29 de enero de 2007

Cochinas costumbres

Hace no mucho tiempo, estando en Madrid con unos visitantes estadounidenses, les llevé a tomar vinos y gambas a uno de los bares populares que abundan por el centro de la ciudad. Estos no salían de su asombro al ver que la gente, apostada en la barra, no tenía reparos en ir tirando las cáscaras al suelo según iba pelando los crustáceos. Nada del otro mundo, es la costumbre, les dije. Como también es la costumbre ir echando al suelo la ceniza de los cigarrillos y aplastar la colilla contra el suelo al acabar el pitillo. En más de una ocasión, al solicitar un cenicero al dueño de un bar, él mismo me ha recomendado que arroje la ceniza al suelo. Eso dentro del bar, no digamos en la terraza. También tuve que explicarles que las vitrinas que protegen las tapas en las barras de los bares es un invento relativamente reciente, que todavía –a pesar de una ley de Sanidad de hace ya bastantes años que no se cumple, como tantas- hay muchos bares en España en los que hay sobre la barra fuentes de comida desde las que se sirven las tapas que no están protegidas por nada, y expuestas por tanto a las toses, estornudos o vaharadas de farias de los parroquianos sentados ante ellas mientras charlan de fútbol. Nada extraño, es parte de nuestro paisanaje cotidiano y a nadie le llama la atención.
Tener que acudir al cuarto de baño de un bar de nuestro país puede ser una patética experiencia. Sólo el primer cliente que use el excusado lo encontrará limpio. El segundo ya no, y según vaya avanzando el día la indeseable necesidad puede convertirse en una nauseabunda aventura. Una buena parte de los usuarios, una vez realizada la función de la que había menester, se marchará del habitáculo sin molestarse siquiera en hacer correr el agua, dejando para el siguiente necesitado el agradable recuerdo de su paso por el retrete. El que venga detrás que arree. Muy castizo. Parece que en el baño de damas la cosa no es muy diferente, y me cuentan las mujeres de acrobáticas posturas en las que a veces se ven obligadas a orinar para evitar el contacto con los residuos de sus alegres antecesoras en la misma función.
Pasear por las calles de las ciudades españolas implica llevar un ojo al frente y otro al suelo, salvo riesgo de acabar con los zapatos seriamente embadurnados de excrementos caninos, elemento orgánico que suele decorar todos los días las aceras de nuestras avenidas. La gente tiene perritos, y estos hacen caquita. Donde les viene bien, por supuesto, y los dueños rara vez se molestan en limpiar las huellas intestinales del chucho sobre las aceras municipales. Así que el viandante inocente se ve en la obligación de practicar el eslalom urbano, deporte no del todo divertido cuando se tiene que hacer por necesidad. Paradójicamente he observado que son las personas mayores, que son las que más dificultades físicas tienen para hacerlo, las que más se preocupan de recoger los excrementos. Y sin embargo los más jóvenes, en plena forma, no se molestan en agacharse. A fin de cuentas algunos de ellos imitan a sus chuchos y las noches de sábados también orinan en cualquier pared o árbol que tengan a mano. Nada de particular. Y así podría seguir mucho más allá de los límites de este artículo.
Y como en esto creo que no hay mucha diferencia por comunidades autónomas, regiones, nacioncillas estatales o realidades nacionales patrias, me permito formular así la pregunta: ¿es que somos los españoles tan guarros? Sólo en el ámbito público, curiosamente. El español es exquisitamente higiénico en privado y en sus reductos particulares. Las casas están impolutas, bastante más limpias que las de otros europeos. El homo hispanicus se asea a diario, la mayoría se ducha todas las mañanas. Suele tener el coche limpio por dentro, a diferencia de los automóviles de muchos extranjeros, que son vertederos con ruedas. Pero cuando sale de casa la cosa cambia. Las calles son de todos, o sea, que no son de nadie. Y los bares. Y los restaurantes. Y las estaciones de autobús.
Y es que la higiene pública, en el siglo XXI, es aún una asignatura pendiente en la España próspera y desarrollada de nuestros días. Ya al ministro Esquilache, hace doscientos cincuenta años, por intentar cambiar, entre otras, las costumbres higiénicas madrileñas, le montaron un motín por el que acabó de patitas en su Italia natal e hizo tambalear al mismísimo Carlos III, que agachó las orejas y cedió a todas las peticiones del pueblo sublevado delante de su palacio.
Y es con las costumbres patrias, por muy cochinas que algunas sean, parece que no hay quien pueda.

La mujer "diez"

No me refiero a la espléndida y bellísima Bo Derek de hace ya unos cuantos años, sino a todas aquellas profesoras –profesoras, con a, de sexo y género femenino- que presenten ciertos proyectos educativos en la Junta de Andalucía. O sea, que debería haber dicho “la mujer, diez”, con la comita, porque resulta que los proyectos coordinados por una mujer parten, según la convocatoria, con diez puntos de ventaja sobre los coordinados por un hombre. Como lo oyen. No es una broma. Y como ésta, hay ya unas cuantas.
Parece que en la carrera hacia la búsqueda de lo políticamente correcto más de uno se ha pasado media docena de pueblos y ha ingresado, de pleno, en lo políticamente imbécil. El problema está en que cuando el cretino tiene la potestad de gobernarnos su estulticia puede acarrear serias y hasta dramáticas consecuencias para nuestras cabezas. Las de todos. O las de todos y todas, para entendernos y hablar como es debido, supongo.
No tengo el gusto –o disgusto- de participar en esta convocatoria, pero si lo tuviera sabría que para conseguir la aprobación de mi proyecto tendría que hacerlo “diez puntos” mejor que mis colegas mujeres, que, por motivo de la disposición de sus cromosomas, la Junta de Andalucía ha decidido que deben partir con esa ventaja inicial. Lo cual, además de ser una solemne majadería, es una injusticia para los hombres y un insulto para las mujeres. Y un perjuicio para toda la sociedad.
Una injusticia para los hombres porque saben que, no estando más capacitados que sus colegas femeninos, tendrán que superarlas ampliamente para conseguir la misma puntuación que ellas. Es un concurso con trampa, en el que para empezar y con el pretexto de indemnizar por injusticias pretéritas, se recompensa a las señoras con diez puntitos del ala. Para reparar una injusticia, cometamos otra. Total: dos injusticias con diferente víctima, eso sí.
Es un insulto para las mujeres porque, aunque así parezca desprenderse de la opinión de la Junta de Andalucía, las mujeres no son tontas. Ni un pelo tienen de bobas, dicho así en general y con permiso de las que sí lo sean, condición en la que los hombres a buen seguro no andan a la zaga. Muy parejos andamos los dos sexos en cuanto a mentecatez y pocas luces se refiere. Los cretinos que han perpetrado la disposición de la Junta deben de pensar que a las mujeres en general les falta un hervor, así que, para que sus femeninos nombres figuren a la cabeza de la coordinación de los proyectos hay que regalarles diez puntitos porque si no no tienen nada que hacer, las pobres. A ellos/ellas, a los autores, sí que les falta un hervor…
Pero es la sociedad en general la que paga el pato de estos despropósitos. Porque cuando la Administración decida cuáles son los proyectos seleccionados, los andaluces no disfrutarán de los mejores proyectos, sino de los más “femeninos”. Algún proyecto mejor se habrá quedado en el cajón del olvido en beneficio de otro, algo más mediocre, que contó con el favor oficial por la poderosa razón de estar firmado por una mujer. Y los proyectos femeninos que estén entre los mejores por merecimientos propios, que los habrá y muchos, siempre planeará sobre ellos la sospecha de que fueron ganados con ayuda de la propina feminista, lo que no creo que deje muy satisfechas ni a sus autoras ni a los beneficiarios del mismo, es decir, la sociedad.
Ya sabemos que esta chapucera manera de reconvenir a la machista Historia se ha extendido ya a todos los ámbitos de la cosa pública. La llamada paridad en las listas, que ya afecta por ley desde el gabinete del Gobierno hasta los Consejos de Administración de las empresas, pasando por los partidos políticos, dará una espléndida imagen de igualdad en las fotos y en las estadísticas, pero no nos garantiza estar en manos de los mejores. Y de eso es precisamente de lo que se trata. Me da igual tener en el Gobierno a siete ineptos y siete ineptas, que a catorce ineptos, que a catorce ineptas. (No se lo tomen como algo personal, que no me refiero a este gobierno precisamente, sino a cualquiera). Blancos o negros, morenos o rubios, altos o bajos, gordos o flacos, jóvenes o viejos. Y, por supuesto, hombres o mujeres. Me importa un bledo. Lo que quiero es tener a los más aptos, y me da igual que sean hombres, mujeres, travestidos o hermafroditas. Discriminación positiva, es la traducción del nombre anglosajón del invento de marras. En otros países no sólo se aplicó al sexo, sino también a la raza u origen cultural. Había cuotas para minorías históricamente discriminadas. Así en Estados Unidos un negro requería menos puntuación que un blanco para entrar en la universidad, de forma que en la universidad no estaban los mejores, ni se lograban los mejores científicos o ingenieros, sin embargo las aulas parecían anuncios de Benetton, qué colorido. Estas políticas, que ya están en regresión en muchos países progresistas por arbitrarias y artificiosas, están en pleno auge en la ultramoderna España. ¿Por qué será que siempre tenemos que llegar tarde a todo?

Forastero

En Mallorca a los llegados de fuera y que no tienen apellidos mallorquines les llaman forasters. Aunque en principio el adjetivo pueda tener un trasfondo peyorativo, a mí nunca me resultó ofensivo durante los seis años que pasé en aquella isla. Más bien al contrario. Asumía mi condición de advenedizo y de alguna manera disfrutaba de ella, pues me procuraba una cierta lejanía del epicentro de lo que allí sucedía y me permitía mirar desde la distancia, disfrutando de la vista pero sin involucrarme demasiado en lo incomprensible, que no era poco.
Mirar desde fuera ofrece la panorámica de la que se carece cuando se mira desde dentro. El sentimiento de arraigo, de pertenencia, de encontrarse en el mismísimo ombligo de todo cuanto nos rodea enaltece la pasión pero distorsiona la mirada. La mirada del que se aleja unos pasos del meollo de los asuntos tal vez no goce de primeros planos, pero es más cándida y de alguna forma puede ser más honesta. Siempre me ha hecho gracia observar cómo los turistas extranjeros, nada más llegar a nuestro país se ponen a hacer fotografías al interior de los bares, en donde, para su asombro, cuelgan del techo docenas de patas de cerdo. Nosotros tomamos café debajo de ellas sin reparar en lo insólito de la situación y el turista japonés con su cámara y sus ojos como platos nos hace darnos cuenta de nuestra entrañable peculiaridad. Es la mirada asombrada del forastero.
Ha querido el destino, forzado en buena medida por mi propio desarraigo, depararme la fortuna de haber vivido en nueve ciudades diferentes diseminadas por cuatro de los cinco continentes, asumiendo así por tanto la condición permanente de forastero, o de nómada vocacional, si lo prefieren. Incluso mi Madrid natal, de cuya vorágine de metro, polución y prisas huí despavorido hace más de veinte años, ha cambiado tanto que cuando voy me resulta irreconocible y me permite mirarla y disfrutarla con ojos de forastero, con la mirada abierta de quien está descubriendo algo. Ceuta es la última ciudad en la que he recalado. Tan recoleta como compleja, esta pequeña ciudad a caballo entre dos mundos ofrece un sinfín de matices para el forastero, que la padecerá o la disfrutará, o tal vez las dos cosas, pero al que nunca le dejará indiferente. Pasan demasiadas cosas en esta ciudad de setenta mil habitantes, donde convive lo más bello y lo más sórdido, tan peculiar por su situación geográfica, su condición fronteriza, su composición social, su permanente empeño en recordar al mundo su indudable identidad. Demasiadas cosas para mantener los ojos bien abiertos, para exponer la piel a las sensaciones que llegan de todos sus rincones.
No voy a caer en la simpleza de definirme como ciudadano del mundo, lugar común que de tan manido se ha convertido en cursilería. Yo soy español, mediterráneo, latino. Pero cuando leo los periódicos, veo la televisión o escucho los debates parlamentarios también en mi propio país tengo la sensación de estar en Marte, como muy cerca. Confieso que las más de las veces no entiendo nada, y acabo por verlo todo con la mirada perdida del forastero despistado.
He hecho esta pequeña introducción por varios motivos. En primer lugar para anunciarles que, gracias a la oportunidad que me han brindado la directora y subdirectora de este diario, lunes sí y lunes no algunas palabras mías se colarán en sus páginas para tortura de muchos, indiferencia de otros tantos y tal vez deleite de algunos, si se me permite la inmodestia y alarde de optimismo en este último punto. En segundo lugar como un apunte de presentación, pues si bien algunos ya me han padecido en mi instituto o en anteriores colaboraciones en el diario, supongo que la mayoría de los amables lectores de El Faro aún no me habían sufrido. Por último para justificar el título de la columna que firmaré, por ahora quincenalmente: “Crónicas de forastero”.
Así que ya saben: si lo desean, nos vemos aquí mismo en quince días. Espero no defraudarles y, sobre todo, contar con su amable benevolencia.

Educación y telebasura

El nivel académico y cultural de nuestros centros educativos está en la UVI. Lo dicen las encuestas, pero no haría falta tanto estudio sociológico. Los profesores lo sabemos bien, pero al resto de la sociedad le bastaría con escuchar una conversación de adolescentes en un autobús, en la calle, en un parque, en cualquier lado. Darse una vuelta un viernes o un sábado por la noche por las explanadas del botellón, o por cualquier otro lugar en el que se junten media docena de adolescentes. Todos escolarizados, “educados”. Raya lo escandaloso, parece que la opinión social es unánime. Y se buscan las causas. Los educadores, los padres...pero, ¿se da la importancia debida a la televisión? Veamos.
Entre los logros de la España próspera, moderna y neoliberal de los últimos años creo que no es desdeñable el de haber conseguido tener la televisión más zafia, chabacana y hortera del mundo. Busquen ustedes, ahora que tenemos satélite y cable, o cuando viajen al extranjero, y verán que nuestra televisión ibérica no tiene parangón. Y si la televisión, sometida a la dictadura de la audiencia, es un reflejo de una sociedad y una cultura, creo que la España de charanga y pandereta que describía Machado era un ateneo de lustre académico comparada con la actual de pocholos, dinios y grandes hermanos, y aquellas españoladas de paletos y suecas que nos ofrecía la “mejor televisión de España” se me antojan casi como obras intelectuales de arte y ensayo al lado de lo que nos ofrece ahora la libre competencia televisiva de la España rica del siglo XXI.
En un reportaje escrito por el escritor colombiano Germán Castro Caycedo, y publicado en el diario “El Tiempo”, de Bogotá, éste narraba algunas de las impresiones obtenidas en un reciente viaje a nuestro país. El reportaje llevaba como irónico título “España/ Un viaje a la “cuna de la cultura” (entrecomillado en el original), y recojo aquí las referidas a la televisión:
“(…) Por la noche en uno de los programas con mayor audiencia de la televisión, un periodista dice:
-Las colombianas han nacido para follar.
-Follan de puta madre- agrega otro.
Cambio de canal. También cinco periodistas. Uno de ellos atrapa por la nuca a un invitado y se besan lengua con lengua. Aplausos del público. Luego agreden durante una hora al invitado, todos hablan al tiempo. Se hallan detrás de una gran mesa y en medio de las ráfagas, una de las periodistas se tiende sobre la mesa. El de los besos trepa y la cabalga, se menea, resopla. Un tercero los cubre con una frazada. En directo, durante 50 segundos, simulan que están haciendo el amor. Largo aplauso del público en el estudio.
Tercer canal. Alguien le pregunta a un cantante por qué no admite una muestra de ADN y él se apresura:
-Iros a tomar puel culo. ¿Por qué no la hacéis vosotros? (…)”
Germán Castro no ha visto nada extraordinario en nuestras refinadas televisiones; cualquier día, en casi cualquier cadena y casi a cualquier hora, la oferta es similar. Hago yo la prueba. Pongo un programa de máxima audiencia nocturna y un colaborador simula estar masturbándose detrás de la mesa del estudio. En tono jocoso, los demás comienzan a discutir acaloradamente sobre las pajas (sic) que se hacen en el camerino cada noche antes de entrar al estudio. En otro canal (o en el mismo, no estoy seguro) “graciosos profesionales” van por la calle micrófono en ristre y se dedican a ridiculizar ante las cámaras a hombres y mujeres inocentes (preferiblemente ancianos y extranjeros que apenas hablan español) que, gratuitamente, les “hacen” el programa. En otro un grupo de paparazzi y estrellas de la telebasura debaten acaloradamente sobre temas tan apasionantes como las relaciones carnales entre “grandes hermanos” edición 1, 2 o 7, u otros personajes de similar calado intelectual. El tema tratado con mayor profundidad y que fue objeto de apasionados debates en ilustres foros de “periodistas” carroñeros durante dos o tres semanas fue la felación que una concursante de uno de estos fenomenales programas hizo a otro en un autobús. Gritan, chillan, se insultan, se amenazan, en una discusión al lado de la cual una pelea de verduleras de mercado pasaría por un diálogo versallesco. Todos profieren sus insultos y “argumentos” al mismo tiempo, con lo que (afortunadamente) apenas se entiende nada. Los héroes de la televisión, famosos, guapos y millonarios, delante de la cámara se rascan las axilas sin tapujos, se sacan los mocos a discreción y su lenguaje, mezcla de balbuceos, gritos, mugidos y sonidos guturales contiene dos o tres tacos por frase, en las que, dada su dicción, suele ser lo único inteligible de las mismas. Nadie respeta jamás el turno de palabra del otro, una persona bien educada y cortés no podría abrir la boca en estos foros. Los periodistas de la carroña azuzan a unos contra otros, llaman a las madres, a los padres, a los familiares, les ponen delante de la cámara y les enfrentan intentando provocar los insultos cruzados, cuanto más despiadados mejor, buscando el espectáculo bochornoso que enardezca a la audiencia y la haga subir a las cuotas más altas. Vence el que profiere el insulto más contundente, el rebuzno más arrebatado, la vejación más sonora, y el público lo subraya con acalorados aplausos dirigidos por los conductores de la basura televisiva. No hay reglas; es la ley del más bestia, del más chulo, del que peor huele.
No conozco en el mundo televisión más nauseabunda, más vulgar, más hortera, más degradada. Dicen que es la tiranía de la audiencia, que es lo que la gente quiere. Y si así es, podemos concluir que en nuestro país el nivel cultural ha tocado fondo. No se puede llegar más bajo.
Parece que la dictadura de la audiencia es la “verdadera democracia” en televisión, y la ley del mercado es la clave de la verdadera libertad. Si lo ve mucha gente vende más y la gente se pirra por la basura. Pero, ¿por qué nos gusta la basura? ¿Nos gusta porque nos han acostumbrado a ella o ya éramos antes tan necios como para tragarnos sin rechistar y alborozados las dosis de imbecilidad televisiva que nos meten con embudo cada día en nuestras pantallas? ¿O es al contrario, será que la televisión nos da sólo aquello que somos capaces de asimilar? ¿Seremos verdaderamente tan memos los españoles? Cuando hace algún tiempo, en la época del gobierno anterior, un dirigente socialista dijo que habría que revisar los contenidos de la televisión, y que con su partido en el gobierno no habría programas como Gran Hermano, todos los caricatos y bufones de esas televisiones se le tiraron al cuello tildándole de censor y antidemocrático. Ahora ese político está en el gobierno, pero seguimos tragando grandes hermanos.

El “parnaso” cultural que nos ofrece la televisión de cada día es la fuente de la que bebe nuestra sociedad a diario, y claro, así nos va. Niños, jóvenes, adolescentes, adultos. El proceso de idiotización colectiva es lento –o tal vez no tanto- pero seguro. Los modelos culturales e ideológicos que nos ofrece la caja más tonta que nunca son absorbidos con celeridad por nuestros jóvenes y niños, y el resultado se transmite con rapidez a la convivencia cotidiana en las calles, en el vecindario, en el trabajo, en la familia. En la sociedad española ha desaparecido la cortesía, los buenos modales, el respeto a los mayores, la amabilidad, y las relaciones humanas de cada día son cada vez menos humanas e impregnadas de agresividad. ¿Hasta qué punto ha influido la telebasura –que es casi decir la televisión- para que hayamos llegado a este punto? ¿Y cuál es su influencia en unas aulas de primaria y sobre todo de secundaria y bachillerato en la que los docentes se ven desbordados por unos hábitos y modelos de los alumnos que maman cada día en la caja tonta?
Los niños imitan a esos personajes mitad realidad, mitad ficción. Son los ídolos que la televisión les vende y los niños son esponjas. Una encuesta reciente dice que un niño español ve cada día entre tres o cuatro horas de televisión. No hay niño o adolescente que no se empape, a veces con regularidad, de la basura que nos regalan cada día nuestras televisiones. Ahora, cuando ya una parte de la sociedad hastiada clamaba a gritos por un control, por una limitación de tanta pestilencia televisiva, parece que la clase política ha empezado a reaccionar y se empiezan a establecer tímidas regulaciones, restringidas, eso sí, a lo que llaman ingenuamente “horario infantil”. Que se den una vuelta por las aulas de Primaria y Secundaria los comités de sabios reguladores y verán que poco tardan en darse cuenta de que el “horario infantil” real es de veinticuatro horas. Que los padres no ejercen ningún control sobre lo que ven sus hijos, y que se lo tragan todo, a cualquier hora del día o de la noche, muchas veces desde el televisor privado de su habitación. ¿Cómo pueden ser tan ingenuos?
Y con este lastre que traen de casa, ¿qué pinta un humilde maestro o profesor de secundaria, tiza en ristre, tratando de enseñar a dialogar, a argumentar, a razonar, a ser críticos, a ser tolerantes, a respetar, a ser solidarios? ¿O a algo tan antiguo y desfasado como a hablar con corrección y propiedad nuestra lengua, a enriquecer el vocabulario, a hablar con elegancia y cortesía? ¿Qué puede hacer un pobre maestro delante de un grupo de chicos y chicas empapados de la basura televisiva que se les vende como el paradigma de la libertad y la modernidad? Es poco menos que un marciano, que un loco, que un inadaptado, que un lunático.
Sin embargo eso debe ser la escuela del siglo XXI: transgresora, revolucionaria. En una sociedad mediatizada por una escala de valores basados en el consumo indiscriminado y la alienación colectiva con la televisión como principal aliado, la escuela debe alzar la voz y disentir para romper, de un modo u otro, ese perverso círculo vicioso. Si la escuela ha ejercido en muchas épocas de la historia un papel trasgresor, ahora, en la sociedad plástica del siglo XXI debe serlo más que nunca. La televisión se ha convertido en un dios alienante y perverso. Y la escuela, por desgracia, debe ser su rival. O intentar aportar lo que pueda a esta desigual lucha. He aquí una lista de palabras revolucionarias, relegadas en la televisión al ámbito de lo marginal y obsoleto y denigradas por su falta de rentabilidad comercial: respeto, solidaridad, tolerancia, civilidad, urbanidad, cortesía, amabilidad, dignidad, honradez, generosidad, humanidad, fraternidad. La lucha es definitivamente desigual: es David contra Goliat, es un ratón contra un dinosaurio. Nadar contra corriente no es fácil, y la lucha parece una batalla perdida de antemano. Pero la escuela tiene que intentarlo, es su labor revolucionaria que se le ha encomendado en estos tiempos. ¿Conseguirá la escuela desligarse de los hedores de la telebasura? Porque de lo contrario, si la escuela se mimetiza con grandes hermanos y pasa a ser parte del circo, estamos perdidos. Habremos tocado fondo, ahora definitivamente. Y no estamos lejos de conseguirlo.

Sobre el racismo y un injusto linchamiento

Quiero empezar diciendo, para evitar suspicacias, que no conozco ni personalmente ni por terceras personas a la Sra. Mª Antonia Granados, hasta hace unos días Directora Médico de Atención Primaria de Ceuta. Hasta el momento de la tormenta mediática que provocó en Ceuta una entrevista concedida por ella a Radio Lebrija no tenía conocimiento de su existencia ni del cargo que desempeñaba.
Al ver que esas declaraciones hacían verter ríos de tinta y provocaban grandilocuentes titulares en portadas de prensa (“La responsable del 061 insulta a los ceutíes en un programa de radio”, “Mª Antonia, ¡Váyase de Ceuta!”, etc.), me apresuré a buscar cuáles podían ser tan ignominiosos insultos proferidos por la Sra. Granados. Tuve la suerte de poder escuchar la entrevista reproducida en una emisora de radio ceutí y de leer la trascripción literal de la misma en este mismo diario.
¿Insultos? Me duele decirlo, pero la Sra. Granados no hizo sino expresar unas opiniones personales con las que, básicamente y en buena parte, estoy de acuerdo. Si de algo puede ser acusada la Sra. Granados es de falta de prudencia, o de corrección política, o de falta de tacto para evitar susceptibilidades, o de caer en la injusta generalización, pero nada más. Las sensaciones que dijo tener en algunos momentos la Sra. Granados son compartidas, en mayor o menor grado, por la mayoría de los que, llegados de diferentes puntos de la geografía española, vivimos y trabajamos en Ceuta, y también, cómo no, por muchísimos ceutíes de bien que les duele, tanto como a mí, el racismo y la xenofobia que se respira con demasiada frecuencia en las calles de esta ciudad.
Yo no voy a decir que la “sociedad ceutí es intolerante, xenófoba y racista” –aquí erró la Sra. Granados- pero sí diré, con triste convicción, que en Ceuta hay una dosis de estas dudosas virtudes superior a otros lugares de España. Tampoco es preciso añadir que, naturalmente, hay también muchísimos ceutíes ejemplares que son solidarios, tolerantes y hospitalarios; caer en la torpe generalización sería un imperdonable error. Pero no me referiré a estos, sino a los primeros, demasiado abundantes para ignorarlos o reducirlos a excepciones, como parecen hacer los medios de comunicación locales y los numerosos ceutíes que se han dedicado estos días a vilipendiar a la Sra. Granados por contar en voz alta lo que ve y siente por las calles. Los medios prefieren ponerse una venda en los ojos y decir: “En Ceuta no hay racismo, ni xenofobia, sino que aquí a todos nos encantan los marroquíes y los subsaharianos y los acogemos a todos con los brazos abiertos”. ¿Realmente lo creen?
Permítanme contar mi experiencia personal y reproducir aquí algunas de las opiniones de “respetables” ceutíes, pronunciadas sin pudor y con desparpajo, en lugares tanto públicos como privados que van desde taxistas, comerciantes o tertulianos de bar hasta profesores, guardias civiles o miembros de la Administración: “Estos no son personas, son animales y como tales hay que tratarlos” (dicho por un miembro de una Administración pública hablando conmigo y refiriéndose a los marroquíes). “A esos negros que los manden para la Península que nos estropean la imagen de la ciudad”, dicho también por una persona con un cargo oficial, “se nos ha llenado la ciudad de basura y de mierda” (un taxista), “estas moras son todas unas ladronas” (una respetable señora refiriéndose al servicio doméstico del que disfruta por una cantidad irrisoria…). “Esto ya es una porquería, los moros nos han invadido…” Así podría seguir y llenar páginas completas. Hay otros comentarios, pronunciados sin escrúpulos y sin bajar la voz en bares y cafés, tan repugnantes que por pudor me niego a reproducir. Cuando alguna vez me he atrevido a rebatir estos comentarios, mis interlocutores más civilizados me han respondido: “Es que tú no puedes entenderlo porque no eres de aquí”. Pues no, lo siento: no puedo entenderlo.
Quizás alguien pueda decir que estas cosas se oyen en todas partes, no sólo en Ceuta. Tal vez, pero puedo decir que he ejercido mi profesión en cinco países del mundo y he vivido en una decena de ciudades del planeta y nunca había visto algo así. Y aunque así fuera, no serviría como justificación. Yo ahora trabajo en Ceuta, vivo en Ceuta, y ésta es ya mi ciudad (aunque puede que después de este artículo también habrá quien quiera echarme, como a la Sra. Granados).
La señora Granados ha sido espontánea, ha dicho en voz alta lo que ve y siente e inmediatamente ha sufrido un espectacular linchamiento mediático, un aluvión de furibundos insultos y lo que aún es más incomprensible, también un linchamiento político. Ha sido cesada fulminantemente por…¡hacer uso de su legítimo derecho a la libertad de expresión! A treinta años de la muerte de Franco y por un delegado del Gobierno Socialista, quien, a partir de ese momento se convierte para la prensa local en el único político socialista digno de elogio. Es decir, que alguien denuncia el racismo y en lugar de preocuparse por el problema se defenestra al denunciante. Ahora ya se sabe; al que diga que aquí hay racismo e intolerancia se le corta la cabeza: vayan aprendiendo.
Mi admirada Carmen Echarri, directora de este periódico y con quien suelo coincidir en sus atinados artículos, creo que sin embargo estuvo especialmente desafortunada en el que tituló: “Mª Antonia, ¡váyase de Ceuta!”, publicado en El Faro el pasado 20 de octubre. En primer lugar porque ni ella, ni nadie puede arrogarse la prerrogativa de “decidir” quien puede y no puede vivir en Ceuta, por pobre que sea la opinión que dicha persona tenga sobre la sociedad en la que vive. Es tan obvio que no necesita aclaraciones: libertad de expresión, libertad de residencia…son artículos de la Constitución Española. La de todos; también la de Ceuta, por supuesto. ¿O se deben hacer excepciones con Ceuta? Y en ese mismo artículo hay un juicio de valor tan gratuito como injusto, cuando dice, en categórica afirmación: “Una ciudad que tan sólo le interesa para lucrarse económicamente (…)”. Sra. Echarri: no tire piedras contra el tejado de los ceutíes y de los que aquí vivimos. ¿De dónde procede el “lucro”, es decir, los privilegios fiscales, complementos salariales, subsidios y prebendas económicas de que disfrutamos todos los que aquí vivimos y trabajamos? De los bolsillos del resto de los españoles. ¡Cómo puede decirle a una señora española que lleva toda su vida subvencionando esta ciudad con sus impuestos que no tiene derecho a vivir aquí y que viene a lucrarse! Es el mundo al revés, los pájaros que disparan a las escopetas.
Dos cosas me han movido fundamentalmente a escribir esta colaboración: en primer lugar corroborar con mi modesta opinión la existencia del racismo al que se refiere la Sra. Granados-con las matizaciones ya hechas-, admitir su existencia para ponerle coto y así poder luchar contra él con todos nuestros medios. Por otro lado denunciar el linchamiento público y político que ha padecido una persona por expresar opiniones, por muy del desagrado que sean para muchos.
Por mi condición de educador me siento especialmente comprometido por lo primero. Precisamente porque me debo a mis alumnos ceutíes, con los que tengo un compromiso tanto humano como profesional. Y como el racismo y la xenofobia son lacras indeseables, aquí o en cualquier otro lugar del mundo, lo primero que necesitamos para erradicarlo es reconocer su presencia, para poder empezar a luchar contra ellos. No ponernos una venda en los ojos y decir que aquí de eso no hay nada, como parecen hacer creer algunos medios de comunicación o aseguran muchos ceutíes. Aquí, en Ceuta, mi ciudad, hay racismo y xenofobia. Lo digo con dolor y con pena, porque es donde siento, trabajo y vivo. El primer paso es admitirlo, el segundo repudiarlo con todas nuestras fuerzas para luchar contra él desde todos los ámbitos sociales.
Quiero terminar diciendo que espero no haber ofendido con esta modesta colaboración a los muchos ceutíes de bien que me han acogido en su ciudad con la calidez propia de sus gentes; nada más lejos de mi intención. Solo he pretendido, si acaso, arañar alguna conciencia e invitar a todos a una constructiva autocrítica. Si por el contrario he ofendido a los racistas, xenófobos e intolerantes convecinos que también moran en Ceuta, me sentiré más que satisfecho, pues ese era mi ánimo. Son justamente ellos los que sobran en una ciudad que aspira a ser un pacífico crisol de culturas y una digna puerta del sur de una humanitaria y tolerante Europa.

El manicomio del sur

Nací y vivo en un país del sur de Europa, durante cinco siglos conocido como España y desde hace algunos años más conocido como “Estado”. Tengo bastantes amigos extranjeros, algunos viven en mi país (“Estado”) y otros en sus respectivos países, y con frecuencia me preguntan por la actualidad política de este país que ingenuamente ellos conocen como Spain, Espagne o Spanien, según el caso. Mis amigos latinoamericanos me hablan de España, así, con eñe y todo, imagínense lo desfasados que están.
Pues bien, a pesar de no ser del todo analfabeto, me las veo y me las deseo para explicarles cómo funciona este curioso país. Veamos cómo lo intento.
El gobierno de la nación, supuestamente de izquierdas, gobierna a expensas del apoyo de un partido independentista que niega a España su condición de nación, para atribuirla sólo a una parte de España llamada Cataluña, la suya, en donde, por ejemplo, prohíben y hasta sancionan el uso de la lengua española, a pesar de ser el idioma materno de más de la mitad de la población de ese territorio, precisamente la inmigrante y más desfavorecida. Y repito, son “de izquierdas”. Debo explicar –ya que fuera sorprende mucho- que aquí el nacionalismo burgués independentista es una cosa considerada como “muy de izquierdas”. (Hablo del gobierno “principal”, para entendernos, porque en España hay diecisiete gobiernos con sus respectivos parlamentos–les aclaro).
Pues bien, algunos políticos de esos partidos en el poder al que todos los españoles (con perdón) estamos claramente supeditados se muestran orgullosos de decir públicamente que no son ni se sienten españoles, lo que no les resulta ningún óbice para gobernar todo el país (“Estado”) desde Cataluña, que dicen que es su verdadera y única nación. Este gobierno “de izquierdas” desprecia a los que defienden una Constitución Española aprobada democráticamente por una inmensa mayoría de españoles en 1978 para acabar con una dictadura de cuarenta años y, en el colmo de la paradoja, les llama “franquistas” o “fachas”. Este último término también es utilizado en la política de Cataluña para denominar a todos los que hablan castellano o no desean la secesión de Cataluña, o más sencillamente, muestran alguna discrepancia con sus postulados nacionalistas patrióticos catalanes. “Son unos “fachas”, dicen. También emplean a veces la palabra “español” como insulto. Lo mismo sucede en otras zonas de este curioso país.
Este gobierno “de izquierdas” también trata de monopolizar todos los medios de comunicación (prensa, radio y televisión) y hace todo lo posible y hasta lo imposible por cerrar aquellos que le critican; para ello van, si hace falta, a hablar con el mismísimo Papa de Roma. “¿Es una broma?”, preguntan. Pues no, así es este gobierno de izquierdas, se va a Roma a intentar que cierren una emisora de radio que pertenece a la Iglesia Católica, porque dicen que les insultan y les llaman de todo.
Y si lo que les he dicho hasta ahora ya les parece surrealista, cuando les he contado la última ya no saben qué pensar. Fue el otro día. Un ministro del partido de ese gobierno que prohíbe el idioma español en una parte de España defendió el uso del español (¡sí, del español!) en la Unión Europea. Y para defenderlo, ¿saben qué lengua utilizó? ¡Pues el catalán, por supuesto!
¿“España es un país o un manicomio”?, preguntan. “Yo ya no estoy muy seguro”, respondo. Pero por si no lo he explicado bien o el que está loco soy yo, voy a pedir cita con mi psiquiatra “institucional”…

Una lección de civismo y tolerancia

Habían sido agraviados. Habían sido vejados y humillados. De ellos, de su cultura, de su etnia, había hecho escarnio público una docena de caricatos en una canción de Carnaval -“probos” agentes de policía, qué sarcasmo-, y para realzar el oprobio un ilustrísimo jurado había concedido a los simpáticos “cantautores” el primer premio a la mejor letra, cuatro mil euros y su ración de gloria. Qué humor tan fino, qué sutiles, qué ingeniosos los insultos, debieron pensar. Aún deben de estar desternillándose de risa los eruditos miembros del jurado.
Como respuesta a esta afrenta los responsables políticos de la ciudad habían reaccionado con una tibieza pusilánime y se habían limitado a “rechazar” el contenido de la vergonzosa chirigota, y pedir a los célebres “Polluelos” que, -si no les servía de molestia, supongo-, pidieran disculpas. Para acabar de redondear el despropósito ahí se acababa la reacción de “sus” representantes políticos. No cabe duda: había sobrados motivos para la indignación y la rabia. La de todos: la de los ofendidos directamente y la de los demás; la de todos los que pensamos que el racismo es una lacra indeseable y lacerante que es preciso erradicar de una vez por todas.
Y también había motivos, casi necesidad, de manifestarse en la calle. De manera contundente e inequívoca. “Contra el racismo. Por la convivencia”. El lema era tan claro que no dejaba resquicio a dudas: allí debíamos haber estado todos, codo a codo, al lado de los ofendidos, solidariamente, demostrando que sabemos, podemos y deseamos vivir juntos. Y hacer bueno el eslogan de la ciudad: la de las cuatro culturas.
Pero no fue así. Sólo la comunidad musulmana acudió a la cita y algún enajenado suelto como el que esto escribe, que pensamos que debíamos caminar junto a los insultados, porque en el fondo los insultados éramos todos. Me encontré rodeado por miles de musulmanes, pero…¿y los no musulmanes? ¿Dónde estaban los ceutíes no musulmanes de bien, dónde estaba toda esa gente abierta y tolerante que compartía la lógica indignación de los que habían sido ultrajados? Miraba a mi alrededor y no veía a nadie. Eran muchos, muchísimos, pero estaban solos. Qué pena.
A pesar de tanta vergonzosa ausencia, la manifestación fue una magistral lección de civismo y tolerancia. Los musulmanes de Ceuta supieron contener la rabia y la indignación y responder a la afrenta con llamadas a la paz y a la convivencia. Escrupulosamente pacíficos en sus actos y en sus voces. Ni una sola consigna de venganza, ni un ataque a la comunidad cristiana, ni un sólo insulto a nadie (excepción hecha de los chirigoteros, más que comprensible). Expresaban su dolor sin ofender, se defendían sin atacar. “No somos animales, somos musulmanes”, “Vivas dimisión”, “El pueblo unido jamás será vencido”, “Ceuta herida”, “No somos animales, somos caballas”.
Y si fue una gran demostración de civismo no lo fue menos de integración. Banderas de Ceuta, todas las consignas en español, las pancartas en español, a pesar de ser el árabe la lengua materna de la inmensa mayoría de los participantes. Todo un ejemplo de identificación con su ciudad, Ceuta, y con su país, España.
Los parlamentos en el acto final de la Plaza de África fueron tan beatíficos y comedidos que parecían escritos por la mismísima Madre Teresa de Calcuta: alusiones a Martin Luther King, Mahadma Ghandi, a la paz, a la convivencia, a la fraternidad. Empezando por el minuto de silencio observado religiosamente por todos los asistentes en memoria de las víctimas del 11-M. Ni una alusión altisonante, ni una descalificación, ni un solo grito ofensivo hacia nadie. Toda una lección de civismo y tolerancia.
Quiero acabar permitiéndome una debilidad sentimental. En un momento determinado Mohamed Alí dio las gracias a los no musulmanes que habíamos participado en la manifestación. Y la gente rompió en un impresionante aplauso. Yo estaba en medio de la multitud, rodeado de musulmanes. No había ningún otro no musulmán en las inmediaciones, al menos que fuera fácil reconocer por sus rasgos étnicos. Así que los que estaban a mi alrededor, mujeres con chilaba y niños en su mayoría, se volvieron hacia a mí manteniendo el aplauso y para estrecharme la mano con un humilde: “Muchísimas gracias”. Ha sido uno de los momentos más hermosos que he vivido desde que estoy en esta ciudad.
Soy yo, y todos los ceutíes, los que debemos agradecer a la comunidad musulmana esta hermosa lección de civismo y tolerancia. Muchas gracias, queridos convecinos.
Javier Cornejo


P.S.: Sé que hubo algunos incidentes violentos en el Paseo del Revellín después de la manifestación, de los que también fui testigo. Si no he hecho referencia a ellos en el artículo, es porque nada tienen que ver con la manifestación. Una docena de gamberros adolescentes que decidieron aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid para practicar su deporte favorito: el vandalismo. Lo hacen cada fin de semana, cada día. Vincular estos actos a la manifestación para descalificar a los asistentes sería tan tendencioso como malintencionado.

Gudaris de panza llena y kalimotxo

La madre de Carlos Palate, ecuatoriano abatido por ETA con una bomba de varios cientos de kilos, no sabe cómo son los colores de la bandera de Euskadi, porque es ciega. Probablemente tampoco lo sabría aunque no lo fuera, y tampoco sabe qué es ni donde está Euskadi, ni en qué consiste la lucha armada que los aguerridos soldados vascos dicen librar en nombre de su ancestral patria. Ahora llora por su hijo muerto, que ella no creía enemigo de nadie. Ni siquiera de esa patria vasca por la que se lo han matado.
Carlos Palate estaba preparado para la miseria, que conoció muy bien, para recoger naranjas de sol a sol, para trabajar duro en una fábrica lejos de su país y así poder enviar trescientos dólares al mes para la manutención y los medicamentos de su familia, en Ecuador, y también para ir pagando poco a poco la deuda que contrajo para reunir el dinero para emigrar a España. Estaba preparado para el hambre, para el sacrificio y para la nostalgia, pero no para los doscientos kilos de explosivos con que ETA le reventó en nombre de la liberación de la patria vasca.
Porque en Ecuador, como en otros muchos lugares del mundo mísero, saben de injusticia, de lucha social, de liberación del oprimido. Así que tal vez no se imaginen que el oprimido vasco, el valiente gudari y los que le apoyan vive en una buena casa con calefacción, conduce un buen coche, y los sábados come chuletones de buey de medio kilo o tortilla de bacalao, o se harta de pintxos y txikitos en las herriko tabernas (las tabernas del pueblo, las llaman), rodeados de carteles con fotografías de sus heroicos mártires, esos pobres chicos a los que la opresora España tiene presos en cárceles (algunas alejadas de Euskadi, qué crueldad) total por haber matado a diez o doce personas, los angelitos. No hay derecho, así que cuando se han puesto hasta arriba de txikitos o kalimotxo y se empiezan a aburrir se van a la calle a quemar un par de autobuses o a destrozar algunas tiendas o locales públicos, que allí su policía es muy comprensiva y por hacer estas menudencias normalmente no pasa absolutamente nada. Faltaría más. Cuando han terminado la noche de fiesta revolucionaria (también llamada kale borroka), se van a casita, dan un besito de buenas noches a papá y a mamá y duermen profundamente en el confortable caserío, satisfechos y orgullosos de haber aportado su granito de arena a la liberación del oprimido pueblo vasco. Tal vez en Ecuador no saben que muchos de estos chicos que matan o se identifican con los que matan en nombre de la injusticia y de la opresión pueden gastar en una noche de juerga con la cuadrilla “revolucionaria” lo que una familia ecuatoriana consigue en un mes de trabajo en el campo. No saben lo dura que es su vida, tan oprimidos por el infame Estado español. Tampoco saben que sus enemigos opresores-cualquiera que no piensa como ellos- tienen que vivir con guardaespaldas, no pueden ir a muchos sitios, ni decir libremente lo que piensan, o se han tenido que marchar por miles del País vasco, de su propia tierra, porque si no se arriesgan a recibir un tiro en la nuca o a morir reventados por la metralla de una bomba, como le pasó a Carlos. Aunque éste ni siquiera decía ni probablemente pensaba nada de los vascos, ni tan siquiera vivía allí. Así que ya ven que es sumamente fácil ser enemigo de la causa vasca y por tanto víctima.
Algunos de los políticos de la legendaria Euskal Herria, que además de muy vascos también son muy comprensivos y enrollados, justificarán sus travesuras juveniles, y responsabilizarán de ellas a la opresora España, o a sus infames jueces y fuerzas de seguridad, que se empeñan en detener y a veces juzgar a sus valientes soldados liberadores, los muy tiranos e intolerantes. Es que no hay derecho, insisten.
Algunos de estos políticos enrollados, que son unos canallas pero no del todo idiotas, tal vez deberían explicar a la madre de Carlos Palate porqué su hijo tuvo que morir reventado mientras echaba una cabezada en el aparcamiento del aeropuerto de Madrid para liberar al pueblo vasco de la opresión. Quizás el modernillo, achulado y deliberadamente informal Otegi o el orondo Barrena, tan locuaces y dialogantes ellos, podrían viajar a la aldea de Palate en Ecuador y explicar a su familia rota porqué ETA, su organización armada, tuvo que realizar tan portentosa y audaz acción militar en Madrid para abatir con doscientos kilos de explosivos al feroz enemigo del pueblo vasco: dos trabajadores inmigrantes ecuatorianos que encontraron la muerte por tener que emigrar de su país huyendo de la miseria. En el colmo del cinismo estos gudaris batasunos han declarado que la muerte de los ecuatorianos les ha causado “hondo pesar”. Qué buen corazón, qué nobles, qué dignos…Qué ganas de vomitar.

Realidad nacional y otras realidades

Tienen razón los diputados de Esquerra Republicana de Catalunya y los del Partido Andalucista cuando aseguran enfáticamente que no es lo mismo decir “nación” que “realidad nacional”. Tienen toda la razón. Porque mientras nación es un término relativamente comprensible, que viene de nacer, que tiene definiciones en los diccionarios y que cualquier persona con sentido común y aún sin él puede esbozar su significado, “realidad nacional” es una majadería de tal calibre que solo los politicastros de nuestro singular país (o como se llame, que ya no lo sé) pueden plasmar en documentos oficiales, votar en parlamentos y quedarse tan anchos. Nuestros políticos no se conforman con regir nuestros destinos, decir lo que somos o dejamos de ser, sino que, en su a veces supina ignorancia, se atreven a cambiar, jugar, negociar, trastocar, humillar nuestra lengua y hasta inventar palabras y sintagmas tan vacíos como redundantes, crear nuevos diccionarios e inaugurar conceptos tan abstrusos como fantasmagóricos. O sea, que Andalucía no es una nación, sino una “realidad nacional”. Me imagino, tratando de buscar algo de coherencia en la nueva semántica de politiquillos de tres al cuarto, que el antónimo de realidad nacional es “irrealidad nacional”, o sea, que todo lo que no es “realidad nacional”, sencillamente no es, no existe, no es nada en términos patrióticos.
Lo curioso de todo, es que la intención de anteponer “realidad” a la palabra controvertida era edulcorarla, incluso rebajar su significado, cuando lo que se hace en realidad (y perdón por la redundancia), además del ridículo, es reforzarla.
De esta forma, y buscando un poco de consistencia a partir de ahora para nombrar los conceptos, me permito proponer algunos.
Un niño, para no sentirse mancillado, deberá ser llamado “realidad infantil”. Un perro, a partir de ahora, si quiere tener un mínimo de prestigio como entidad, deberá llamarse “realidad canina”. Una casa que se precie, una casa que tenga una de esas hipotecas de treinta y cinco años y que uno se tira pagándola toda la vida y aún deja letras para los descendientes, deberá llamarse “realidad doméstica”, porque si no será una chavola de nada, un habitáculo despreciable. Un hombre que tenga el debido respeto a su señora, deberá presentarla como “realidad conyugal femenina” y la señora que respete a su marido se referirá a él como “realidad conyugal masculina”, ya que si no será un mindundis. Una aventura podría ser una “realidad sentimental circunstancial”, o “realidad sexual interina”. Para los hijos dudo entre varias: no se si deberían llamarse “realidades vástagas” o “realidades troncales descendientes”, en contraste con los padres que serán las “realidades troncales ascendientes”.
De igual manera uno no debe referirse a su trabajo con un término tan insignificante, sino como su “realidad laboral”, que tal combinación sintáctica es la que realmente dignifica al hombre, y no lo otro.
Y así sucesivamente. No es tan difícil, nuestros políticos, en su grandeza didáctica, han reinventado el lenguaje. Para que algo tenga entidad verdadera, debe llevar delante la palabra realidad, y luego decir lo que se quiere decir, pero en forma de adjetivo. Un coche es una “realidad automóvil”, un ordenador es una “realidad informática computerizada personal”, un cuchillo es una “realidad doméstica cortante con mango”, un profesor es una “realidad educativa personal”. Y como me imagino que nuestros entrañables políticos ceutíes estarán ya preparados para definir a Ceuta en su próximo estatuto, o su nueva condición de comunidad autónoma, y esto de la ilustración política y lingüística es peligrosamente contagioso, permítanme una sugerencia: “Realidad nacional trasmediterránea y transcontinental”. ¿A qué suena bien? No me den las gracias; les regalo el copyright.

Tánger, mitica y canalla

Tánger, esa inexplicable ciudad vecina, amada por unos y denostada por otros, y bautizada por los vendedores de turísticas rutas imperiales como la puerta de África, no sólo es la entrada a otro mundo, otra cultura, otro planeta, otro estilo de vida. Puede ser, si uno sabe mirar, mucho más.
Para el viajero Tánger puede ser dos cosas: ciudad de paso o ciudad de culto. Es inevitable asociar el nombre de este enclave a caballo entre dos mundos con el mito de la ciudad que encandiló a Paul Bowles, Truman Capote, Allan Ginsberg, Borroughs o tantos otros artistas que la describieron como el lugar más libre del mundo, la fuente de inspiración de leyendas y cuentos en donde la ficción y la magia se entremezclaban todos los días con lo cotidiano. Entre una España sumida en la mediocridad del fascismo y una África que se convulsionaba entre la miseria y las guerras coloniales, brillaba con luz propia un oasis agitado y bullicioso, ese espacio internacional que quedó plasmado en las mejores páginas de Paul Bowles o los mejores lienzos de Matisse, y que convirtieron esta ciudad en obligada referencia entre los lugares de culto que en el mundo han sido.
¿Qué queda de esa hermosa ciudad entre aristócrata y canalla, entre bohemia y exótica? El recuerdo de ese paraíso perdido sólo permanece en la conversación nostálgica de los viejos tangerinos que ven desfilar ante sus ojos una nueva y decadente ciudad mientras sorben té con hierbabuena sentados en cualquiera de los cientos de cafés que tan bien simbolizan las calles. Ahora la ciudad es otra cosa. Los extranjeros se marcharon hace tiempo y con la muerte de Paul Bowles también se fue el paradigma de un mito ya algo momificado y que empezaba a oler a rancio. Tánger ahora se debate entre una leyenda ya apolillada de lugar mítico, una ciudad moderna en donde llegan todos los días los ecos de la próxima Europa y ese mercado clandestino de casi todo, propio de las ciudades fronterizas: contrabando, prostitutas, pateras, visados falsos, hachís... El Tánger de Paul Bowles y la generación beat ya no existe, pero algunos reflejos de su antiguo esplendor y el rescoldo de la que fue una urbe cosmopolita y libertina aún pueden encontrarse al rastrear por el barrio del Marshan, el Dradeb , o simplemente darse un paseo por la medina.
El contraste cultural, desde luego, es brutal. Parece increíble estar a catorce kilómetros por mar de Tarifa y a setenta kilómetros por tierra de Ceuta, poder ver nuestras costas los días claros y tener la sensación, apenas se atraviesa la frontera, de haber cambiado de planeta. Naturalmente que es hermoso pasear por medinas y zocos abarrotados, mercaderes que cantan sus mercancías y compradores que se baten el cobre por un dirham. Es, por supuesto, parte del exotismo que aprecia el foráneo, el viajante, el turista. Y también puede el residente extranjero disfrutar de estos elementos y de muchos otros en la medida en que permanezca vivo el gusto por lo exótico, lo diferente, lo llamado a veces con una cierta cursilería lo “étnico”. Uno puede, con el tiempo, formar parte de ese paisanaje cotidiano, pero siempre de una manera señalada, un extranjero siempre es un extranjero, y canta como una mosca en leche por más que se encasquete el tarbush y la chilaba y llegue a chapurrear algunas palabras en árabe dialectal. El extranjero europeo es tratado con cariño y hasta con deferencia, y no sólo porque a fin de cuentas suela llevar los bolsillos llenos de dirhams, euros y dólares, cuando no de influencias a “alto nivel” y suela pertenecer a esa clase “noble” tan apreciada en una sociedad llena de castas con una historia colonial tan vinculante. Los españoles, que llegaron a ser más de cincuenta mil en los años cincuenta, dejaron aquí una huella perfectamente identificable en la fisonomía de la ciudad. Arquitectura, bares, gastronomía, costumbres, por no hablar de las numerosas palabras castellanas que quedaron incrustadas para siempre en el árabe dialectal (dariya) hablado en el norte de Marruecos.
Pero entre el bullicio de las calles efervescentes de vida y olores también se halla otro paisaje, inseparable del anterior: ancianas decrépitas cargando gigantescos fardos de mercancías, mendigos nauseabundos haciendo sonar su platillo por caridad, ciegos con las cuencas de los ojos vacías que piden unos céntimos mientras cantan las grandezas de Aláh, tullidos y deformes que imploran entre el hedor de la basura y el pescado que se descompone al sol y que forman parte de ese paisaje colorista que tanto aprecia el viajero hambriento de sensaciones fuertes y exotismo.

En el zoco, se mezclan la actividad frenética de los mercaderes que acarrean huevos, naranjas, lechugas, sacos con especias, teteras de alpaca, alfombras morunas, cualquier cosa; gritan sus mercancías, cantan el precio todavía en la moneda de antes, los francos que hace ya tanto tiempo que dejaron de usarse, con los ociosos transeúntes y viejos tangerinos que sorben poco a poco el té con hierbabuena desde los cafés de la medina desde donde se divisan dos mundos: a un lado de la vidriera del café está esta agitación de los comerciantes vivos y diligentes, los guías atentos al menor resquicio para hincarle el diente al turista menesteroso de orientación y ayuda y mendigos harapientos y tullidos que cantan al Dios generoso recitando versos del Corán. En el interior del café el omnipresente murmullo del televisor en español, la enésima repetición de las jugadas del partido del día anterior y los ibéricos concursos chillones con azafatas de sonrisa eléctrica y piernas interminables, o la publicidad del glamoroso perfume que nos hace irresistibles o el espectacular coche que abandera el bienestar y la felicidad del otro lado del Estrecho. En los pasadizos medievales conviven, junto a barberías y colmados propios de siglos pasados, rincones en los que venden modernos electrodomésticos y antenas parabólicas para televisión digital, como si el encargado del script de una película de moros hubiera tenido un descuido imperdonable. En fin, todo un goce para el paseante, que puede embelesarse en la contemplación de cómo dos épocas y dos mundos se dan la mano en un mismo callejón.
Al atardecer el cielo se tiñe de un rojo intenso y las calles se convierten en un bullicioso hormiguero de paseantes ociosos, todos en su lugar y representando su papel. Las chicas jóvenes más tradicionales pasean del brazo de su madre o su tía, enfundandas en chilabas y tocadas con discretos velos, dejándose contemplar por multitud de hombres acomodados en las terrazas de los cafés, eternamente desocupados, dejando pasar la vida por delante de ellos mientras comentan acaloradamente el último fichaje multimillonario del Real Madrid o Barcelona. Otras chicas, más descocadas y “libertinas”, visten europeo y pasean en grupos de dos o tres recorriendo las aceras del Boulevard Pasteur con una disimulada distracción y beatitud, pero subirán, con el recato y discreción que impone su cultura, a cualquier coche elegante desde el que un hombre les haga una seña, y se perderán en la tarde en el pozo de lo prohibido. Y todo sucede de manera casi imperceptible, en un disimulado juego de miradas e insinuaciones: el foráneo nunca apreciaría la obra que se representa en la trastienda de los bulevares y se quedaría sólo con la apariencia de calles agitadas y efervescentes, con un aluvión de personas que pasean, arriba y abajo, en un paisanaje propio de una apacible ciudad colonial de provincias.
Y junto al Tánger mítico, el Tánger canalla y el Tánger exótico emerge con fuerza una ciudad que se moderniza día a día y que parece mostrar el dinamismo de una urbe que bulle y está decidida a emular lo antes posible a su vecina Europa. Cada semana se incorporan nuevos símbolos occidentales del progreso a la vida cotidiana de los tangerinos. Los cibercafés invaden el centro de la ciudad y se multiplican hasta competir con ventaja con los tradicionales “bakalitos” y barberías. Los tejados de los edificios constituyen un verdadero bosque de antenas parabólicas de televisión por satélite. La fiebre del teléfono móvil está en plena efervescencia y ya es habitual escuchar en mitad del zoco las familiares melodías metálicas de los aparatos portátiles provenientes de los bolsillos de la chilabas. Empiezan a proliferar las tiendas de muebles funcionales de bricolage, hace poco abrieron el primer centro comercial tipo gran superficie, se ven por las calle jóvenes motoristas que llevan pizzas a domicilio y el McDonalds inaugurado hace ya varios años ofrece para el periodo del Ramadán un “especial” de hamburguesa con harira, la tradicional sopa de legumbres con que los musulmanes rompen el ayuno en esas fechas.
Quizás sea la noche de Tánger la que conserve mejor la fisonomía de ciudad promiscua y disoluta que siempre la caracterizó. Tal vez la ciudad con más bares, tascas, discotecas y clubs nocturnos de todo Marruecos, la ciudad es un dechado de tentaciones al alcance, eso sí, exclusivamente del hombre.
Las tapas de los bares de Tánger son las más generosas del mundo. Con dos o tres cervezas el camarero irá dejando en la barra abundantes platos con pescado frito al estilo andaluz, ensalada, pinchitos morunos de carne picada (kefta), en cantidad suficiente como para satisfacer al cliente más comilón. No es extraño encontrar en estas tascas la decoración propia de las tabernas más añejas de Andalucía o Madrid: paredes ennegrecidas por el humo de la fritanga, carteles amarillentos de corridas de toros antiguas, o posters y escudos de los dos equipos de fútbol que aquí levantan pasiones más enfervorizadas que incluso en España: el Barcelona y el Real Madrid. Sólo los hombres se agolpan en la barra de estos bares rescatados de la memoria española, y el tangerino, afable y conversador por naturaleza, si además está animado por la euforia de la cerveza, no tardará en darnos su opinión sobre el transcurso de la liga española de fútbol, la situación política del país o se pondrá melancólico recordando el viejo esplendor de aquel Tánger que nosotros ya sólo conoceremos por su relato.
Un Tánger que ya no existe pero sigue hechizando al visitante. Todos los foráneos han buscado siempre donde reside una magia tan intangible como evidente. Quizás sea su asimétrico equilibrio entre pasado y presente, la fascinación de su exotismo y bohemia, el espacio inexistente entre sus tradiciones medievales y la modernidad, el té con hierbabuena de los cafés diurnos y el whisky de garrafa de los clubes nocturnos, verdaderos museos del kitch, hayek y chilabas con jeans y minifaldas, harira y hamburguesas, o los posos que quedan en el ambiente de una ciudad decadente y canalla.
Lo cierto es que visitar Tánger encierra un singular riesgo: empezar por desdeñar su suciedad y decadencia para acabar, al poco tiempo, por deshacer definitivamente las maletas y quedar atrapado para siempre por su magia irracional de rompeolas de dos mundos, un lugar tan canalla y decrépito como mítico y fascinante. Ese lugar inexplicable del que ya nunca nos querremos marchar del todo.

Padres, salven sus huevos

Hace ya bastantes años pasé seis cursos escolares en California como lo que ahora llaman profesor visitante, aunque ciertamente en aquel entonces no recibiéramos nombre tan digno ni tuviéramos tan oficializada la situación. No voy a extenderme demasiado en el relato de las muchas anécdotas que en aquel país me sucedieron, aunque el rosario de episodios más o menos pintorescos que puede vivir un españolito en tierras del tío Sam (y sobre todo en la California del pato Donald y la silicona como señas de identidad) es prolijo y generoso, desde las autoescuelas a las que te “condenan” a ir por cometer una infracción de tráfico y cuyos instructores pueden ir –por ejemplo- disfrazados de payasos hasta los jueguecitos que, de manera indefectible, tienes que “padecer” antes de comenzar cualquier seminario didáctico. O las fiestas escolares en las que los alumnos, por un módico precio pueden hacer darse un chapuzón a su profesor favorito en una piscina de plástico acertando con una pelota en una diana que acciona el mecanismo que deja al profe hecho una sopa. Como la lista sería interminable, hoy me voy a concentrar en el idioma, en las anécdotas que el Spanglish, esa delicia de creatividad que el mestizaje ha inventado, me proporcionó durante aquel tiempo. Y más que en el Spanglish, en las traducciones inglés-español que con frecuencia nos deleitan desde alumnos hasta instituciones oficiales, y que a los españoles no demasiado puristas nos hacen pasar más que buenos ratos. No voy a hablar de “vacuum the carpet” como “vacunar la carpeta” o “deliberar groserías” para “deliver groceries”; pues si bien están en el abc del anecdotario de las traducciones más grotescas del inglés al español, reconozco no haber oído jamás tales expresiones sino en el relato de otros, más como ingenioso chiste que como realidad cotidiana. Así que voy a referirme exclusivamente a situaciones vividas de primera mano por mí y reales como la vida misma; de ellas doy fe.
A efectos prácticos California es un estado bilingüe, especialmente grandes urbes como Los Angeles, y en los centros escolares con un alto porcentaje de alumnado hispano (la mayoría) las comunicaciones del colegio para los padres son bilingües, en inglés y en español, si bien en este último idioma en las más de las veces prevalece la voluntad sobre el acierto. Veamos algunos simpáticos ejemplos. Un profesor vecino de aula quería hacer en clase con los niños “cascarones”, un típico juguete mexicano que se hace con la cáscara de un huevo previamente vaciado por un pequeño agujero por el que se rellena de confeti, se decora y se le pega un palo, para después romperlo sobre la cabeza de quien uno quiera y regarlo así de papelitos multicolores en simpatiquísima “gracia”. Pues bien, como hacían falta huevos (con perdón) para la actividad, los padres recibieron una nota que en inglés decía algo así como “parents, please this weekend save your used eggs and bring them to school with your children”, algo bastante comprensible en inglés pero que en su correspondiente traducción al español resultaba: “Padres, por favor este fin de semana salven sus usados huevos y mándelos a la escuela con sus niños”. Me imagino que tal petición originó más de un sobresalto de angustia a los sumisos progenitores mexicanos.
Supongo que también causó una cierta inquietud otra nota que recibieron los padres de una escuela del distrito de Los Angeles próxima a la mía respecto a los proyectos que existían allí para el año próximo. Para aliviar la congestión de alumnado que padecen muchas escuelas de Los Angeles se utiliza con frecuencia un sistema de calendario que establece turnos y mantiene el colegio ocupado a lo largo de todo el año, incluyendo los meses de verano. Este sistema es conocido en inglés como “year round”, e iba a ser implantado en la escuela para el siguiente curso. Para los lectores no avezados en la lengua de Georgie Bush (Jorge Arbolito), diremos que estas palabras, traducidas literalmente, significan “año redondo”. Pero claro, la tipografía americana no contempla la eñe, así que en la correspondiente traducción se consumó la tragedia y los sufridos padres mexicanos recibieron la siguiente nota informativa: “Les informamos que el curso escolar próximo en nuestra escuela todos tendremos ano redondo”. No estoy muy seguro de la reacción de los padres ante la obligación que la escuela de sus hijos les imponía para el curso siguiente, y las repercusiones que ésta pudiera tener en lo más íntimo de su anatomía.
La jerga y el argot que emplea el alumnado de origen mexicano puede resultar absolutamente incomprensible para el profesor español recién llegado, por muy ducho que esté en el habla de Vallecas, Carabanchel Alto o el pueblo más escondido de la provincia de Huelva o Graná. Y los malentendidos pueden ser tan espectaculares como hilarantes para algunos como embarazosos para otros, en este caso el profesor (servidor), o el pobre alumno que padeció mi incomprensión de nuestro supuestamente idioma común. Así fue la cosa, y perdonen por lo escatológico de la anécdota. Clase de 6º grado, el equivalente al 6º de Primaria español. Los alumnos no tienen permitido ir al baño durante las clases, salvo imperativas emergencias. En mitad de una explicación un alumno se levanta, se me acerca, con el rostro visiblemente descompuesto y me susurra al oído: “Maestro, me pegó el Chorro”. Pienso para mí: una agresión, un tortazo de un chulito al que deben de apodar como “El Chorro”, se ha producido en plena clase, en mitad de una explicación para más inri, y a un niño de complexión física más bien enclenque. Intolerable, así que sin pensarlo dos veces levanto la voz y con indisimulada ira grito: “A ver, ¿quién es “El Chorro” ése que ha pegado al pequeño Anastasio? El pobre Anastasio no sabía donde meterse, ruborizado y tembloroso, ante el aluvión de carcajadas incontenibles del resto de la clase. Resulta que “el chorro”, para los mexicanos no es sino un súbito ataque de diarrea, y el pobre chaval sólo estaba pidiendo permiso para ir al baño ante la acuciante necesidad que se le acababa de presentar, que me comunicaba al oído con el pudor y la discreción que requiere este tipo de situaciones, y que yo arruiné por no estar al tanto de las peculiaridades del argot mexicano. Espero que el pobre Anastasio ya se haya recuperado del involuntario bochorno al que le sometí aquel día y no presente ningún tipo de trauma ante las súbitas incontinencias intestinales. Hace más de doce años.
Pero aún mucho menos obligados están ellos a conocer nuestras peculiaridades dialectales, que nos pasan totalmente desapercibidas por lo cotidiano y familiar, pero que chocan con fuerza en cuanto salimos de nuestro ámbito habitual de empleo de la lengua castellana. No estaría mal que los profesores españoles recibieran un básico cursillo de adiestramiento sobre aquellos usos y registros de idiosincrasia típicamente española antes de enseñar español y en español al otro lado del Atlántico. Se evitarían situaciones como éstas, aún a costa de la correspondiente merma del anecdotario que todos los profesores visitantes nos hemos traído como bagaje. Así, si a un alumno inquieto que perturba la clase le pedimos que “pare”, es probable que se ponga de pie, pues es ésta la acepción del verbo “pararse” más comúnmente utilizada en el español de América Latina y por tanto de Estados Unidos. Costumbre extendida en nuestro español peninsular, sobre todo en el norte, es dar ánimo o confirmar un acuerdo verbal empleando la expresión “venga” como interjección o simplemente haciendo las veces de adverbio de afirmación. Así que, si a un niño, después de darle las correspondientes instrucciones para realizar una determinada actividad concluimos con un “venga” como colofón de ánimo o como muestra del momento en que debe comenzar, hay muchas probabilidades de que el niño se levante de su pupitre y se dirija hacia el profesor, entendiendo literalmente la “orden” que el profesor le acaba de dar. Y entonces habrá que decirle que no, que lo que nosotros queríamos decirle era “órale”, o sea, su equivalente mexicano, más o menos...
Voy a concluir esta exposición de simpáticos malentendidos con una reflexión sobre nuestro lenguaje cotidiano, sobre cuyas características peculiares no sé si todos somos plenamente conscientes. Creo que de los veinte países del mundo en donde se habla español, es el nuestro el “peor hablado” con gran diferencia, entendiendo como tal el uso de expresiones consideradas vulgares en el diccionario y que en España se utilizan con una frecuencia y naturalidad que asombran al hablante latinoamericano, que suele restringir el uso de esos términos al ámbito coloquial o familiar que le son propios. En España el uso de los “tacos”, expresiones soeces o palabras consideradas más o menos vulgares no conoce barreras socioculturales, y ya está plenamente instalado en ámbitos políticos o académicos, por no decir la televisión, cuya incontinencia verbal no conoce límites. No resulta algo extraordinario que algunos profesores empleen en clase expresiones como “joder”, “coño”, “me cago en la leche”, o incluso otras de más calado barriobajero. Esto es inaudito dentro de un aula estadounidense –de boca del profesor- o en cualquier país hispanohablante de América Latina, donde el registro idiomático del profesor tiende a considerarse como modelo para el alumno. Algunas compañeras españolas me contaban como, en los primeros días de trabajo en el aula en colegios de California, al emplear inocentemente la expresión “culo” en la clase (“te voy a dar un azote en el culo”, por ejemplo, dicho cariñosamente a un niño pequeño) tal expresión provocaba un sobresalto de asombro en los niños al oir tan “maloliente “ palabra en boca de nada menos que de su profesora de España, cuando sus padres, humildes campesinos analfabetos procedentes de ranchitos rurales de México, tenían aleccionados a sus hijos en lo grosero e inconveniente de la pronunciación de ese vocablo, y menos en la escuela.
No es de extrañar, por tanto, que en un examen llamado Certificado de Competencia Bilingüe que en muchos distritos educativos de California se exige al profesorado que desea trabajar con alumnos hispanos se incluyan preguntas que tienen más que ver con aspectos sociales, culturales y hasta folclóricos que con estrictamente lingüísticos, con cuestiones que pueden ir desde la composición musical de un grupo de mariachis hasta la importancia de la Virgen de Guadalupe en las familias mexicanas o la trascendencia y repercusiones de llevar una bandana azul o roja en algunos barrios de Los Angeles.
Está claro que nuestra lengua común de ambos lados del Atlántico no es a veces tan común, y que, además de unirnos, también nos puede confundir, sobresaltar o regalarnos deliciosas anécdotas que los veteranos profesores que un día hicimos las Américas contamos, incorregibles, en sobremesas de domingos o en este periódico, a amigos, compañeros y sufridos lectores que con su paciencia demuestran más que nunca que lo son.

Carta de un simio

Permítanme que me presente: soy un humilde simio de tamaño mediano (no llego a la categoría de “gran simio”) que ha tenido conocimiento por los medios de comunicación que el Congreso de los Diputados de un país llamado España se ha presentado una propuesta parlamentaria para concedernos “derechos humanos”.
A pesar de que no dudo de la buena intención de los propulsores de la iniciativa, en nombre de mis congéneres les agradezco la idea, pero les ruego encarecidamente que no la lleven a cabo, por las razones que a continuación les expongo. Vamos, que si de nosotros depende, va a ser que no, como dicen ustedes.
Después de observar los “derechos humanos” de que disfrutan las tres cuartas partes de los habitantes de su especie en todo el mundo, hemos pensado, tras algunas reflexiones breves pero profundas, que preferimos declinar su amable invitación al mundo de los “derechos humanos”.
Nosotros los simios no nos vemos obligados a trabajar de sol a sol en la mayor parte de nuestros territorios para que otros simios con más poder o más fuerza se lleven el fruto de nuestro trabajo y nosotros acabemos por morir de hambre. O nos lo arrebaten con las armas, porque nosotros los simios nunca vamos armados. Ya ven que, de alguna manera, estamos más civilizados, si se me permite la expresión.
Nosotros los simios no nos tenemos que preocupar por cubrir nuestros cuerpos con ropa de moda que nos distinga a unos de los otros y sirva para establecer jerarquías sociales basadas en clases y distinciones por razón de estatus, género, profesión, religión o nacionalidad. Somos simios; nuestra vida es sencilla.
Nosotros los simios vivimos sin contaminación, al aire libre, y en ninguno de nuestros territorios nuestras hembras se ven obligadas a prostituirse para conseguir sobrevivir, ya que entendemos el sexo como algo natural y placentero, y nos dejamos guiar en todo momento por el instinto, sin mancillar a nadie ni sentir remordimientos.
Nosotros los simios no vivimos sometidos a una sociedad de consumo que nos presiona a intentar, al precio que sea, conseguir cosas que no necesitamos, pues la madre naturaleza nos proporciona todo aquello que realmente nos hace falta. Esto siempre que ustedes, claro, no despojen nuestro habitat natural talando nuestros árboles o desertizando nuestro ambiente en nombre de esos “derechos humanos” de los que nos quieren hacer partícipes.
Nosotros los simios no entendemos mucho de banderas y de himnos, somos ignorantes y no comprendemos muy bien su importancia, así que nunca emplearíamos nuestra fuerza, daríamos nuestra vida o quitaríamos la de otros simios por defender los colores de una bandera; solo lo haríamos por defender a nuestros hijos de sus depredadores, sean animales o humanos.
Es cierto que muchos de los nuestros viven encerrados en jaulas, lo cual es denigrante e insoportable, pero han sido siempre los humanos los que nos han metido en ellas para su propio deleite o exhibición, sin que nosotros hayamos hecho mal alguno por merecerlo. Sin embargo veo que ustedes sí se encierran en jaulas los unos a los otros, siendo todos de la misma especie y disfrutando de esos derechos humanos de los que quieren hacernos partícipes, se torturan y se matan entre ustedes por pertenecer a un país, una raza o creer en algo diferente, y eso que todos, repito, disfrutan de eso que llaman derechos humanos.
Digamos que nosotros los simios somos todos de la misma categoría, y comemos más o menos lo mismo, y nos guarecemos de la lluvia y de las inclemencias del tiempo en lugares parecidos y sin embargo, ustedes, poseedores de “derechos humanos”, establecen abismales categorías, unos tiran la comida al mar para hacer subir los precios mientras otros mueren de hambre, unos trabajan como esclavos mientras otros viven en la más absoluta opulencia sin trabajar ni hacer nada para merecerlo, en fin, que parece que entre esos derechos humanos que nos quieren invitar a compartir no figura la igualdad, ni la solidaridad, ni la justicia, ni muchas de las cosas que nosotros, en nuestra humilde animalidad siempre hemos poseído.
Así que, señores diputados del Parlamento español y de cualquier otro parlamento del mundo que nos quiera ofrecer derechos humanos, les agradecemos la invitación pero la declinamos cortésmente. Aunque, por cierto, si tuviéramos civilizados parlamentos y democráticos gobiernos como los de ustedes, no dudaríamos en ofrecerles “derechos simiescos”. Pero, claro, como no tenemos “derechos humanos” tampoco tenemos gobiernos ni parlamentos. Y ya ven, no nos va tan mal.

Café

Dicen los expertos que el café altera los nervios, sube la tensión arterial y aumenta el riesgo de padecer enfermedades coronarias. Debe de ser cierto, pero en nuestro país debemos estar a la cabeza mundial en la pasión por este negro brebaje. Y muy especialmente aficionados son los empleados de las oficinas públicas, más conocidos como funcionarios.
En mis ineludibles deberes como probo ciudadano que soy me veo obligado con cierta frecuencia a visitar oficinas de diferentes administraciones públicas –tanto da unas u otras, la verdad- generalmente para pagar algo o cumplir con una obligación impuesta por ellos, para más inri. Lo cierto es que cuando llego a la oficina de marras y pregunto por un funcionario concreto que se ocupa de un asunto concreto, la indefectible respuesta es siempre la misma: “Ha salido a tomar café”.
-¿Y tardará mucho? -pregunto ingenuamente, sin malicia, de verdad.
La respuesta del compañero, normalmente solo en media docena de mesas es un encogimiento de hombros que pronostica que la duración del café es, digamos, indefinida. Así que como no puedo quedarme toda la mañana opto por volver al día siguiente a una hora diferente. Si hoy vine a las diez, mañana iré a las once, hora que supongo el funcionario no tendrá costumbre de tomar café, puesto que lo hace a las diez y tal exceso de cafeína alteraría al más pintado. Mala suerte. El funcionario “ha salido a tomar café”. La cosa se pone peor, también toma café a las once. Ante lo imprevisible del éxito de mi gestión y mi segundo viaje a la misma oficina pregunto al funcionario de guardia, por decirlo así:
-¿Y usted me podría atender?
- Verá, es que esto lo lleva él.
Bueno, en realidad debo decir ella, pues se trata de una mujer. Había utilizado el masculino para evitar susceptibilidades sobre sexismo, pero me arriesgaré y que sea lo que Dios quiera.
En fin, que el tema lo lleva la funcionaria cafetera, qué se le va a hacer. Me siento un rato y espero, contando con que su apetito cafeínico se habrá extinguido tras pasar el tiempo suficiente para tomar cinco o seis cafés con churros y con parsimonia. Nada, me voy de vacío y vuelvo al día siguiente dos horas más tarde.
¿A que no lo adivinan? Sí, lo han adivinado: “Ha salido a tomar café”. Esta vez espero, ya no puedo más, he perdido varias mañanas y debo hacer mi gestión. Al cabo de cuarenta y cinco minutos aparece ella… ¡sorpresa!, con varias bolsas como las que dan en el supermercado cargadas de variadas viandas y utensilios para el hogar. Ahora entiendo la afición al café: parece que con cada café con churros en el bar de la esquina obsequian con un paquete de macarrones, una ristra de salchichones y varias latas de tomate frito, y además te lo empaquetan cuidadosamente en bolsas de plástico de Eroski. ¿Quién puede resistirse a la tentación del café y su suculento aroma si además viene con obsequio?
Yo clavo mi mirada en las bolsas con admiración y envidia y sin embargo ella, al percatarse de que llevo media vida esperándola y mi fijación por las bolsas, me escupe un lacónico: “¿Qué quiere?” Parece que está algo enfadada, y no me extraña, tanto café debe alterar a cualquiera.
Tan enfadada que al final me ha castigado sin hacerme los papeles y me ha obligado a volver otro día con la famosa póliza redonda, una que no existe, que al parecer me faltaba y no me dijo por teléfono porque es algo que todo el mundo debe saber. Lo que es la ignorancia.
- ¿A qué hora va usted a tomar café mañana? -pregunto ingenuamente.
Supongo que fue el exceso de cafeína, porque yo creo que no es normal que se le enrojecieran los ojos de ira, saltara por encima del mostrador en espectacular acrobacia y me persiguiera escaleras abajo con la grapadora gigante y el sello de archivar de grandes documentos, tipo estatuto catalán.
Logré huir, todavía corro mucho cuando me persiguen, pero he pensado que prefiero esperar a que me lo embarguen de la cuenta del banco con sus intereses y recargos. Es mucho más seguro.
Demasiado café.