2 de noviembre de 2007

Autores intelectuales

Lo más significativo que destacan los medios de comunicación nacionales e internacionales del veredicto del atentado terrorista más sangriento de la Historia de España y de Europa, es la llamada absolución de los cerebros del mismo, o, mejor dicho, la no identificación de los mismos. En Italia lo han llamado “la mente” y “l’ ispiratore”, en los países anglosajones el “mastermind”, en los francófonos “cervaux”. En los medios españoles predomina un curioso sintagma para definir a los ideólogos, planificadores, instigadores o como quiera llamársele de los que dieron la orden y estrategia para realizar la brutal masacre: la autoría intelectual. Me he detenido a reflexionar sobre este curioso sintagma: “autoría intelectual”, y el vacío que supone que en el veredicto de más de setecientas páginas del juez Gómez Bermúdez no exista condenado alguno por este difuso concepto, y la perplejidad que ha causado tanto en medios nacionales como extranjeros.
Pero tampoco es de extrañar, ni es para rasgarse las vestiduras. El llamado Mohamed El Egipcio, al que la inmensa mayoría de los medios periodísticos le atribuían este poco honorable papel, tuvo la sagacidad de no enviar una carta a los autores llamados “materiales” de la matanza dándoles instrucciones precisas de cómo, cuándo y dónde realizarla, explicar detenidamente los pormenores de la misma, firmarla y rubricarla y mandarla después por correo certificado con acuse de recibo, mandando además copia legalizada a los medios de comunicación. Y traducirlo del árabe al español, inglés y catalán, por si hubiera dudas. No lo hizo, el muy astuto, así que no hay pruebas fehacientes que demuestren que fue él el exhortador y cerebrito del monstruoso horror.
En los atentados del 11-M resulta de una lógica aplastante que existiese una relación directa entre hechos y dirección de su ejecución, que por la razón que sea no ha podido ser probada. Ya se sabe que la justicia es ciega, como el amor. Pero extrapolando el asunto a otros ámbitos, a otros delitos o a otros despropósitos de cualquier índole, ¿hasta dónde se puede llegar para determinar quién es el “autor intelectual” de las atrocidades con que todos los días nos desayunamos en los diarios? Pensemos globalmente. ¿Es el señor Bush el “autor intelectual” de los cien mil muertos que ya se han producido en la guerra de Irak? Difícilmente, y no por porque no sea el vaquero texano el instigador de la masacre, sino porque la palabra Bush unida a la de “intelectual” chirrían de tal forma que se hacen insoportables incluso a los oídos más acostumbrados a los oxímoron más disparatados.
Recordemos ahora el ominoso video del tren de Barcelona en el que un engendro humano, cobarde y vil hasta la náusea pellizca el pecho a una menor ecuatoriana y acaba la faena propinándole una patada en la cara mientras le escupe todas las lindezas que es capaz de eructar su hocico simiesco. Sí, él fue el “autor material”, pero ¿y el intelectual? Cualquier relación entre este sujeto y la palabra intelectual sería una burla del lenguaje, una broma de mal gusto. ¿Debería la justicia buscar la autoría intelectual en la madre que lo abandonó a los dos años, en el padre que no quiso volver a saber de él, en el sistema educativo que no fue capaz de erradicar su ira y su racismo, en las teleseries norteamericanas o en los videojuegos en los que hay doce crímenes por minuto, en la telebasura que estimula la violencia verbal en pos de una audiencia que llene sus bolsillos, en algunos de sus telegénicos bocazas que repugnan con sus ideas xenófobas y después las envuelven en papel de celofán?
Llevando el tema al extremo, buscar al autor intelectual de cualquier delito, o más generalmente, de cualquier hecho sería tanto como buscar su causa. No podemos pedir tanto a la justicia humana. Bastante tiene con intentar determinar quién, cómo y en qué circunstancias se produjeron los hechos, y aplicar después el código penal.
La otra justicia, la auténtica, la verdadera, es privilegio de dioses. Por ahora debemos conformarnos con la nuestra, la de los jueces y leguleyos, la farragosa, la incompleta, la justicia injusta. La que con demasiada frecuencia es ciega, sorda y a veces hasta muda. Pero es lo que hay.

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