29 de enero de 2007

Realidad nacional y otras realidades

Tienen razón los diputados de Esquerra Republicana de Catalunya y los del Partido Andalucista cuando aseguran enfáticamente que no es lo mismo decir “nación” que “realidad nacional”. Tienen toda la razón. Porque mientras nación es un término relativamente comprensible, que viene de nacer, que tiene definiciones en los diccionarios y que cualquier persona con sentido común y aún sin él puede esbozar su significado, “realidad nacional” es una majadería de tal calibre que solo los politicastros de nuestro singular país (o como se llame, que ya no lo sé) pueden plasmar en documentos oficiales, votar en parlamentos y quedarse tan anchos. Nuestros políticos no se conforman con regir nuestros destinos, decir lo que somos o dejamos de ser, sino que, en su a veces supina ignorancia, se atreven a cambiar, jugar, negociar, trastocar, humillar nuestra lengua y hasta inventar palabras y sintagmas tan vacíos como redundantes, crear nuevos diccionarios e inaugurar conceptos tan abstrusos como fantasmagóricos. O sea, que Andalucía no es una nación, sino una “realidad nacional”. Me imagino, tratando de buscar algo de coherencia en la nueva semántica de politiquillos de tres al cuarto, que el antónimo de realidad nacional es “irrealidad nacional”, o sea, que todo lo que no es “realidad nacional”, sencillamente no es, no existe, no es nada en términos patrióticos.
Lo curioso de todo, es que la intención de anteponer “realidad” a la palabra controvertida era edulcorarla, incluso rebajar su significado, cuando lo que se hace en realidad (y perdón por la redundancia), además del ridículo, es reforzarla.
De esta forma, y buscando un poco de consistencia a partir de ahora para nombrar los conceptos, me permito proponer algunos.
Un niño, para no sentirse mancillado, deberá ser llamado “realidad infantil”. Un perro, a partir de ahora, si quiere tener un mínimo de prestigio como entidad, deberá llamarse “realidad canina”. Una casa que se precie, una casa que tenga una de esas hipotecas de treinta y cinco años y que uno se tira pagándola toda la vida y aún deja letras para los descendientes, deberá llamarse “realidad doméstica”, porque si no será una chavola de nada, un habitáculo despreciable. Un hombre que tenga el debido respeto a su señora, deberá presentarla como “realidad conyugal femenina” y la señora que respete a su marido se referirá a él como “realidad conyugal masculina”, ya que si no será un mindundis. Una aventura podría ser una “realidad sentimental circunstancial”, o “realidad sexual interina”. Para los hijos dudo entre varias: no se si deberían llamarse “realidades vástagas” o “realidades troncales descendientes”, en contraste con los padres que serán las “realidades troncales ascendientes”.
De igual manera uno no debe referirse a su trabajo con un término tan insignificante, sino como su “realidad laboral”, que tal combinación sintáctica es la que realmente dignifica al hombre, y no lo otro.
Y así sucesivamente. No es tan difícil, nuestros políticos, en su grandeza didáctica, han reinventado el lenguaje. Para que algo tenga entidad verdadera, debe llevar delante la palabra realidad, y luego decir lo que se quiere decir, pero en forma de adjetivo. Un coche es una “realidad automóvil”, un ordenador es una “realidad informática computerizada personal”, un cuchillo es una “realidad doméstica cortante con mango”, un profesor es una “realidad educativa personal”. Y como me imagino que nuestros entrañables políticos ceutíes estarán ya preparados para definir a Ceuta en su próximo estatuto, o su nueva condición de comunidad autónoma, y esto de la ilustración política y lingüística es peligrosamente contagioso, permítanme una sugerencia: “Realidad nacional trasmediterránea y transcontinental”. ¿A qué suena bien? No me den las gracias; les regalo el copyright.

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