28 de mayo de 2009

Benedetti, el poeta de casi todos

No recuerdo quién dijo que se dicen tantas cosas bonitas en los funerales de la gente que lamentaba no poder estar presente en el suyo propio para poder escucharlas, y total por cuestión de horas. Afortunadamente no es el caso de Mario Benedetti, que nos dejó ayer tras una larga vida regalándonos su poesía, su compromiso y su dulce bonhomía. Del él se ha dicho todo, y ha sido dicho por todos, porque no recuerdo un poeta que haya gozado de tal fervor y admiración popular. Era (y es y será) el poeta más cercano, el más directo, el más diáfano, el más popular, el que mejor arañaba el corazón de un certero flechazo de palabras simples, sin artificios oscuros, con poemas que se dejaban leer con la claridad de un haz de luz, y que al tiempo llegaban al alma con la fiereza de una espada afilada empuñada contra el poderoso y el déspota.
Puedo decir, como supongo que podrán decir muchos de ustedes, que se me ha muerto mi poeta. Empecé leyendo sus “Poemas de la oficina”, precisamente en los años en que yo también trabajaba como administrativo en unas oficinas, y, al leer sus poemas al final de una jornada entre facturas y balances, sentía tal complicidad en sus palabras que pensaba que aquel hombre me había estado leyendo el pensamiento y había plasmado magistralmente en un papel lo que yo había sentido aquel día y hubiera querido escribir. Y lo mismo cuando escribió sobre el primer amor, el amor largo y el breve, el desamor, el disfrute del helado de vainilla, la indignación ante la injusticia, o sobre el sexo, o la grandeza de París, el whisky o Claudia Cardinale, que es lo que nos quedaría el día que más tarde o más temprano tuviéramos que quemar las naves de la vida, las que él acaba de quemar. Por eso me ha venido acompañando a lo largo de mi vida, y era raro el día que no estuviera alguno de sus libros en mi mesilla de noche o al alcance de la mano.
Era tan cercano, tan próximo, tan escandalosamente popular que se le entendía todo a la primera, y si uno se detenía en la lectura de un verso dos, tres y hasta cinco veces, no era para intentar desenmarañar el significado oscuro de un sesudo galimatías retórico o intelectual, sino para volver a disfrutar de sus deliciosos disparos al corazón, o sonreir con su elegante humor más anglosajón que latino, o empatizar con él en su lucha constante y comprometida contra la injusticia y la explotación del hombre. Implacable hacia el poderoso, solidario con los más desfavorecidos y tierno con lo cotidiano, se ganó la admiración y cariño de todos, o mejor dicho, de casi todos. Por un lado se granjeó la enemistad de los acólitos de los dictadores y tiranos que nunca dejó de señalar en rojo con su pluma, que podía ser tan dulce con la alegría de la vida como demoledora con la tiranía y la ignominia. Y por otra también se granjeó el injusto desprecio de algunos intelectuales pedantes de voz engolada y oscura, que jamás le perdonaron su portentosa popularidad que hizo que fuera leído, comprendido y querido por todos, desde el campesino hasta el catedrático, desde el músico bohemio hasta el contable. Era querido porque, sin dejar de mostrar una exquisita elegancia, era sencillo y de una bonhomía tan terrenal que parecía incompatible con la categoría de un intelectual de su talla. Tal vez por eso, porque la popularidad y el cariño de las masas son difícilmente perdonables para algunos intelectuales de chistera, maneras altivas y gesto huraño, por lo que el poeta más popular en lengua española de las últimas décadas nunca ganó el Premio Cervantes, mientras lo hicieron otros prácticamente desconocidos, hecho que ensucia y desprestigia el nombre y ecuanimidad de nuestro galardón más notorio de las letras hispanas. Mario Benedetti era demasiado humano y demasiado bueno, en todos los sentidos posibles de la palabra, por eso se fue de este mundo sin pronunciar en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares el discurso que todos hubiéramos querido escuchar. Pero el pueblo llano, el indudable destinatario de su poesía, hace muchos años que le bendijo y se lo dio en su veredicto.
Mario Benedetti, el hombre, se nos ha ido. Pero siempre nos quedará su inmortal palabra y su compromiso. Gracias por todo, poeta, amigo.