8 de julio de 2007

We are the champions

Cuando lean ustedes estás líneas -que escribo dos días antes- media España estará triste y abatida mientras que la otra media estará exultante y dando botes de alegría. La mayoría, si no todos, los periódicos nacionales dedicarán su portada al gran acontecimiento del día anterior. Muchísimos hombres y no pocas mujeres de este país nuestro no habrán (habremos, probablemente) dormido, unos debido a celebraciones y resacas y otros por el cabreo monumental de lo que pudo haber sido y no fue, y otros –víctimas inocentes del delirio colectivo- como efecto colateral de los bocinazos de los coches que irán festejando, banderas enarboladas, lo que considerarán el acontecimiento del año. Sí, ya saben que no estoy hablando del descubrimiento de una vacuna contra el cáncer, o del cese de hostilidades entre israelíes y palestinos, ni tan siquiera de la entrega de las armas de los asesinos etarras, sino del campeón de la liga española de fútbol: Real Madrid, Barcelona o, muy improbablemente, Sevilla. Reconozcamos que no es para menos.
Se tiende a considerar el fútbol como una religión contemporánea, capaz de desatar las pasiones más fervorosas. Pero la atención que concita este deporte-espectáculo suele desbordar con creces la que despierta socialmente cualquier religión o credo, incluso para sus más piadosos seguidores. La fidelidad a un equipo de fútbol supera a la de cualquier otro ámbito de la condición humana: uno puede cambiar de amigos, de mujer, marido o amante, de partido o ideología política, de ciudad, de país o nacionalidad, de religión o incluso de sexo, pero resulta excepcional que alguien cambie de equipo de fútbol. Personalmente no conozco a nadie que lo haya hecho.
El concepto de pertenencia a un determinado equipo, a unos “colores”, resulta de singular fortaleza, y la indulgencia que los aficionados más radicales sienten hacia los sacerdotes de este credo más o menos deportivo no es comparable con ningún otro ámbito de la realidad cotidiana. Un ciudadano de a pie se quejará amargamente de la subida del pan o la factura del gas, pero después pagará hasta 500 euros por ver en directo hora y media de fútbol en un partido trascendental de su equipo favorito. El mismo ciudadano mirará con recelo un sueldo de 3.000 ó 4.000 euros de un parlamentario, pero hará reverencias e idolatrará al futbolista que gana millones de euros si es capaz de meter una pierna en el último minuto que marque el gol que le transporte a la gloria. El dios balón obnubila la mente y ofusca la razón, como una droga que no deja aparentes secuelas físicas y es universalmente aceptada en todas las sociedades. Viva el fútbol.
Pero dentro del sentido de comunión con un imaginario colectivo, llamado Real Madrid o Barcelona, lo más llamativo es la falta de vinculación objetiva o natural de la mayor parte de los aficionados con el equipo de su elección. Se “sienten” los colores de un equipo u otro de manera irracional, como si el aficionado fuese merengue o culé por un designio del destino o por una vocación trascendental que sentimos pero no comprendemos del todo. ¿Por qué el hincha se siente del Real Madrid o del Barcelona, aunque no haya nacido o ni siquiera conozca estas ciudades? ¿Por qué con frecuencia se vive con más pasión la trayectoria de estos equipos que la del local, sea éste el Ceuta, el Murcia o el Villarreal, por ejemplo?
Supongo que es porque son muy grandes, son muy poderosos, su historia está plagada de victorias y gestas, son muy célebres y prestigiosos, y son conocidos en todos los rincones del planeta. Y en el fondo a uno le gusta pertenecer a esa comunidad mundial, identificarse con el héroe, con el ganador, y pensar que cuando hablan del campeón están hablando de uno. Pensar que yo realmente pertenezco al equipo, que yo participé en la consecución del título, que yo, modesta persona cuyo nombre real e individual nunca figurará en las enciclopedias ni pasará a la posteridad, estaré sin embargo representado por mi equipo ante la Historia, ante al que hoy se rinden millones de personas de todo el mundo. Que esa heroicidad de la que hoy hablan todos los periódicos en el fondo es mía, me pertenece, yo tuve algo o mucho que ver en ese logro, mientras me desgañitaba en el bar delante del televisor para ayudar, con mi aliento, a que ese balón de cuero traspasara la línea de la portería enemiga. Así que hoy, cuando ustedes tengan la amabilidad de leer estas líneas, sepan que este modesto juntador de palabras es uno de los campeones de la Liga española de fútbol 2006-2007, y que estaré, por tanto, inexplicablemente feliz. O infeliz, que todo puede pasar, pero que conste que yo habré hecho todo lo posible porque la Liga la ganemos “nosotros”, los campeones. We are the champions. Que nadie me escatime méritos.

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