17 de noviembre de 2007

Majestad: yo discrepo

Majestad:
Sé que durante la última semana habéis recibido por parte de políticos, periodistas y ciudadanos de todo ámbito, tendencia y condición numerosos halagos por vuestra reacción airada en la reciente Cumbre Iberoamericana mandando callar al caudillo Hugo Chávez, presidente de Venezuela para desgracia de tan magnífico y entrañable país.
Y aunque vuestra actitud haya sido prolijamente elogiada por propios y hasta algún extraño, yo, este humilde ciudadano, me permito humildemente discrepar sobre la conveniencia de vuestro ya celebérrimo “por qué no te callas”, que como Su Majestad bien sabe, ha dado varias vueltas al mundo entero.
Permitidme comenzar diciendo que no soy devoto de la institución monárquica, que a mi modesto parecer es sencillamente anacrónica, y que sin embargo su persona, Majestad, despierta en mí un sentimiento de respeto, admiración y hasta afecto. Prueba de lo primero es el tratamiento de vos con que me dirijo a Su Majestad, tratamiento ya arcaico y que nuestra vieja y hermosa lengua castellana reserva para las personas de la máxima jerarquía social. Digamos que Su Majestad me cae bien, e incluso muy bien, no sólo por vuestra decidida actitud aquel infausto 23 de febrero de 1981, que bien pudo cambiar el rumbo de nuestra Historia, sino porque creo que tenéis la mirada limpia, y que las lágrimas que con frecuencia brotan de vuestros ojos cuando consoláis a viudas, madres y familiares de muertos por atentados son las más auténticas y sentidas de las de cuantos personajes públicos acuden a los consabidos actos protocolarios que siempre siguen a estos indeseables y execrables sucesos. También vuestras risas francas y espontáneas, hasta el punto de que de grado compartiría mesa, mantel y una copa de vino con Su Majestad, en el improbable caso de que vuestras obligaciones os lo permitieran y así lo desearais.
Pero creo que esta vez, Majestad, en Chile, os habéis equivocado. Vos sabéis que el Rey, en una Monarquía Constitucional y democrática como la española, reina pero no gobierna. Es nada más, pero también nada menos que un símbolo, como una bandera, un escudo o un himno, pero en forma corpórea y humana, si me permitís la comparación. Entre vuestras numerosas obligaciones de representación de una nación, no está la de opinar públicamente; menos aún la de mandar callar. Iría más lejos: el papel neutral de un Rey constitucional le obliga a la inhibición en todo debate interno que pueda suscitarse en España, cuanto más en el Exterior. Guardasteis un correctísimo silencio cuando publicaron el obsceno dibujo de vuestro hijo y nuera en una revista satírica, o cuando quemaron vuestra foto a raudales dentro de vuestro propio país. Probablemente apretasteis los dientes y os mordisteis la lengua, y actuasteis impecablemente de acuerdo con el papel institucional que os corresponde.
Pero vos, Majestad, que tan admirablemente cuidáis los modales y las formas cuando con dignidad nos representáis en el extranjero, perdisteis la paciencia ante la insolencia del bufón Chávez y lo mandasteis callar además con un torpe tuteo, que más sonó a arrogancia ante el súbdito que dejó de serlo hace siglos que a camaradería fraternal obviamente inexistente. No debisteis hacerlo vos, Majestad, sino nuestro presidente, nuestro ministro de Exteriores o la señora Bachelet, anfitriona y moderadora del debate. Tal vez alguien debió haber sacado a Chávez en volandas de allí, al ver que no cerraba su atronadora bocaza con constantes y maleducadas interrupciones. Pero nunca vos, precisamente por ser el Rey de un país que compartía plantel con los Jefes de Estado de antiguas colonias que ya no lo son, con todas las connotaciones e interpretaciones torticeras que de su “orden” pueden hacer nuestros hermanos de América Latina.
Pero yo os comprendo, Majestad. Es el borrón que echa el mejor escribano. Por un momento se apagó el símbolo regio y surgió el hombre que encierra. Por primera vez, que yo sepa. Y digo que os comprendo porque el vulgar, zafio y prepotente caudillo venezolano, con su vacía verborrea panfletaria habría hecho perder la paciencia a la mismísima Madre Teresa de Calcuta, si allí hubiera estado.
Y aunque creo que os equivocasteis, Majestad, confieso que disfruté enormemente con la visión de ese hombre que sois vos, que por unos minutos disolvió su figura regia y se despojó de su corona para mandar callar, como hubiera hecho todo hijo de vecino, al fantoche populista de Chávez. Vaya si lo disfruté.

2 de noviembre de 2007

Autores intelectuales

Lo más significativo que destacan los medios de comunicación nacionales e internacionales del veredicto del atentado terrorista más sangriento de la Historia de España y de Europa, es la llamada absolución de los cerebros del mismo, o, mejor dicho, la no identificación de los mismos. En Italia lo han llamado “la mente” y “l’ ispiratore”, en los países anglosajones el “mastermind”, en los francófonos “cervaux”. En los medios españoles predomina un curioso sintagma para definir a los ideólogos, planificadores, instigadores o como quiera llamársele de los que dieron la orden y estrategia para realizar la brutal masacre: la autoría intelectual. Me he detenido a reflexionar sobre este curioso sintagma: “autoría intelectual”, y el vacío que supone que en el veredicto de más de setecientas páginas del juez Gómez Bermúdez no exista condenado alguno por este difuso concepto, y la perplejidad que ha causado tanto en medios nacionales como extranjeros.
Pero tampoco es de extrañar, ni es para rasgarse las vestiduras. El llamado Mohamed El Egipcio, al que la inmensa mayoría de los medios periodísticos le atribuían este poco honorable papel, tuvo la sagacidad de no enviar una carta a los autores llamados “materiales” de la matanza dándoles instrucciones precisas de cómo, cuándo y dónde realizarla, explicar detenidamente los pormenores de la misma, firmarla y rubricarla y mandarla después por correo certificado con acuse de recibo, mandando además copia legalizada a los medios de comunicación. Y traducirlo del árabe al español, inglés y catalán, por si hubiera dudas. No lo hizo, el muy astuto, así que no hay pruebas fehacientes que demuestren que fue él el exhortador y cerebrito del monstruoso horror.
En los atentados del 11-M resulta de una lógica aplastante que existiese una relación directa entre hechos y dirección de su ejecución, que por la razón que sea no ha podido ser probada. Ya se sabe que la justicia es ciega, como el amor. Pero extrapolando el asunto a otros ámbitos, a otros delitos o a otros despropósitos de cualquier índole, ¿hasta dónde se puede llegar para determinar quién es el “autor intelectual” de las atrocidades con que todos los días nos desayunamos en los diarios? Pensemos globalmente. ¿Es el señor Bush el “autor intelectual” de los cien mil muertos que ya se han producido en la guerra de Irak? Difícilmente, y no por porque no sea el vaquero texano el instigador de la masacre, sino porque la palabra Bush unida a la de “intelectual” chirrían de tal forma que se hacen insoportables incluso a los oídos más acostumbrados a los oxímoron más disparatados.
Recordemos ahora el ominoso video del tren de Barcelona en el que un engendro humano, cobarde y vil hasta la náusea pellizca el pecho a una menor ecuatoriana y acaba la faena propinándole una patada en la cara mientras le escupe todas las lindezas que es capaz de eructar su hocico simiesco. Sí, él fue el “autor material”, pero ¿y el intelectual? Cualquier relación entre este sujeto y la palabra intelectual sería una burla del lenguaje, una broma de mal gusto. ¿Debería la justicia buscar la autoría intelectual en la madre que lo abandonó a los dos años, en el padre que no quiso volver a saber de él, en el sistema educativo que no fue capaz de erradicar su ira y su racismo, en las teleseries norteamericanas o en los videojuegos en los que hay doce crímenes por minuto, en la telebasura que estimula la violencia verbal en pos de una audiencia que llene sus bolsillos, en algunos de sus telegénicos bocazas que repugnan con sus ideas xenófobas y después las envuelven en papel de celofán?
Llevando el tema al extremo, buscar al autor intelectual de cualquier delito, o más generalmente, de cualquier hecho sería tanto como buscar su causa. No podemos pedir tanto a la justicia humana. Bastante tiene con intentar determinar quién, cómo y en qué circunstancias se produjeron los hechos, y aplicar después el código penal.
La otra justicia, la auténtica, la verdadera, es privilegio de dioses. Por ahora debemos conformarnos con la nuestra, la de los jueces y leguleyos, la farragosa, la incompleta, la justicia injusta. La que con demasiada frecuencia es ciega, sorda y a veces hasta muda. Pero es lo que hay.