24 de noviembre de 2008

Yo no veré la entrevista

No es la primera vez que comento en este rincón del periódico la repugnancia que me produce la telebasura. Y no es sólo por la indignación que me sacude que pisaverdes, zánganos, mamarrachos, zampabollos y rabizas de la más baja estopa se lleven el dinerito de todos –sí, de todos- por contar sus nauseabundas miserias en televisión, insultarse entre eructos fétidos y barriobajeros, chillarse con agudos sonidos guturales más propios de mandriles primitivos, desangrarse a dentelladas de lobos hambrientos (pero sin su elegancia y su nobleza), proporcionando a la audiencia un espectáculo en el que seres humanos se denigran y envilecen a requerimiento y provocación de unos supuestos periodistas, compuestos por una cuadrilla de arpías deslenguadas, marujonas, víboras y bujarrones, que deshonran y ensucian hasta la arcada su profesión, otrora tan hermosa e ilustre.
No sólo es por eso, que no es poco, sino mucho más por el devastador efecto que tan detestable circo ha ido poco a poco produciendo en nuestra sociedad, en nuestros niños, en nuestros jóvenes, en nuestra educación, civilidad y cultura, si aún nos queda algo de estos pintorescos valores en vías de extinción. A mi modesto parecer nunca se ha acertado a ponderar lo suficiente el ponzoñoso efecto de la telebasura española en los informes internacionales que valoran nuestros resultados escolares, situados a la cola de los países desarrollados. Porque si en algo somos verdaderos líderes y campeones del mundo, es en el pestilente mundo de la telebasura. Famosos en el mundo entero. Qué vergüenza. Primeros en telebasura; colistas en educación. Si tenemos en cuenta que cada niño español se mama unas dos o tres horas de televisión diarias, no es descabellado pensar en una más que probable relación causa-efecto.
Y si son cooperantes necesarios los paparazzi, ese hediondo subproducto del periodismo, y los haraganes chulescos y tarados que son pagados por airear en la televisión sus excrementos vitales cotidianos, los verdaderos responsables son aquellos que ponen la pasta para crear esta televisión de cloaca, que gracias a la numerosa audiencia que proporciona, les da unos dividendos ante los cuales cualquier escrúpulo moral se diluye. Poderoso caballero es don dinero.
Por eso saludo y aplaudo alguna iniciativa ciudadana que se empieza a crear, fruto del hastío, para luchar, dentro de nuestras posibilidades, contra esta indecente lacra. Como para conseguir audiencia todo vale, la última moda de Tele 5, la televisión de Berlusconi (¿de quién iba a ser?), es la de pagar dinerales a delincuentes, chorizos y estafadores de todo pelaje para que se den un baño de masas ante la cámara. Empezaron pagando a la mujer maltratada y por la que, por defenderla, estuvo a punto de perder su vida un valiente ciudadano, para que ella se permitiera el lujo de ensalzar a su chulo apaleador y vilipendiar a su defensor, que en esos momentos se encontraba en coma en un hospital de Madrid. Máxima audiencia, máxima pasta, máximo asco.
La semana pasada estuvo sentado en el plató del mismo programa el chorizo más célebre de la política española (aunque tal vez no el mayor), Roldán, y que por lo visto, tras los 1800 millones de pesetas que nos robó a todos los españoles, también recibió su cheque a cargo de la espléndida cadena. Pues parece que lo último que se prepara es pagar 350.000 euros a Julián Muñoz, corrupto estafador convicto, para que airee sus desfalcos (o lo que él quiera decir) en el mismo show, con la complicidad de las aves carroñeras con título de periodismo que también son generosamente pagados por colaborar para que no falte de nada en tan sórdido espectáculo.
En este punto, un puñado de voluntariosos ciudadanos de bien ha dicho: hasta aquí hemos llegado. Ya basta. Se acabó. O al menos, lo van a intentar. Y se ha iniciado una campaña –a la que me adhiero con fervor- para boicotear esta indignidad. La campaña se llama www.noveaslaentrevista.com, página que les invito –y hasta ruego- visiten, con el objeto de utilizar el único medio que tenemos para acabar con la telebasura: no consumirla. No tragarla. Aunque nos pique la curiosidad de ver a ese bribón repanchingado en el plató, reprimirla porque, al sintonizar esa cadena, estamos financiando su basura. E incrementando las arcas de un estafador. Y las de los buitres carroñeros que se hacen pasar por periodistas.
Quizás no lo consigamos, porque el dinero mueve el mundo, pero lo vamos a intentar. Desde luego, a mí que no me cuenten entre la audiencia. No pienso aportar un céntimo a Tele 5, y así hacer mi contribución benéfica a subvencionar chorizos, haraganes, canallas, estafadores, maleantes y periodistas carroñeros. Y si ustedes quieren verlo, ya saben a quienes están pagando.

9 de noviembre de 2008

El regreso de Mr. Marshall

Las elecciones estadounidenses (evitaré decir americanas, por ahora) han acaparado hasta la indigestión la actualidad en todos los medios de comunicación españoles, y probablemente los de la mayoría de los países del mundo. Comprendo la importancia que tenga en el mundo entero todo aquello que ocurra en el país más poderoso del orbe, pues lo que allí sucede, para bien o para mal, nos afecta a todos. Lo más triste es que el país que presume de ser el paradigma de las libertades democráticas tiene una cultura de participación ciudadana escasísima, un sistema electoral tan arbitrario y poco representativo que decenas de millones de votos no sirven para nada, y una inmensa mayoría de ciudadanos cuya incultura política (y general) les lleva a creer a pies juntillas lo que dicen sus gobernantes como si de palabra divina se tratase, cuando éstos no suelen ser más que instrumentos de los lobbies de las poderosísimas multinacionales que realmente mueven los hilos del mundo. Por ello la diferencia entre elegir a un presidente demócrata o republicano es en realidad poco significativa; aunque haya un presidente demócrata y de piel oscura (parece que es lo más llamativo esta vez, qué triste) seguirá habiendo cerca de la mitad de la población sin acceso a la sanidad pública ni privada, un gasto armamentístico con el que se podría eliminar la miseria el mundo entero, seguirá siendo más fácil comprar una pistola que fumar un pitillo y se seguirá aplicando la pena de muerte con inyección letal a seres humanos, a veces oligofrénicos, sin por ello dejar de presumir de ser el país de la libertad y las oportunidades para todos.
Y como su poder es omnímodo y traspasa fronteras, no se conforman con saltarse a la torera resoluciones de las Naciones Unidas, acuerdos internacionales sobre el medio ambiente, apoyar a dictadores o derrocar (o asesinar) a políticos elegidos democráticamente en cualquier lugar del mundo según su conveniencia, sino que nos imponen, con su peculiar criterio, su propia nomenclatura para ciertos conceptos que el resto del mundo no duda en aceptar sin rechistar, empezando por nosotros mismos.
“Bienvenidos americanos, os recibimos con alegría”, cantábamos en la genial parodia de Berlanga en Bienvenido, Mr. Marshall. Ya para entonces llamábamos todos América a los Estados Unidos y americanos a los estadounidenses. Decidieron quedarse para ellos solitos el nombre del maravilloso continente cuyo nombre recibió de Américo Vespuccio. Y sus hermanos menores y pobres del continente se lo cedieron con resignación, así que colombianos, mexicanos, argentinos o peruanos se refieren como americanos a los ciudadanos del país de las barras y estrellas, olvidándose, en una contagiosa epidemia de amnesia histórica, de que ellos también lo son. América, América, América. Lo demás es América Latina, apellido deshonroso con olor a miseria y subdesarrollo. Y todos lo repetimos como papagayos, coreando sumisos los dictados del Tío Sam. En las clases de Geografía de las escuelas de Estados Unidos (o sea, las americanas, para entendernos) se estudia América no como un continente, sino dos. Llegará el día en que aquí también lo estudiemos así, si no, al tiempo.
También un día decidieron inventar una raza y la llamaron hispana, o latina. Hasta hace poco tiempo, esta pintoresca forma de denominar a una gran cultura que casualmente es la nuestra, se limitaba a las fronteras interiores de los Estados Unidos. No suele faltar en sus impresos de filiación, desde matrículas universitarias a permisos de conducir, un apartado en el que uno debe señalar la raza a la que pertenece. Y entre esas razas (blanca, negra, asiática, etc.) figura indefectiblemente una, inventada por ellos como etnia, llamada “hispana” o “latina”. Asumiendo tal vez que los que hablamos español lo hacemos debido a nuestro origen étnico y no cultural, más de una vez me preguntaron, cuando vivía allí, si me consideraba blanco o hispano. Dura disyuntiva, vive Dios, qué respuesta tan difícil. Lo peor es que últimamente esta estupidez ha llegado a nuestro país, al mismísimo corazón de la cultura hispánica, y más de un medio de comunicación español teóricamente cabal ha repetido miméticamente el invento gringo, y no ha dudado en clasificar a los hispanos o latinos como una de las “razas” de Estados Unidos. Les juro que lo he oído. Así que, ya asumidas como propias las barbas de Santa Claus y la insufrible patochada de Halloween, sólo nos falta celebrar el día de Acción de Gracias trinchando el pavo en familia con un buen revólver en el cinto, y cantando, mano en el corazón, America the beautiful.