8 de julio de 2007

Pobres de importación

Qué lujo que haya pobres. Qué lujo para los países ricos poder recibir riadas de inmigrantes pobres que huyendo de la miseria vienen al primer mundo. Y concretamente al nuestro, recientemente unido al selecto club, a donde llegan estos famélicos de lugares ignotos para alegrarnos la vida con su trabajo y su colorido. Indios, chinos, negros, moros, rumanos, ucranianos. Da gusto ver las calles de las grandes ciudades, tan cosmopolitas ellas, con ese babel de lenguas y acentos y ese caleidoscopio de colores y razas.
Qué lujo, porque los pobres de importación nos friegan los platos, nos llevan los niños al colegio, nos cuidan a los viejos, nos barren la porquería, nos pintan la casa, nos planchan la ropa, nos recogen la basura, nos limpian las letrinas. Qué lujo. Eso antes no pasaba; esos trabajos tan feos, desagradables y mal pagados nos los teníamos que hacer nosotros, qué asco.
Qué lujo, porque además esos inmigrantes, tan primitivos y tribales ellos, les da por el fornicio y la perpetuación de la especie bastante más que a los nacionales y nos llenan el país de cachorros, con lo que, miren ustedes por dónde, tendremos asegurada la mano de obra renovada y los cotizantes a la Seguridad Social para cuando nosotros estemos babeando en el asilo. Y además estos retoños exóticos son churumbeles de todos los colores y etnias, con lo que nuestro paisanaje gana mucho en estética. A la monotonía de la imagen del español cetrino y achaparrado hay que añadir ahora los rasgos indígenas, los labios gruesos, los cabellos crespos, las pieles negras y los ojos oblicuos. Y los rubitos ojicelestes de la Europa del Este. Puro Benetton o Calvin Klein, qué bonito.
Pero para lujo lujo, los inmigrantes sin papeles. Esto es el chollo de nuestro tiempo. A poco espabilado que sea un patrón con buenas luces y mediana astucia, se consigue media docena de negritos y rumanos indocumentados y se monta la empresa pirata del siglo. Obras, reformas, construcción, limpieza, cualquier cosa. Ellos trabajan y callan, y cobrar…lo justito o un poco menos. Aunque si el generoso empresario hispano sufre una sobredosis de granujería y no anda sobrado de escrúpulos, cosa nada infrecuente, cuando el currito exótico ha acabado la faena, adiós muy buenas y si te he visto no me acuerdo. ¿Dinero por el curro? No hombre, no, esto es para que aprendas y adquieras práctica. ¿No te he pagado ya un bocata? Y no te quejes, que peor lo pasabas en tu país. Qué manera de hacer caja. Qué chollo, qué lujo.
Todavía más ventajas ofrecen las mujeres sin papeles. Qué lujo de burdeles, con meretrices de todos los tamaños, edades, colores y formas. Qué lujo, estas exuberantes hembras, que gracias a su pobreza de allí y a las mafias de allí y de aquí multiplican la oferta, aumentan la calidad y abaratan el kilo de carne fresca. Proxenetas nacionales y de importación están de enhorabuena, qué manera de contar euros al rayar el alba, qué lujo.
Y por si fuera poco, ahora también los inmigrantes nos ponen el patriotismo castrense. Hace tiempo que el “todo por la patria” dejó de hacer furor entre los nativos, y el toque de corneta hoy en día levanta a pocos ibéricos del catre. Y como “el todo por la patria” se cambió por el “todo por la pasta” y la pasta era más bien poca, los españolitos de a pie no se volvieron locos precisamente por vestir de caqui. Así que, otra vez, qué lujo que haya pobres del otro lado del charco dispuestos a hacerlo, enarbolar una bandera ajena y morir por ella en el Líbano, si hace falta.
¡Y pensar que aún hay gente que no los quiere aquí, que quiere que se vayan! No, no es que sean racistas o xenófobos. Son simplemente gilipollas. O tal vez ambas cosas.

We are the champions

Cuando lean ustedes estás líneas -que escribo dos días antes- media España estará triste y abatida mientras que la otra media estará exultante y dando botes de alegría. La mayoría, si no todos, los periódicos nacionales dedicarán su portada al gran acontecimiento del día anterior. Muchísimos hombres y no pocas mujeres de este país nuestro no habrán (habremos, probablemente) dormido, unos debido a celebraciones y resacas y otros por el cabreo monumental de lo que pudo haber sido y no fue, y otros –víctimas inocentes del delirio colectivo- como efecto colateral de los bocinazos de los coches que irán festejando, banderas enarboladas, lo que considerarán el acontecimiento del año. Sí, ya saben que no estoy hablando del descubrimiento de una vacuna contra el cáncer, o del cese de hostilidades entre israelíes y palestinos, ni tan siquiera de la entrega de las armas de los asesinos etarras, sino del campeón de la liga española de fútbol: Real Madrid, Barcelona o, muy improbablemente, Sevilla. Reconozcamos que no es para menos.
Se tiende a considerar el fútbol como una religión contemporánea, capaz de desatar las pasiones más fervorosas. Pero la atención que concita este deporte-espectáculo suele desbordar con creces la que despierta socialmente cualquier religión o credo, incluso para sus más piadosos seguidores. La fidelidad a un equipo de fútbol supera a la de cualquier otro ámbito de la condición humana: uno puede cambiar de amigos, de mujer, marido o amante, de partido o ideología política, de ciudad, de país o nacionalidad, de religión o incluso de sexo, pero resulta excepcional que alguien cambie de equipo de fútbol. Personalmente no conozco a nadie que lo haya hecho.
El concepto de pertenencia a un determinado equipo, a unos “colores”, resulta de singular fortaleza, y la indulgencia que los aficionados más radicales sienten hacia los sacerdotes de este credo más o menos deportivo no es comparable con ningún otro ámbito de la realidad cotidiana. Un ciudadano de a pie se quejará amargamente de la subida del pan o la factura del gas, pero después pagará hasta 500 euros por ver en directo hora y media de fútbol en un partido trascendental de su equipo favorito. El mismo ciudadano mirará con recelo un sueldo de 3.000 ó 4.000 euros de un parlamentario, pero hará reverencias e idolatrará al futbolista que gana millones de euros si es capaz de meter una pierna en el último minuto que marque el gol que le transporte a la gloria. El dios balón obnubila la mente y ofusca la razón, como una droga que no deja aparentes secuelas físicas y es universalmente aceptada en todas las sociedades. Viva el fútbol.
Pero dentro del sentido de comunión con un imaginario colectivo, llamado Real Madrid o Barcelona, lo más llamativo es la falta de vinculación objetiva o natural de la mayor parte de los aficionados con el equipo de su elección. Se “sienten” los colores de un equipo u otro de manera irracional, como si el aficionado fuese merengue o culé por un designio del destino o por una vocación trascendental que sentimos pero no comprendemos del todo. ¿Por qué el hincha se siente del Real Madrid o del Barcelona, aunque no haya nacido o ni siquiera conozca estas ciudades? ¿Por qué con frecuencia se vive con más pasión la trayectoria de estos equipos que la del local, sea éste el Ceuta, el Murcia o el Villarreal, por ejemplo?
Supongo que es porque son muy grandes, son muy poderosos, su historia está plagada de victorias y gestas, son muy célebres y prestigiosos, y son conocidos en todos los rincones del planeta. Y en el fondo a uno le gusta pertenecer a esa comunidad mundial, identificarse con el héroe, con el ganador, y pensar que cuando hablan del campeón están hablando de uno. Pensar que yo realmente pertenezco al equipo, que yo participé en la consecución del título, que yo, modesta persona cuyo nombre real e individual nunca figurará en las enciclopedias ni pasará a la posteridad, estaré sin embargo representado por mi equipo ante la Historia, ante al que hoy se rinden millones de personas de todo el mundo. Que esa heroicidad de la que hoy hablan todos los periódicos en el fondo es mía, me pertenece, yo tuve algo o mucho que ver en ese logro, mientras me desgañitaba en el bar delante del televisor para ayudar, con mi aliento, a que ese balón de cuero traspasara la línea de la portería enemiga. Así que hoy, cuando ustedes tengan la amabilidad de leer estas líneas, sepan que este modesto juntador de palabras es uno de los campeones de la Liga española de fútbol 2006-2007, y que estaré, por tanto, inexplicablemente feliz. O infeliz, que todo puede pasar, pero que conste que yo habré hecho todo lo posible porque la Liga la ganemos “nosotros”, los campeones. We are the champions. Que nadie me escatime méritos.

Bouchra

Seguramente muchos de ustedes ya han oído hablar de Bouchra. Es una niña de once años que desde el pasado 22 de marzo vive en Ceuta, entre nosotros. Pero no es una vecina más: padece una grave encefalopatía y la única casa que ha conocido desde que entró en nuestra ciudad es una habitación del Hospital de la Cruz Roja.
He sabido de esta niña de ojos negros y brillantes por medio de Maribel Lorente, presidenta de la Asociación Digmun, en donde realizan un admirable trabajo en beneficio de la dignidad de la infancia y que se han volcado con ella desde el primer día que tuvieron conocimiento de sus trágicas circunstancias. Hace un par de semanas que Dignum ya publicó en estas páginas un artículo sobre el caso.
Al parecer hasta hace unos meses Bouchra, que es diabética, vivía en las montañas de Tetuán, cuidada por su madre, quien le proporcionaba la insulina que necesitaba a diario. Hace dos meses que su madre murió de forma repentina, y al poco de morir ésta Bouchra padeció una descomposición grave de su diabetes, lo que le acabó produciendo la encefalopatía que ahora padece y que la ha convertido en un ser totalmente dependiente, con sus extremidades inmovilizadas y la mirada perdida hacia el infinito.
Entró en Ceuta sin otro pasaporte ni visado que los brazos desesperados de su padre, que acudió a nuestra ciudad apurando el último aliento por salvarle la vida. Y los ceutíes han estado a la altura de las circunstancias: el personal sanitario del Hospital de la Cruz Roja se ha vaciado en atenciones médicas y humanitarias, ha rodeado a Bouchra y a lo que queda de su familia de todo el cariño, afecto y dedicación que estos grandes profesionales y mejores seres humanos son capaces de dar, que no es precisamente poco.
Pero parece que la generosidad de los ceutíes de bien, que nunca miraron el pasaporte de Bouchra, sino a su corazón y su cuerpo desvalido e inerte, no tiene la debida continuidad en sus representantes políticos y administrativos. Me consta que en la Asociación Digmun han movido Roma con Santiago para que Bouchra pueda tener los cuidados que precisará cuando abandone el Hospital. Cuidados que, con toda seguridad, sólo podrá tener en nuestro país. Han llamado a todas las puertas oficiales de Ceuta y otros lugares de España para que Bouchra se pueda quedar entre nosotros en un centro en donde le puedan dispensar las atenciones médicas y afectivas necesarias, sin ningún resultado. Qué pena, qué vergüenza. La razón es tan obvia para la Administración como incomprensible sería para la pequeña Bouchra, si aún pudiera discernir: ella es marroquí, no española.
Sé que el caso de Bouchra no es único; hay miles de niños en condiciones similares o parecidas diseminados por la geografía de tantos países en los que si la comida y el techo son un lujo, la atención digna a un niño dependiente es una utopía. Aunque a todos nos toca nuestra ración de culpa, sé que nuestro país no podría ocuparse de todos ellos y nada más lejos de mi intención que hacer demagogia con algo tan delicado. Pero Bouchra ya es de los nuestros, porque lo son los ceutíes que le han salvado una vida que a partir de ahora también necesita de una dignidad que Ceuta, o España, o nuestro opulento primer mundo tiene unos medios para proporcionar que nuestros vecinos no tienen. Si somos solidarios y acogemos a los adultos y niños que llegan en cayucos huyendo del hambre desde el África subsahariana, acojamos también a Bouchra, que llamó a las puertas de Ceuta huyendo de la muerte.
Y si los generosos y solidarios ceutíes del Hospital de la Cruz Roja o de la Asociación Digmun no han mirado el pasaporte de Bouchra para darlo todo por ella, no deberían hacerlo tampoco sus representantes políticos, sobre todo aquellos que hace una semana brindaban con tanto fervor y entusiasmo por la confianza que el pueblo les había otorgado.
El Sr. Vivas, brillante y legítimo vencedor de las pasadas elecciones, dijo que al día siguiente debía comenzar a trabajar. Sr. Vivas, le voy a pedir que empiece por Bouchra. Búsquele un resquicio a la Ley, que seguro que se lo sabrá encontrar. Descuelgue teléfonos, haga llamadas, realice gestiones. El pueblo de Ceuta, que de forma abrumadora ha confiado en usted, se lo agradecerá, estoy seguro. Y Bouchra, su padre y sus hermanos mucho más. Que no permitan nuestros representantes que el escudo del pasaporte de Bouchra le impida disfrutar, en lo posible, de una infancia digna. El humanitarismo y la solidaridad no entienden de colores de banderas. Y mucho menos la mirada triste y extraviada de Bouchra.