6 de febrero de 2008

Gilipollas Caraculo

Les voy a pedir perdón por encabezar mi columna de hoy con un título tan soez, pero los nombrecitos de marras no se los he puesto yo a nadie sino una compañía de suministro de gas de ámbito nacional. Supongo que muchos de ustedes ya están enterados de la noticia, pues ocupó destacados espacios en prensa, radio y televisión, pero, para aquellos que aún no estén al corriente del chascarrillo, les haré un sucinto resumen.
Resulta que un señor de Valencia, cliente de la compañía, recibió su factura con el bonito nombre de Antonio Gilipollas Caraculo. Como el buen hombre no se llamaba precisamente así, sino que tenía unos apellidos no tan simpáticos, se mosqueó un pelín, no sin razón, claro. Se investigó el asunto, la compañía pidió disculpas y finalmente se desveló el misterio: una empleada de la compañía, que ese día se había levantado con el animus jocandi por las nubes, no se le ocurrió otra cosa que, en simpatiquísima gracia, cambiar los apellidos reales del señor por los más sonoros de Gilipollas Caraculo y mandar la factura tal cual. Claro, se armó la de Dios es Cristo y la chica ha sido expedientada, denunciada y no sé cuantas cosas más.
Pues señores, nada más injusto. La chica en realidad no hizo otra cosa que escribir en aquella factura el nombre que, para los Consejos de Administración y directivos de ciertas empresas, de las que todos somos cautivos, esclavos, siervos, gilipollas y caraculos, debería venir siempre impreso, para así hacer justicia a como realmente consideran a sus queridos clientes. Gilipollas y caraculos. Y no me refiero concretamente a la compañía de gas objeto del desaguisado, sino en general a las omniscientes y todopoderosas empresas de gas, teléfono, electricidad, agua, líneas aéreas, y todas esas cosas que, en el siglo XXI pueden considerarse como necesarias para realizar una vida normal. Tengo unos cuantos ejemplos, pero por razones de espacio me limitaré al último.
Tengo un problema con mi línea de internet, que pago religiosamente a una empresa llamada Telefónica, de pingües beneficios y que además, por vivir en Ceuta, es mi única opción para poder comunicarme por el aparato inventado por Graham Bell. Soy su rehén. Llamo a comunicar la incidencia –a las averías y chapuzas técnicas les suelen llamar incidencias, que queda muy profesional y parece que hasta da caché tenerlas- . Por supuesto me contesta una máquina, que me da varias opciones, entre las cuales no está el motivo de mi llamada, pero le doy a una tecla, a ver si hay suerte y algún ser humano me responde. No hay suerte, es otra máquina, que me pide “que describa el motivo de mi llamada”. No cabe duda de que, al estar hablando con una máquina contándole tus problemas, se le empieza a uno a poner cara no sé si de caraculo, pero al menos sí de gilipollas. La máquina, que es limitada de entendederas, la pobre, te dice que no te entiende y te repite que le cuentes tus penas de nuevo. La máquina no te llama gilipollas y caraculo, pero seguro que sus responsables sí, o al menos lo piensan, porque además, como burla añadida suelen decir –las máquinas- que es para ofrecerte un mejor servicio. Llamo a otro número. Más de lo mismo. Se diría que en esa empresa –como tantas otras- la atención a los caraculos –perdón, a los clientes- está a cargo exclusivamente de simpatiquísimas máquinas. La historia anterior se repite varias veces, y, gracias a un amigo que conoce el asunto y me ha dicho que cuando llegue a la desesperación más absoluta debo probar a gritar “¡¡¡agente!!!” varias veces, consigo que la máquina me diga que en breve ”seré atendido por un agente”, que, probablemente, sospecho, será un ser humano. Mientras tanto me ponen algo parecido a música, que cada cierto tiempo una máquina interrumpe para decir “no cuelgue, estamos atendiendo su llamada”. La máquina no añade “gilipollas caraculo”, pero uno no puede evitar sentirse como tal. Finalmente me responde una señorita que, como si fuera un robot parlante, está programada para responder sólo ciertas frases. Tras contarle el problema, me dice que llame al número que había llamado anteriormente. La conversación se vuelve surrealista, sin encontrar solución a mi problema, y la señorita, como está programada para ello te dice: ¿Por favor, me puede decir cómo se llama para poder dirigirme a usted por su nombre? Claro que sí, señorita, le digo. Mi nombre es Gilipollas Caraculo, exactamente el mismo que el de todos sus clientes.
Pues no, la chica de la compañía del gas no debe ser expedientada, sino condecorada por todos los clientes prisioneros de empresas que, con demasiada frecuencia, nos sentimos Gilipollas Caraculo. Ya que lo piensan, que al menos lo digan. Olé por ti Vanesa, que me he enterado que así te llamas.

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