29 de enero de 2007

Padres, salven sus huevos

Hace ya bastantes años pasé seis cursos escolares en California como lo que ahora llaman profesor visitante, aunque ciertamente en aquel entonces no recibiéramos nombre tan digno ni tuviéramos tan oficializada la situación. No voy a extenderme demasiado en el relato de las muchas anécdotas que en aquel país me sucedieron, aunque el rosario de episodios más o menos pintorescos que puede vivir un españolito en tierras del tío Sam (y sobre todo en la California del pato Donald y la silicona como señas de identidad) es prolijo y generoso, desde las autoescuelas a las que te “condenan” a ir por cometer una infracción de tráfico y cuyos instructores pueden ir –por ejemplo- disfrazados de payasos hasta los jueguecitos que, de manera indefectible, tienes que “padecer” antes de comenzar cualquier seminario didáctico. O las fiestas escolares en las que los alumnos, por un módico precio pueden hacer darse un chapuzón a su profesor favorito en una piscina de plástico acertando con una pelota en una diana que acciona el mecanismo que deja al profe hecho una sopa. Como la lista sería interminable, hoy me voy a concentrar en el idioma, en las anécdotas que el Spanglish, esa delicia de creatividad que el mestizaje ha inventado, me proporcionó durante aquel tiempo. Y más que en el Spanglish, en las traducciones inglés-español que con frecuencia nos deleitan desde alumnos hasta instituciones oficiales, y que a los españoles no demasiado puristas nos hacen pasar más que buenos ratos. No voy a hablar de “vacuum the carpet” como “vacunar la carpeta” o “deliberar groserías” para “deliver groceries”; pues si bien están en el abc del anecdotario de las traducciones más grotescas del inglés al español, reconozco no haber oído jamás tales expresiones sino en el relato de otros, más como ingenioso chiste que como realidad cotidiana. Así que voy a referirme exclusivamente a situaciones vividas de primera mano por mí y reales como la vida misma; de ellas doy fe.
A efectos prácticos California es un estado bilingüe, especialmente grandes urbes como Los Angeles, y en los centros escolares con un alto porcentaje de alumnado hispano (la mayoría) las comunicaciones del colegio para los padres son bilingües, en inglés y en español, si bien en este último idioma en las más de las veces prevalece la voluntad sobre el acierto. Veamos algunos simpáticos ejemplos. Un profesor vecino de aula quería hacer en clase con los niños “cascarones”, un típico juguete mexicano que se hace con la cáscara de un huevo previamente vaciado por un pequeño agujero por el que se rellena de confeti, se decora y se le pega un palo, para después romperlo sobre la cabeza de quien uno quiera y regarlo así de papelitos multicolores en simpatiquísima “gracia”. Pues bien, como hacían falta huevos (con perdón) para la actividad, los padres recibieron una nota que en inglés decía algo así como “parents, please this weekend save your used eggs and bring them to school with your children”, algo bastante comprensible en inglés pero que en su correspondiente traducción al español resultaba: “Padres, por favor este fin de semana salven sus usados huevos y mándelos a la escuela con sus niños”. Me imagino que tal petición originó más de un sobresalto de angustia a los sumisos progenitores mexicanos.
Supongo que también causó una cierta inquietud otra nota que recibieron los padres de una escuela del distrito de Los Angeles próxima a la mía respecto a los proyectos que existían allí para el año próximo. Para aliviar la congestión de alumnado que padecen muchas escuelas de Los Angeles se utiliza con frecuencia un sistema de calendario que establece turnos y mantiene el colegio ocupado a lo largo de todo el año, incluyendo los meses de verano. Este sistema es conocido en inglés como “year round”, e iba a ser implantado en la escuela para el siguiente curso. Para los lectores no avezados en la lengua de Georgie Bush (Jorge Arbolito), diremos que estas palabras, traducidas literalmente, significan “año redondo”. Pero claro, la tipografía americana no contempla la eñe, así que en la correspondiente traducción se consumó la tragedia y los sufridos padres mexicanos recibieron la siguiente nota informativa: “Les informamos que el curso escolar próximo en nuestra escuela todos tendremos ano redondo”. No estoy muy seguro de la reacción de los padres ante la obligación que la escuela de sus hijos les imponía para el curso siguiente, y las repercusiones que ésta pudiera tener en lo más íntimo de su anatomía.
La jerga y el argot que emplea el alumnado de origen mexicano puede resultar absolutamente incomprensible para el profesor español recién llegado, por muy ducho que esté en el habla de Vallecas, Carabanchel Alto o el pueblo más escondido de la provincia de Huelva o Graná. Y los malentendidos pueden ser tan espectaculares como hilarantes para algunos como embarazosos para otros, en este caso el profesor (servidor), o el pobre alumno que padeció mi incomprensión de nuestro supuestamente idioma común. Así fue la cosa, y perdonen por lo escatológico de la anécdota. Clase de 6º grado, el equivalente al 6º de Primaria español. Los alumnos no tienen permitido ir al baño durante las clases, salvo imperativas emergencias. En mitad de una explicación un alumno se levanta, se me acerca, con el rostro visiblemente descompuesto y me susurra al oído: “Maestro, me pegó el Chorro”. Pienso para mí: una agresión, un tortazo de un chulito al que deben de apodar como “El Chorro”, se ha producido en plena clase, en mitad de una explicación para más inri, y a un niño de complexión física más bien enclenque. Intolerable, así que sin pensarlo dos veces levanto la voz y con indisimulada ira grito: “A ver, ¿quién es “El Chorro” ése que ha pegado al pequeño Anastasio? El pobre Anastasio no sabía donde meterse, ruborizado y tembloroso, ante el aluvión de carcajadas incontenibles del resto de la clase. Resulta que “el chorro”, para los mexicanos no es sino un súbito ataque de diarrea, y el pobre chaval sólo estaba pidiendo permiso para ir al baño ante la acuciante necesidad que se le acababa de presentar, que me comunicaba al oído con el pudor y la discreción que requiere este tipo de situaciones, y que yo arruiné por no estar al tanto de las peculiaridades del argot mexicano. Espero que el pobre Anastasio ya se haya recuperado del involuntario bochorno al que le sometí aquel día y no presente ningún tipo de trauma ante las súbitas incontinencias intestinales. Hace más de doce años.
Pero aún mucho menos obligados están ellos a conocer nuestras peculiaridades dialectales, que nos pasan totalmente desapercibidas por lo cotidiano y familiar, pero que chocan con fuerza en cuanto salimos de nuestro ámbito habitual de empleo de la lengua castellana. No estaría mal que los profesores españoles recibieran un básico cursillo de adiestramiento sobre aquellos usos y registros de idiosincrasia típicamente española antes de enseñar español y en español al otro lado del Atlántico. Se evitarían situaciones como éstas, aún a costa de la correspondiente merma del anecdotario que todos los profesores visitantes nos hemos traído como bagaje. Así, si a un alumno inquieto que perturba la clase le pedimos que “pare”, es probable que se ponga de pie, pues es ésta la acepción del verbo “pararse” más comúnmente utilizada en el español de América Latina y por tanto de Estados Unidos. Costumbre extendida en nuestro español peninsular, sobre todo en el norte, es dar ánimo o confirmar un acuerdo verbal empleando la expresión “venga” como interjección o simplemente haciendo las veces de adverbio de afirmación. Así que, si a un niño, después de darle las correspondientes instrucciones para realizar una determinada actividad concluimos con un “venga” como colofón de ánimo o como muestra del momento en que debe comenzar, hay muchas probabilidades de que el niño se levante de su pupitre y se dirija hacia el profesor, entendiendo literalmente la “orden” que el profesor le acaba de dar. Y entonces habrá que decirle que no, que lo que nosotros queríamos decirle era “órale”, o sea, su equivalente mexicano, más o menos...
Voy a concluir esta exposición de simpáticos malentendidos con una reflexión sobre nuestro lenguaje cotidiano, sobre cuyas características peculiares no sé si todos somos plenamente conscientes. Creo que de los veinte países del mundo en donde se habla español, es el nuestro el “peor hablado” con gran diferencia, entendiendo como tal el uso de expresiones consideradas vulgares en el diccionario y que en España se utilizan con una frecuencia y naturalidad que asombran al hablante latinoamericano, que suele restringir el uso de esos términos al ámbito coloquial o familiar que le son propios. En España el uso de los “tacos”, expresiones soeces o palabras consideradas más o menos vulgares no conoce barreras socioculturales, y ya está plenamente instalado en ámbitos políticos o académicos, por no decir la televisión, cuya incontinencia verbal no conoce límites. No resulta algo extraordinario que algunos profesores empleen en clase expresiones como “joder”, “coño”, “me cago en la leche”, o incluso otras de más calado barriobajero. Esto es inaudito dentro de un aula estadounidense –de boca del profesor- o en cualquier país hispanohablante de América Latina, donde el registro idiomático del profesor tiende a considerarse como modelo para el alumno. Algunas compañeras españolas me contaban como, en los primeros días de trabajo en el aula en colegios de California, al emplear inocentemente la expresión “culo” en la clase (“te voy a dar un azote en el culo”, por ejemplo, dicho cariñosamente a un niño pequeño) tal expresión provocaba un sobresalto de asombro en los niños al oir tan “maloliente “ palabra en boca de nada menos que de su profesora de España, cuando sus padres, humildes campesinos analfabetos procedentes de ranchitos rurales de México, tenían aleccionados a sus hijos en lo grosero e inconveniente de la pronunciación de ese vocablo, y menos en la escuela.
No es de extrañar, por tanto, que en un examen llamado Certificado de Competencia Bilingüe que en muchos distritos educativos de California se exige al profesorado que desea trabajar con alumnos hispanos se incluyan preguntas que tienen más que ver con aspectos sociales, culturales y hasta folclóricos que con estrictamente lingüísticos, con cuestiones que pueden ir desde la composición musical de un grupo de mariachis hasta la importancia de la Virgen de Guadalupe en las familias mexicanas o la trascendencia y repercusiones de llevar una bandana azul o roja en algunos barrios de Los Angeles.
Está claro que nuestra lengua común de ambos lados del Atlántico no es a veces tan común, y que, además de unirnos, también nos puede confundir, sobresaltar o regalarnos deliciosas anécdotas que los veteranos profesores que un día hicimos las Américas contamos, incorregibles, en sobremesas de domingos o en este periódico, a amigos, compañeros y sufridos lectores que con su paciencia demuestran más que nunca que lo son.

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