29 de enero de 2007

Cochinas costumbres

Hace no mucho tiempo, estando en Madrid con unos visitantes estadounidenses, les llevé a tomar vinos y gambas a uno de los bares populares que abundan por el centro de la ciudad. Estos no salían de su asombro al ver que la gente, apostada en la barra, no tenía reparos en ir tirando las cáscaras al suelo según iba pelando los crustáceos. Nada del otro mundo, es la costumbre, les dije. Como también es la costumbre ir echando al suelo la ceniza de los cigarrillos y aplastar la colilla contra el suelo al acabar el pitillo. En más de una ocasión, al solicitar un cenicero al dueño de un bar, él mismo me ha recomendado que arroje la ceniza al suelo. Eso dentro del bar, no digamos en la terraza. También tuve que explicarles que las vitrinas que protegen las tapas en las barras de los bares es un invento relativamente reciente, que todavía –a pesar de una ley de Sanidad de hace ya bastantes años que no se cumple, como tantas- hay muchos bares en España en los que hay sobre la barra fuentes de comida desde las que se sirven las tapas que no están protegidas por nada, y expuestas por tanto a las toses, estornudos o vaharadas de farias de los parroquianos sentados ante ellas mientras charlan de fútbol. Nada extraño, es parte de nuestro paisanaje cotidiano y a nadie le llama la atención.
Tener que acudir al cuarto de baño de un bar de nuestro país puede ser una patética experiencia. Sólo el primer cliente que use el excusado lo encontrará limpio. El segundo ya no, y según vaya avanzando el día la indeseable necesidad puede convertirse en una nauseabunda aventura. Una buena parte de los usuarios, una vez realizada la función de la que había menester, se marchará del habitáculo sin molestarse siquiera en hacer correr el agua, dejando para el siguiente necesitado el agradable recuerdo de su paso por el retrete. El que venga detrás que arree. Muy castizo. Parece que en el baño de damas la cosa no es muy diferente, y me cuentan las mujeres de acrobáticas posturas en las que a veces se ven obligadas a orinar para evitar el contacto con los residuos de sus alegres antecesoras en la misma función.
Pasear por las calles de las ciudades españolas implica llevar un ojo al frente y otro al suelo, salvo riesgo de acabar con los zapatos seriamente embadurnados de excrementos caninos, elemento orgánico que suele decorar todos los días las aceras de nuestras avenidas. La gente tiene perritos, y estos hacen caquita. Donde les viene bien, por supuesto, y los dueños rara vez se molestan en limpiar las huellas intestinales del chucho sobre las aceras municipales. Así que el viandante inocente se ve en la obligación de practicar el eslalom urbano, deporte no del todo divertido cuando se tiene que hacer por necesidad. Paradójicamente he observado que son las personas mayores, que son las que más dificultades físicas tienen para hacerlo, las que más se preocupan de recoger los excrementos. Y sin embargo los más jóvenes, en plena forma, no se molestan en agacharse. A fin de cuentas algunos de ellos imitan a sus chuchos y las noches de sábados también orinan en cualquier pared o árbol que tengan a mano. Nada de particular. Y así podría seguir mucho más allá de los límites de este artículo.
Y como en esto creo que no hay mucha diferencia por comunidades autónomas, regiones, nacioncillas estatales o realidades nacionales patrias, me permito formular así la pregunta: ¿es que somos los españoles tan guarros? Sólo en el ámbito público, curiosamente. El español es exquisitamente higiénico en privado y en sus reductos particulares. Las casas están impolutas, bastante más limpias que las de otros europeos. El homo hispanicus se asea a diario, la mayoría se ducha todas las mañanas. Suele tener el coche limpio por dentro, a diferencia de los automóviles de muchos extranjeros, que son vertederos con ruedas. Pero cuando sale de casa la cosa cambia. Las calles son de todos, o sea, que no son de nadie. Y los bares. Y los restaurantes. Y las estaciones de autobús.
Y es que la higiene pública, en el siglo XXI, es aún una asignatura pendiente en la España próspera y desarrollada de nuestros días. Ya al ministro Esquilache, hace doscientos cincuenta años, por intentar cambiar, entre otras, las costumbres higiénicas madrileñas, le montaron un motín por el que acabó de patitas en su Italia natal e hizo tambalear al mismísimo Carlos III, que agachó las orejas y cedió a todas las peticiones del pueblo sublevado delante de su palacio.
Y es con las costumbres patrias, por muy cochinas que algunas sean, parece que no hay quien pueda.

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