28 de febrero de 2008

El circo electoral

Esta misma noche, dos actores de buen nivel, perfectamente adiestrados por decenas de entrenadores expertos en todos los campos de la psicología humana y de la seducción (en el sentido primigenio de la palabra, es decir, del engaño), protagonizarán un espectáculo de farándula que resultará, probablemente, el más decisivo de su carrera teatral. Será contemplado en directo por millones de espectadores, ya que el escenario circense en donde tendrá lugar la función será la televisión, que es el circo con mayor aforo del mundo.
Para la preparación de este número, en el que ambos actores deben enfrentarse entre sí al estilo del antiguo pugilato de las olimpiadas griegas, se han cuidado todos los detalles, como corresponde a una función dramática de la magnitud de la que nos ocupa. La iluminación, el sonido, los colores del escenario, la música, los bastidores, el vestuario, el apuntador. Todo está listo para la representación. Del desarrollo y desenlace de la obra dependerá, probablemente, el futuro presidente del gobierno de España, ya que la forma que tienen los espectadores de pasar por taquilla es con una papeleta llamada voto, y que pueden elegir a cual de los competidores se la otorgan.
Esta función tiene una característica especial: los dos actores son además contendientes y deben enfrentarse entre sí de la manera más despiadada posible. Deberán buscar el ridículo del adversario, zaherirlo sin contemplaciones, dispararle flechas buscando su talón de Aquiles, airear sus debilidades y miserias, proclamar con voz engolada la mezquindad del rival, lanzarle derechazos al hígado para acabar por intentar ajusticiarle con navaja trapera en una especie de encarnizada lucha a muerte a medias entre la estrategia del ajedrez y la brutalidad del boxeo. Un duelo a muerte.
Será un apasionante espectáculo, como si se tratara de un combate por el título mundial de los pesos pesados entre Cassius Clay y Joe Frazier, en el que un descuido, un gancho mal dirigido, una ceja rota, puede hacer caer al adversario a la lona. La tensión y la concentración deben ser máximas.
Que el próximo presidente del Gobierno de un país de 45 millones de habitantes sea el señor Zapatero o el señor Rajoy puede depender de una sonrisa que, de forma traicionera, se transforme en mueca, de un inoportuno carraspeo que se cuele en una frase bien hilvanada, de una gota de sudor que, sin previo aviso, se deslice por la sien de uno de los contendientes, de una cámara que en un momento crucial ofrezca un perfil poco sugerente de uno de ellos, de una luz cenital que interprete o transforme una imagen beatífica en un gesto adusto. De un inesperado retortijón estomacal que se proyecte en el rostro, o de que el dolor de esa muela que llevaba días molestando se manifieste en el momento menos oportuno.
Ambos vendrán cargados de cifras para desmoronar al contrario y convencer a la audiencia (ciertas o no, el votante nunca lo sabrá, son cuestiones de fe o del prisma desde el que se mire), de frases ingeniosas o mordaces para encantar al público, de miradas seductoras y cómplices para engatusar a la clientela. Así es la democracia del siglo XXI, un portentoso circo mediático en el que triunfa el más guapo, el más alto, el de verbo más ágil, el de la voz más sugerente, el más ingenioso, el más agresivo, el mejor seductor. En definitiva, el mejor actor se llevará el óscar en forma de poder, garantizado por contrato para cuatro años, y el ciudadano, el hombre de a pie, usted y yo, quedaremos convencidos (o no) de que nos gobiernan los mejores, los que procurarán nuestro mayor bienestar posible y contribuirán, desde las altas esferas del poder, a aportarnos con generosidad nuestra ración de felicidad y paraíso.
Aunque tal vez todo pudo ser por un inoportuno dolor de muelas, una sonrisa a destiempo, un foco de luz que falló, una traicionera afonía, pero habrá sido.
Pero así es la democracia, el gobierno del pueblo, el menos malo de los sistemas de organización humana, dicen. O simplemente el mayor espectáculo circense y audiovisual del mundo, de donde saldrá un vencedor y un derrotado. Y acabaremos convencidos de que gobernamos nosotros, el pueblo llano, porque para eso somos irreductiblemente demócratas.
Qué farsa, qué falacia. Qué circo.

11 de febrero de 2008

Los inmigrantes y las costumbres españolas

Qué miedo. Resulta que el Sr. Rajoy, en su campaña electoral ha propuesto que los inmigrantes que vengan a España deban firmar un “contrato de integración” en el que, entre otras cosas, se comprometan a “cumplir las costumbres españolas” (sic). Pero no ha especificado cuáles son estas costumbres, así que, en aras de facilitarle la redacción de dicho contrato, intentaré modestamente echarle una mano.
Los inmigrantes deberán, por ejemplo, cuando estén en un bar tomándose unas gambas arrojar las cáscaras al suelo, así como la ceniza y las colillas de cigarrillos, como debe ser. Una costumbre muy española que a muchos inmigrantes les cuesta trabajo aceptar ya que jamás lo habían visto en sus países de origen. A partir de ahora ya saben: cáscaras de gambas, huesos de aceitunas y ceniza de cigarrillos al suelo. Nada de ceniceros, cubos de basura y ñoñeces de éstas. Hay que integrarse. Y fumarse un buen caliqueño después de comer en el restaurante, sin preocuparse demasiado si en la mesa de al lado hay una familia con niños que trata de saborear su comida. Costumbre muy española. Olé.
Los inmigrantes deberán abstenerse de hacer correr el agua cuando utilicen los aseos de un lugar público, sea una estación de tren o una cafetería, y aportar su colaboración para mantenerlos lo más sucios posible, también costumbre muy española.
Los inmigrantes deberán hablar siempre a gritos, cuanto más alto mejor, cuando se encuentren reunidos en un bar o en un café, e interrumpirse constantemente unos a otros en cualquier conversación sin respetar jamás un turno de palabra, costumbre española y cañí donde las haya.
Los inmigrantes deberán emplear tacos, interjecciones malsonantes y referencias escatológicas en cualquier conversación y en cualquier ámbito, sea público o privado, académico, radio o televisión, para así demostrar suficiente destreza en el manejo de nuestra lengua de forma castiza y campechana, española de verdad, ya que incluso los latinoamericanos, que vienen con la lengua aprendida, carecen de esta hermosa costumbre. Deberán aprender a usar tacos con profusión y a plena discreción.
Los inmigrantes deberán aparcar sus coches en los pasos de cebra, encima de la acera o donde les pete, importándoles una higa si impiden el paso a cochecitos de bebé o sillas de ruedas de minusválidos, pues así es como se hace por aquí. Los inmigrantes deberán firmar el contrato y cumplirlo. La integración ante todo.
Los inmigrantes deberán sintonizar los programas de telebasura en televisión y cuando alguno alcance la celebridad a base de estulticia deberá participar en ellos y vender sus coitos, noviazgos, divorcios, y demás entresijos de su vida privada a los programas del corazón, e insultarse a grito pelado para regocijo de la audiencia. Que tomen ejemplo de Dinio, por ejemplo, inmigrante perfectamente integrado.
Los inmigrantes deberán participar en fiestas populares y disfrutar viendo cómo se tira a una cabra desde el campanario de la iglesia de un pueblo, o deleitarse ante la lenta tortura y posterior muerte de un toro en espectáculo público, y además deberán considerarlo como arte. Es la fiesta nacional que todos deben adoptar como propia. Porque además esto es arte y tradición; que falta de sensibilidad sería no apreciarlo como tal.
Los inmigrantes con hijos adolescentes deberán motivarles para que se unan al botellón de los viernes y los sábados, que beban litros de alcohol con gran alborozo reunidos en las calles a las tres de la mañana, que rompan las botellas contra la pared y que más tarde orinen en las esquinas, novedosa costumbre española a la que todos deben sumarse. Hay que cumplir las costumbres.
Ellos, los inmigrantes, también deberán cumplir nuestras magníficas costumbres. Y además por decreto. Por si ya éramos pocos los que las practicábamos sin tener que firmar nada.
Qué miedo, qué espanto, ese “contrato de integración”.

6 de febrero de 2008

Gilipollas Caraculo

Les voy a pedir perdón por encabezar mi columna de hoy con un título tan soez, pero los nombrecitos de marras no se los he puesto yo a nadie sino una compañía de suministro de gas de ámbito nacional. Supongo que muchos de ustedes ya están enterados de la noticia, pues ocupó destacados espacios en prensa, radio y televisión, pero, para aquellos que aún no estén al corriente del chascarrillo, les haré un sucinto resumen.
Resulta que un señor de Valencia, cliente de la compañía, recibió su factura con el bonito nombre de Antonio Gilipollas Caraculo. Como el buen hombre no se llamaba precisamente así, sino que tenía unos apellidos no tan simpáticos, se mosqueó un pelín, no sin razón, claro. Se investigó el asunto, la compañía pidió disculpas y finalmente se desveló el misterio: una empleada de la compañía, que ese día se había levantado con el animus jocandi por las nubes, no se le ocurrió otra cosa que, en simpatiquísima gracia, cambiar los apellidos reales del señor por los más sonoros de Gilipollas Caraculo y mandar la factura tal cual. Claro, se armó la de Dios es Cristo y la chica ha sido expedientada, denunciada y no sé cuantas cosas más.
Pues señores, nada más injusto. La chica en realidad no hizo otra cosa que escribir en aquella factura el nombre que, para los Consejos de Administración y directivos de ciertas empresas, de las que todos somos cautivos, esclavos, siervos, gilipollas y caraculos, debería venir siempre impreso, para así hacer justicia a como realmente consideran a sus queridos clientes. Gilipollas y caraculos. Y no me refiero concretamente a la compañía de gas objeto del desaguisado, sino en general a las omniscientes y todopoderosas empresas de gas, teléfono, electricidad, agua, líneas aéreas, y todas esas cosas que, en el siglo XXI pueden considerarse como necesarias para realizar una vida normal. Tengo unos cuantos ejemplos, pero por razones de espacio me limitaré al último.
Tengo un problema con mi línea de internet, que pago religiosamente a una empresa llamada Telefónica, de pingües beneficios y que además, por vivir en Ceuta, es mi única opción para poder comunicarme por el aparato inventado por Graham Bell. Soy su rehén. Llamo a comunicar la incidencia –a las averías y chapuzas técnicas les suelen llamar incidencias, que queda muy profesional y parece que hasta da caché tenerlas- . Por supuesto me contesta una máquina, que me da varias opciones, entre las cuales no está el motivo de mi llamada, pero le doy a una tecla, a ver si hay suerte y algún ser humano me responde. No hay suerte, es otra máquina, que me pide “que describa el motivo de mi llamada”. No cabe duda de que, al estar hablando con una máquina contándole tus problemas, se le empieza a uno a poner cara no sé si de caraculo, pero al menos sí de gilipollas. La máquina, que es limitada de entendederas, la pobre, te dice que no te entiende y te repite que le cuentes tus penas de nuevo. La máquina no te llama gilipollas y caraculo, pero seguro que sus responsables sí, o al menos lo piensan, porque además, como burla añadida suelen decir –las máquinas- que es para ofrecerte un mejor servicio. Llamo a otro número. Más de lo mismo. Se diría que en esa empresa –como tantas otras- la atención a los caraculos –perdón, a los clientes- está a cargo exclusivamente de simpatiquísimas máquinas. La historia anterior se repite varias veces, y, gracias a un amigo que conoce el asunto y me ha dicho que cuando llegue a la desesperación más absoluta debo probar a gritar “¡¡¡agente!!!” varias veces, consigo que la máquina me diga que en breve ”seré atendido por un agente”, que, probablemente, sospecho, será un ser humano. Mientras tanto me ponen algo parecido a música, que cada cierto tiempo una máquina interrumpe para decir “no cuelgue, estamos atendiendo su llamada”. La máquina no añade “gilipollas caraculo”, pero uno no puede evitar sentirse como tal. Finalmente me responde una señorita que, como si fuera un robot parlante, está programada para responder sólo ciertas frases. Tras contarle el problema, me dice que llame al número que había llamado anteriormente. La conversación se vuelve surrealista, sin encontrar solución a mi problema, y la señorita, como está programada para ello te dice: ¿Por favor, me puede decir cómo se llama para poder dirigirme a usted por su nombre? Claro que sí, señorita, le digo. Mi nombre es Gilipollas Caraculo, exactamente el mismo que el de todos sus clientes.
Pues no, la chica de la compañía del gas no debe ser expedientada, sino condecorada por todos los clientes prisioneros de empresas que, con demasiada frecuencia, nos sentimos Gilipollas Caraculo. Ya que lo piensan, que al menos lo digan. Olé por ti Vanesa, que me he enterado que así te llamas.