28 de octubre de 2008

El Babel español

Pienso que uno de los virus más lacerantes de la España moderna son los nacionalismos periféricos, surgidos con una cierta moderación en la transición posfranquista y llevados a la exacerbación en nuestros días, hasta convertir nuestro país en una especie de irregular amalgama de reinos de Taifas insolidarios, cuando no enfrentados.
Entre las muchas consecuencias negativas de esa especie de incipiente balcanización española, no es precisamente la menor la que podría llamarse la cuestión lingüística.
Las lenguas regionales españolas fueron justamente dotadas de reconocimiento y oficialidad en la Constitución del 78, con el espíritu de que esas lenguas, injustamente proscritas durante la dictadura, pudieran estudiarse en las escuelas y utilizarse con normalidad por sus hablantes en las regiones en las que se utilizan. Del reconocimiento de ese derecho a lo que han hecho de él los nacionalistas radicales media un abismo vertiginoso, hasta llegar a invertir el estatus de esas lenguas de tal manera que el castellano, lengua común a todos los españoles y a cuatrocientos millones más de ciudadanos de todo el mundo, ha pasado a ser la lengua proscrita y marginal en todos los ámbitos oficiales de algunas regiones, desde el educativo hasta el institucional, a pesar de ser la lengua materna de la mayoría de los hablantes en todas las comunidades autónomas teóricamente bilingües, incluida Cataluña. Es un caso probablemente insólito en todo el mundo, pero no lo olvidemos, para bien o para mal, “Spain is different”. Un niño puede estudiar en español como lengua vehicular, en Francia, Alemania, Marruecos o Estados Unidos, por ejemplo, pero no en Cataluña. Está, sencillamente, prohibido. En muchos estados de Estados Unidos se puede recibir correspondencia y comunicaciones oficiales en español, pero se ha convertido en impensable en ciertas comunidades autónomas de España. Nuestros visitantes extranjeros no dan crédito cuando ven que en Barcelona, Palma de Mallorca o La Coruña, ciudades que consideran españolas, las indicaciones y señalizaciones están escritas exclusivamente en su lengua vernácula y el español se omite sistemáticamente. Si no es así en el País Vasco es sencillamente porque la mayoría de sus habitantes no comprende una sola palabra del euskera, y dadas las características de esta milenaria lengua, la incomprensión sería absoluta. Que no por falta de ganas de sus gobernantes.
Digo que es un caso insólito porque la mayoría de los estados europeos también tienen lenguas regionales, pero todos respetan la primacía de la lengua común, cuando ésta existe, a veces por aportación a la cohesión nacional, a veces por simple pragmatismo y facilitación de la comunicación y movilidad de sus ciudadanos dentro del país. No es el caso de Bélgica o Suiza, por ejemplo, en donde no existe una lengua común a todos sus habitantes. Qué más quisieran que tenerla, como en España.
Los gobernantes nacionalistas de ciertas regiones, no contentos con hacer de su lengua vernácula la única “propia” en sus respectivas comunidades autónomas, exigen que también puedan utilizarla en el Congreso y el Senado, nuestros parlamentos comunes, importándoles un bledo que la mayoría de los diputados no les comprendan. Que pongan intérpretes, dicen. Pues bien, arguyendo el derecho “incontestable” de que cada uno pueda expresarse en el parlamento en su lengua, sea ésta la que sea, habría que poner en el parlamento español intérpretes de catalán, valenciano, aranés, pollensí, euskera, fabla aragonesa, bable asturiano, caló gitano, castúo extremeño, judeo-español, panocho murciano, leonés, árabe, cheli madrileño y silbo gomero, entre otras. Y espero que no me diga algún catalán o vasco que unas lenguas tienen más “categoría” que otras, pues sería arrojar piedras sobre su tejado.
Y sus aspiraciones van más lejos: que también sean oficiales en la Comunidad Europea. Pues para ser coherentes, y no con menos derechos también podrían exigirlo, entre otros, los hablantes del occitano, el provenzal, el árabe chipriota, el auvernés, el frisón, el gaélico irlandés, el gaélico escocés, el bretón, el lemosín, el corso, el gascón, el lombardo, el romanche, el galés, el poitevino-saintongés, el ligur, el istrorrumano, el aromúnico, el pontiaká, el romaní, el kurdo, el picardo, el ruteno, el arvanita, el tsaconio, el vlasi, el casubio, el sami meridional lapón, el yiddish, el macedonio, el sorabo, el ingrio, el romañol, el alto sorbio, el bajo sorbio, el laz, el olonetsiano…Son todas tan europeas como el catalán, el vasco o el gallego, así que, coherencia obliga, espero que también reivindiquen su uso a discreción en el Parlamento Europeo.
Estas son algunas de las magníficas aportaciones que nuestros vanguardistas e iluminados nacionalistas hacen a la cohesión española y europea.
Nunca les estaremos lo suficientemente agradecidos.

22 de octubre de 2008

Aulas malsonantes

Trato de explicar a mis alumnos de secundaria que las lenguas, todas las lenguas, poseen diferentes registros, y no es apropiado utilizar el mismo tipo de lenguaje en una conferencia universitaria que tomando cañas con los amigos en un bar. Ni estando en un centro escolar, en presencia de profesores adultos, que haciendo botellón en donde puedan o les dejen. No les resulta fácil de entender. Y no me extraña.
“Vete a tomar pol culo”. “De puta madre, tío, de puta madre”. “Déjame el cuaderno, tía, no seas cabrona”. “Coño, vaya hostión que s’a dao” Y así las que quieran. Estas expresiones, tan habituales y cotidianas ellas, no están recogidas en el patio de un centro penitenciario, ni en una cantina de soldados, ni en una taberna llena de borrachos a las dos de la mañana. No. Las he escuchado, las escucho a diario, en los pasillos y patios de un prestigioso instituto de nuestra ciudad, a veces en las mismas aulas, en un centro educativo. Por los alumnos y alumnas, sin distinción de sexo; en este aspecto puede estar contenta la ministra de Igualdad. De hecho podrían escucharse, de modo habitual, en cualquier recinto académico de la geografía española por críos –y crías- que no han cumplido los doce años. Así que no digamos en un parque, en una plaza o cualquier lugar de la calle, por muy rodeados que estén de adultos, entre los que, a veces, se encuentran sus mismos padres.
Hay mucha gente que esto le parece de lo más moderno, natural, fresco y espontáneo. Vamos, que es progre y de buen rollo, y que hablar con corrección y cortesía es algo desfasado y cursi, y hasta los hay que tienden a asociarlo con los “tiempos de Franco”. Hablando en clase del tema, una niña de trece años confesó el otro día que si no hablaba con tacos los demás se reirían de ella. Da qué pensar.
Así que, con gran clarividencia progresista, a base de modernidad y tolerancia absoluta, hemos conseguido que nuestro país detente el dudoso honor de ser tal vez uno de los que peor se habla del mundo –y no me refiero ahora a lo estrictamente gramatical, que esa es otra- sino al volumen y frecuencia de tacos, expresiones soeces y palabras malsonantes por minuto, sin discriminación de lugar, sexo, contexto, edad o condición social o cultural. En este aspecto, democracia plena. De la televisión al supermercado, de la tienda al parlamento (“Manda huevos”, Trillo dixit), del salón de casa a la escuela o instituto nadie se reprime un juramento o el taco más maloliente, así estuviera en presencia del mismísimo Papa de Roma. Somos, sin duda, los más modernos.
Alguien podría inferir de mis palabras que siento inclinación hacia el lenguaje remilgado o que detesto los tacos. Nada más lejos de la realidad. Nuestro vocabulario es rico en tacos y exabruptos, y el habla de germanías ocupa un destacado lugar en nuestra tradición literaria. Precisamente por el carácter transgresor, sonoro y vocativo del taco hay que preservarlo para los lugares que por derecho y naturaleza le corresponde. Si un taco es pronunciado sin el menor pudor por una niña de doce años en un colegio ha perdido su esencia rompedora y se vacía de la expresividad que le es propia. El taco debe ser un bocinazo en el discurso, una punzada expresiva que rompe la monotonía de la oración.
El taco, el juramento, la expresión deliberadamente soez tiene su lugar, su ámbito, su territorio, y por su condición transgresora sus límites deben estar perfectamente marcados en los rincones oscuros, en los derroteros de la clandestinidad. Y éste no puede ser precisamente la escuela. Si el taco pasa a engrosar las filas del lenguaje cotidiano e incluso del supuestamente académico pierde el “encanto” de su propia grosería, la que se propone el que lo profiere. Ya no es nada; apenas una muletilla inexpresiva que no denota más que incultura, mala educación y zafiedad.
Sería largo analizar las razones por las que hemos llegado a esta aberración cultural que supone saltarnos a la torera los registros idiomáticos. Lo cierto es que los dirigentes políticos del “todo vale” y el buen rollito, los que siguen confundiendo la velocidad con el tocino, no sólo han conseguido una sociedad maleducada en todos los sentidos de la palabra, sino que además nos han robado la esencia de uno de los adornos más ricos y tradicionales de nuestra lengua castellana: el taco.

11 de octubre de 2008

Semáforos con faldas

He tenido la fortuna de ser testigo de uno de los fenómenos más trascendentales de la Historia de Ceuta, tanto pasada como presente y futura; un cambio radical que sin duda alguna transformará para siempre el destino de la entrañable ciudad caballa: al muñequito de los semáforos que da paso o impide cruzar la calle le han puesto faldas. Y pelo largo. ¿No se habían fijado ustedes? Pues sí, han cambiado los semáforos de la ciudad (un pastón, supongo), y con ello han dado a la ciudad un aire de vanguardia y modernidad que no tiene nada que envidiar a las ciudades más avanzadas del planeta.
He reflexionado sobre los motivos que han podido dar lugar a tan fundamental transformación urbana, y se me han pasado por la cabeza los siguientes.
Debo suponer que a alguna cabeza iluminada –sea la ministra de Igualdad o algún miembro o miembra de la Asamblea de la ciudad- le parecía que los que había antes eran machistas, es decir, que el icono-muñequito que representaba al peatón era un varón, a pesar de ser una imagen esquemática que constaba de cabeza, cuerpo y extremidades y no se apreciaba en él, que yo sepa, atributos viriles que le significaran como tal. Tampoco me consta que hubiera mujeres que cuando se iluminaba “el macho verde” del semáforo que da paso al peatón pensaran que la cosa no iba con ellas y se inhibieran de cruzar la calle esperando que al muñequito le creciera el pelo y le salieran las faldas para poder pasar. No conozco ningún caso, pero puede que algún responsable político de nuestros destinos sí, y haya habido un aluvión de mujeres quejándose de que jamás podían cruzar la calle por no sentirse representadas por el muñequito. Todo es posible.
Puede –estoy casi seguro- que el autor de la brillantísima idea, a quien propongo desde ahora para todos los premios nacionales e internacionales que existan como mérito en la lucha por la igualdad de sexos, piense que es un o una feminista de cojones (y perdón por el oxímoron). Sin embargo, si rascamos un poquito en el trasfondo de la medida está a caballo entre la estulticia más severa y un machismo subconsciente muy torpemente disimulado.
Y pienso esto porque el muñequito peatón de toda la vida era un esquema que a mí se me antojaba bastante asexuado, neutro, casi hermafrodita, y hace falta tener una mente muy retorcida, maleada o ser un pervertido/a sexual para imaginarse el muñeco como un prototipo del macho ibérico cargado de testosterona. Quien así lo viera debería hacérselo mirar y ponerse urgentemente en tratamiento médico para evitar males mayores. Peor aún es que el genial autor de la metamorfosis urbana que nos ocupa no haya tenido mejor idea para convertir el muñequito neutro en mujer que ponerle pelo largo y unas faldas por debajo de las rodillas que parecen de lagarterana o de hace cincuenta años. Así ve el autor/a a las mujeres y tal vez piensa que son sus rasgos más característicos y que mejor la definen. No sé si es simplemente mal gusto hortera rayano en el esperpento o un preocupante machismo subliminal. Probablemente las dos cosas.
O ninguna de las dos. En el fondo creo que es, pura y simplemente, ese populismo barato de lo políticamente correcto que se ha convertido en la más chusca de las dictaduras, que nos invade por doquier y que aplaudimos hipócritamente mientras en el fondo reprimimos la carcajada.
Aunque, bien pensado, creo que la operación “semáforos con faldas” debería alegrarme. Que los políticos de la ciudad hayan decidido gastar unos cientos de miles de euros (o lo que sea) en sustituir los semáforos insultantemente machistas me hace suponer que todas las demás necesidades de infraestructuras urbanas y sociales de la ciudad están perfectamente cubiertas y atendidas, y que todos los barrios de la ciudad gozan de unos excelentes servicios. No hay más que darse una vuelta por los barrios periféricos para comprobarlo: limpieza, alcantarillado, mobiliario urbano…Todo está perfecto. Y no digamos servicios sociales: casas de acogida para mujeres maltratadas, protección a la infancia, trabajadores sociales…No nos falta de nada. Sólo faltaba tirar a la basura los semáforos viejos y machistas y comprar nuevos con faldas. Ahora sí que podemos decir que vivimos en una ciudad idílica, sin discriminación por razón de sexo y perfectamente igualitaria.
Se acabó el machismo en Ceuta: nuestros semáforos tienen faldas.