuzas técnicas les suelen llamar incidencias, que queda muy profesional y parece que hasta da caché tenerlas- . Por supuesto me contesta una máquina, que me da varias opciones, entre las cuales no está el motivo de mi llamada, pero le doy a una tecla, a ver si hay suerte y algún ser humano me responde. No hay suerte, es otra máquina, que me pide “que describa el motivo de mi llamada”. No cabe duda de que, al estar hablando con una máquina contándole tus problemas, se le empieza a uno a poner cara no sé si de caraculo, pero al menos sí de gilipollas. La máquina, que es limitada de entendederas, la pobre, te dice que no te entiende y te repite que le cuentes tus penas de nuevo. La máquina no te llama gilipollas y caraculo, pero seguro que sus responsables sí, o al menos lo piensan, porque además, como burla añadida suelen decir –las máquinas- que es para ofrecerte un mejor servicio. Llamo a otro número. Más de lo mismo. Se diría que en esa empresa –como tantas otras- la atención a los caraculos –perdón, a los clientes- está a cargo exclusivamente de simpatiquísimas máquinas. La historia anterior se repite varias veces, y, gracias a un amigo que conoce el asunto y me ha dicho que cuando llegue a la desesperación más absoluta debo probar a gritar “¡¡¡agente!!!” varias veces, consigo que la máquina me diga que en breve ”seré atendido por un agente”, que, probablemente, sospecho, será un ser humano. Mientras tanto me ponen algo parecido a música, que cada cierto tiempo una máquina interrumpe para decir “no cuelgue, estamos atendiendo su llamada”. La máquina no añade “gilipollas caraculo”, pero uno no puede evitar sentirse como tal. Finalmente me responde una señorita que, como si fuera un robot parlante, está programada para responder sólo ciertas frases. Tras contarle el problema, me dice que llame al número que había llamado anteriormente. La conversación se vuelve surrealista, sin encontrar solución a mi problema, y la señorita, como está programada para ello te dice: ¿Por favor, me puede decir cómo se llama para poder dirigirme a usted por su nombre? Claro que sí, señorita, le digo. Mi nombre es Gilipollas Caraculo, exactamente el mismo que el de todos sus clientes.
Pues no, la chica de la compañía del gas no debe ser expedientada, sino condecorada por todos los clientes prisioneros de empresas que, con demasiada frecuencia, nos sentimos Gilipollas Caraculo. Ya que lo piensan, que al menos lo digan. Olé por ti Vanesa, que me he enterado que así te llamas.