30 de marzo de 2009

Benedicto y los condones

Acaba de regresar Benedicto XVI, más conocido como “El Papa”, de una exótica tournée por Camerún y Angola, países que no se caracterizan precisamente por su lujo y opulencia, así que el contraste con la suntuosidad de su palacio en el Vaticano le habrá resultado especialmente atractiva.

No tengo nada contra que este señor, al que muchos católicos –me consta que no todos- consideran el representante de Cristo en la Tierra, haga turismo y se pasee por la África más pobre. Lo que más me preocupa es que este hombre, de singular influencia en el planeta, se dedique a impartir doctrina de manera tal que quede en evidencia que vive mucho más cerca de ese Dios ostentoso y palaciego de sus curias romanas que del ser humano, incluso de aquél que practica la fe que él se atribuye representar como máxima autoridad. Y que esa doctrina, además de rancia y apolillada hasta el esperpento, incluso para sus correligionarios, llegue a ser tan incendiaria que pueda llevar a la muerte a millones de seres humanos, que deberán ser añadidos a los de la ya tortuosa historia de la Iglesia Católica, desde las Cruzadas a la Santa Inquisición. Antes con espadas y fuego; ahora con la palabra.
Creo que saben a lo que me refiero. Este vez Benedicto, una vez más y en su sempiterna obsesión, ha querido instruir a los negritos camerunenses y angoleños sobre sexualidad, que viene a ser algo así como si yo me propongo enseñar a jugar al tenis a Rafa Nadal. Y ha vuelto a decir lo de siempre, que nada de fornicio, que la abstinencia es muy sana, santa y recomendable, y sobre todo, que de condones nada, que su distribución gratuita agrava el problema del sida. Vaya por Dios, y nosotros sin saberlo.
Don Benedicto, el problema de su discurso no es que sea una solemne majadería, y que vaya contra todos los estudios científicos y hasta contra el sentido común. No, ese no es el problema. El problema es que es muy, pero que muy peligroso. Porque, para el infortunio de ellos mismos, muchos de sus fieles le harán caso, pero no en lo de la abstinencia, ya que la carne es débil, sino en lo del condón. O sea, en lo del “no condón”.
Porque como usted probablemente sabe, y si no se lo digo yo, la jodienda no tiene enmienda, y ni falta que le hace. En los países que Su Santidad acaba de visitar, y en muchos otros, no abundan precisamente los placeres de la vida a los que puedan acceder millones de sus habitantes, cuya lucha diaria es la supervivencia, el conseguir un plato de comida, el batallar diario contra el hambre y la miseria más absoluta, el no morir devorados por enfermedades mortales que en esta parte del mundo tenemos erradicadas. Su vida, don Benedicto, es muy dura y casi siempre corta. Así que no sea cruel y no intente privarles de uno de los pocos placeres que la naturaleza les concede sin dinero a cambio ni sacrificio, y que no es otro que el de la placentera coyunda. Sí, Su Santidad, ya sé que es pecado, pero como pecado es bastante gozoso, y a pocos hombres y mujeres africanos de sangre caliente va a lograr disuadir usted de practicar el alegre fornicio, aunque a cambio les prometa el Paraíso en la otra vida. Ya sabe, más vale pájaro en mano que ciento volando, y tómelo en el sentido que más le guste.
Quiero aclarar a mis sufridos lectores que siento un profundo respeto por muchos católicos de buena fe, y nunca mejor dicho, y por la forma que cada cual quiera vivir su espiritualidad, sea esta la que sea, pero especial admiración por aquellos que se dejan la piel y hasta la vida en misiones humanitarias donde piensan que son más necesarios, que subsisten con lo puesto, y que viven y mueren al lado de las gentes a las que asisten, en un formidable compromiso tan espiritual como humano. Y me refiero a las monjas de Calcuta, a Vicente Ferrer, a Pere Casaldáliga…Pero nunca he podido entender que tendrán que ver estos admirables seres humanos con los mercachifles de Roma, ni como pueden viajar en el mismo barco que los cocodrilos del Vaticano, que decía mi entrañable Mario Benedetti. Mi admiración por ellos contrasta con mi desprecio por Benedicto y sus acólitos, que con sus inflamables palabras, ha hecho una más que probable contribución a la propagación del sida en África. Definitivamente, se me antoja que Benedicto XVI es un sujeto peligroso. De seguir en esa línea, mejor que no salga de su palacio papal.

15 de marzo de 2009

Nada

No es una broma. Seguramente ustedes también lo han visto en los telediarios o leído en los periódicos. Seguramente ustedes también se han pellizcado, para verificar que el vino de la comida o el viento de Levante no les estaba jugando una mala pasada y provocando alucinaciones. Pues no; es cierto. Verdadero. Auténtico. En el Centro Cultural Pompidou, de París, han inaugurado una exposición dedicada a “La Nada”. Y la verdad es que su contenido no puede ser más coherente con el título: en ella no hay nada, absolutamente nada. Paredes blancas, totalmente vacías. Nueve salas, enteritas. Es magnífico, genial, inconmensurable. El arte en estado puro.
Que la estulticia del ser humano no tiene límites es algo que ya sabemos. Basta con hacer un análisis sosegado al final de la jornada sobre las cosas que hemos hecho durante el día para confirmarlo, si tenemos un mínimo de autocrítica. Al menos a mí me pasa. Pero hechos públicos, notorios y de trascendencia internacional como la exposición de marras, nos ponen demasiado en evidencia y nos destapan nuestras miserias mentales de forma realmente inquietante.
Pero vuelvo a la antológica exposición de paredes blancas, sobre “La Nada”. Parece que para tan extenuante trabajo han sido necesarios ni más ni menos que ocho artistas, aunque no he llegado a comprender bien en qué consiste su trabajo en una exposición de tales características. ¿Quitar el polvo a las paredes o darles una mano de pintura? ¿Pasar el escobón por los pasillos del museo? El caso es que los artistas tienen nombre y apellidos, que se los doy para que los tengan en la estima y consideración debida. Son Art & Language (1968), Robert Barry (1936), Maria Eichhorn 1962, Bethan Huws 1961, Robert Irwin 1928, Yves Klein 1928-1962, Roman Ondák 1966 y Laurie Parson. Como pueden ver alguno de ellos está muerto y lleva criando malvas hace casi cincuenta años, lo cual nos da una somera idea del esfuerzo colectivo que ha sido necesario para llevar a buen término tan grandiosa obra.
Según reza la descripción de la exposición, “estos autores intentan transmitir el vacío como sensación, sintetizar el epicentro del arte conceptual y del minimalismo, modificar una experiencia común como es ir a una exposición o utilizar el vacío como protesta radical”. Acojonante. Excelso. Sublime. Se me acaban los adjetivos.
Seguramente habrán cobrado una pasta y probablemente del erario público, pero admitamos que esta vez el parné está bien empleado. Estos genios se lo merecen. Parece que el objetivo es que el visitante, ante la contemplación de las paredes desnudas, dé rienda suelta a la imaginación y haga la construcción mental de lo que quiera.
Propongo, desde ahora mismo, hacer extensiva esta original forma de concebir el arte a todas sus ramas y manifestaciones. La Literatura, por ejemplo. Libros de cuatrocientas páginas todas en blanco, desde la primera hasta la última. El lector desarrollará la imaginación cantidad, se inventará principios, nudos y desenlaces a su antojo, además de la inestimable ventaja de salvar cualquier barrera idiomática, y al tiempo seguir cumpliendo la siempre importante función de cualquier libro que se precie: decorar las estanterías del salón. Es cierto que Carmen Laforet escribió hace muchos años una galardonada novela titulada “Nada”, pero el título era engañoso e incoherente: lo abrías y estaba lleno de palabras. Y además muchísimas. Todo un fraude.
¿Y qué me dicen del teatro? Uno paga su entrada, se acomoda en la butaca, se abre el telón y contempla el escenario durante dos horas completamente vacío. Sencillamente excelso. La sublimación del arte dramático. Imaginación, señores, pura imaginación. ¿Y conciertos sin instrumentos, músicos ni música? Silencio total. Sin duda mucho mejores que la inmensa mayoría de los que la tienen, y mucho más baratos.
Sí, ya sé lo que están ustedes pensando: que no soy coherente con mi propuesta. Que mi artículo de hoy debería haber salido en blanco, con el título pero sin una sola letra. Que no he sabido incorporarme a las tendencias actuales del arte y no les he permitido desarrollar su imaginación, que soy antiguo y trasnochado. Y sobre todo, que ustedes habrían salido ganando. Pues sí, la verdad: tienen ustedes toda la razón. Mis más sinceras disculpas.

2 de marzo de 2009

Con un par

Sí señor, con un par...de cojones. Emilio Gutiérrez, que ha pasado a ser conocido como el “héroe de Lazkao”, actuó la semana pasada como cualquier ser humano al que en un momento dado le hierve la sangre ante la indignante chulería de unos mamarrachos desalmados, e hizo lo que le salió del alma y debía. Sí, lo que debía, sin tener que matizar su conducta con peros ni matices, y probablemente se quedó corto.
Por si se da el improbable caso de que algún lector no esté al corriente de los hechos, les hago un sucinto resumen. Emilio Gutiérrez, vecino de Lazkao, municipio vasco, vivía en el piso superior de la sede socialista que los angelitos de ETA reventaron con una bomba la semana pasada, en su ya habitual método de campaña electoral al que nos tienen acostumbrados. Su piso, que llevaba años preparando, amueblando y dejándose su salario y ahorros en hacerlo habitable, no salió mejor parado que la sede socialista. Lo convirtieron, básicamente, en un montón de escombros. La legítima y justa indignación le pudo, así que, ni corto ni perezoso, se dirigió con un mazo y dos cojones a hacer lo propio a la Herriko Taberna del pueblo, ese lugar donde los cachorros descerebrados de las ratas de ETA celebran tomando txikitos y champán cuando sus valientes gudaris revientan con una bomba o con un tiro en la nuca el cuerpo y el alma de cualquier ciudadano inocente que tenga la osadía de no pertenecer o compartir las delirantes ideas de su jauría de alimañas.
Vaya por delante mi admiración hacia el ciudadano Emilio Gutiérrez, y mi más absoluto repudio y desprecio a politicastros de toda laña y condición, así como a periodistas entregados a la tiranía de lo políticamente correcto, y que, en un indecente fariseísmo, han condenado el acto de Emilio, endulzando ligeramente su condena con una tibia “comprensión”. La ciudadanía en general, mucho más razonable, sabia y lúcida que los sujetos que dicen representarla, ha aplaudido con vehemencia la actuación de Emilio, y las muestras de apoyo y solidaridad a él y su familia se propagan por internet a velocidades vertiginosas. Añado la mía, sin ningún tipo de peros.
Aducen los políticos y periodistas tibios y timoratos que Emilio no debió tomarse la justicia por su mano. Y entonces, ¿quién hace justicia a Emilio? A fin de cuentas, él sólo ha perdido su casa. Ha tenido suerte. Pero, ¿quién hace justicia a los ochocientos muertos de la banda criminal? ¿Existe la justicia en el último territorio de Europa sin libertad ni democracia? A la hora de escribir este artículo no sé cuál habrá sido el resultado de las elecciones vascas, pero sí puedo afirmar, que, sea cual sea, tendrá poco que ver con la democracia real. ¿Cómo pueden calificarse de elecciones libres las que se dan en un lugar sojuzgado y controlado por una banda de matones mafiosos? ¿En un lugar en el que asesinos y sus cómplices caminan tranquilamente por la calle, hacen y deshacen a sus anchas mientras que los ciudadanos honrados y las fuerzas del orden deben callar, llevar escolta, no poder tomar una cerveza en paz, vivir atemorizados y ocultarse el rostro con un pasamontañas? ¿Un lugar en el que expresar una idea contraria a las preconizadas por los matones implica arriesgar cada día la vida y tener que vivir una existencia miserable y clandestina? ¿Qué igualdad de condiciones se dan para propagar el ideario político de unos y otros? ¿Y los miles de vascos que tuvieron que irse de su pueblo, que exiliarse de su tierra atemorizados por los asesinos y que no podrán votar? ¿Dónde están su papeletas? ¿Dónde su voz?
Sin libertad no hay democracia, y sin democracia no hay justicia. Por eso Emilio Gutiérrez ha tenido el valor y las agallas de desafiar a los matones, cosa que no son capaces de hacer los que realmente tienen los medios para hacerlo, y la justicia popular no sólo le ha absuelto de su acto saludable e higiénico, sino que le ha enaltecido a la categoría de héroe. A fin de cuentas, su gesto, vandálico pero irreprochable, es una nimiedad comparado con las quemas de autobuses, contenedores, y mobiliario urbano que realizan día sí y día también esos simpáticos muchachos de la “kale borroka”, pero con una pequeña diferencia. Estos últimos, después de pasar alegremente la tarde con su pira urbana revolucionaria y abertzale, en grupo siempre, los muy cobardes, se ponen hasta arriba de kalimocho y duermen calentitos en casa con papá y mamá, mientras que Emilio y su familia han tenido que abandonar el País Vasco e hipotecar a partir de ahora su vida. Una sutil diferencia. Mientras los criminales se sienten a sus anchas las víctimas deben escapar si no quieren recibir un tiro en la nuca. Así es la “libertad” de los vascos.
Y siendo el pueblo vasco y sus gentes hombres y mujeres que tengo en gran aprecio, gente trabajadora noble y valerosa, ¿por qué callan? ¿por qué agachan la cabeza ante los matones? ¿por qué matan a un vecino y sólo se atreven una veintena de ciudadanos a salir a manifestarse? Parece obvio: por miedo, por pánico, por terror. Hacen falta muchos Emilios en el País Vasco. Con un par de cojones. Con muchos como él otro gallo les cantaría a los cobardes de la serpiente y el tiro en la nuca. Y a los políticos fariseos que con una mano les “condenan” y con la otra les dan palmaditas en la espalda. Ustedes ya me entienden.