29 de enero de 2007

Educación y telebasura

El nivel académico y cultural de nuestros centros educativos está en la UVI. Lo dicen las encuestas, pero no haría falta tanto estudio sociológico. Los profesores lo sabemos bien, pero al resto de la sociedad le bastaría con escuchar una conversación de adolescentes en un autobús, en la calle, en un parque, en cualquier lado. Darse una vuelta un viernes o un sábado por la noche por las explanadas del botellón, o por cualquier otro lugar en el que se junten media docena de adolescentes. Todos escolarizados, “educados”. Raya lo escandaloso, parece que la opinión social es unánime. Y se buscan las causas. Los educadores, los padres...pero, ¿se da la importancia debida a la televisión? Veamos.
Entre los logros de la España próspera, moderna y neoliberal de los últimos años creo que no es desdeñable el de haber conseguido tener la televisión más zafia, chabacana y hortera del mundo. Busquen ustedes, ahora que tenemos satélite y cable, o cuando viajen al extranjero, y verán que nuestra televisión ibérica no tiene parangón. Y si la televisión, sometida a la dictadura de la audiencia, es un reflejo de una sociedad y una cultura, creo que la España de charanga y pandereta que describía Machado era un ateneo de lustre académico comparada con la actual de pocholos, dinios y grandes hermanos, y aquellas españoladas de paletos y suecas que nos ofrecía la “mejor televisión de España” se me antojan casi como obras intelectuales de arte y ensayo al lado de lo que nos ofrece ahora la libre competencia televisiva de la España rica del siglo XXI.
En un reportaje escrito por el escritor colombiano Germán Castro Caycedo, y publicado en el diario “El Tiempo”, de Bogotá, éste narraba algunas de las impresiones obtenidas en un reciente viaje a nuestro país. El reportaje llevaba como irónico título “España/ Un viaje a la “cuna de la cultura” (entrecomillado en el original), y recojo aquí las referidas a la televisión:
“(…) Por la noche en uno de los programas con mayor audiencia de la televisión, un periodista dice:
-Las colombianas han nacido para follar.
-Follan de puta madre- agrega otro.
Cambio de canal. También cinco periodistas. Uno de ellos atrapa por la nuca a un invitado y se besan lengua con lengua. Aplausos del público. Luego agreden durante una hora al invitado, todos hablan al tiempo. Se hallan detrás de una gran mesa y en medio de las ráfagas, una de las periodistas se tiende sobre la mesa. El de los besos trepa y la cabalga, se menea, resopla. Un tercero los cubre con una frazada. En directo, durante 50 segundos, simulan que están haciendo el amor. Largo aplauso del público en el estudio.
Tercer canal. Alguien le pregunta a un cantante por qué no admite una muestra de ADN y él se apresura:
-Iros a tomar puel culo. ¿Por qué no la hacéis vosotros? (…)”
Germán Castro no ha visto nada extraordinario en nuestras refinadas televisiones; cualquier día, en casi cualquier cadena y casi a cualquier hora, la oferta es similar. Hago yo la prueba. Pongo un programa de máxima audiencia nocturna y un colaborador simula estar masturbándose detrás de la mesa del estudio. En tono jocoso, los demás comienzan a discutir acaloradamente sobre las pajas (sic) que se hacen en el camerino cada noche antes de entrar al estudio. En otro canal (o en el mismo, no estoy seguro) “graciosos profesionales” van por la calle micrófono en ristre y se dedican a ridiculizar ante las cámaras a hombres y mujeres inocentes (preferiblemente ancianos y extranjeros que apenas hablan español) que, gratuitamente, les “hacen” el programa. En otro un grupo de paparazzi y estrellas de la telebasura debaten acaloradamente sobre temas tan apasionantes como las relaciones carnales entre “grandes hermanos” edición 1, 2 o 7, u otros personajes de similar calado intelectual. El tema tratado con mayor profundidad y que fue objeto de apasionados debates en ilustres foros de “periodistas” carroñeros durante dos o tres semanas fue la felación que una concursante de uno de estos fenomenales programas hizo a otro en un autobús. Gritan, chillan, se insultan, se amenazan, en una discusión al lado de la cual una pelea de verduleras de mercado pasaría por un diálogo versallesco. Todos profieren sus insultos y “argumentos” al mismo tiempo, con lo que (afortunadamente) apenas se entiende nada. Los héroes de la televisión, famosos, guapos y millonarios, delante de la cámara se rascan las axilas sin tapujos, se sacan los mocos a discreción y su lenguaje, mezcla de balbuceos, gritos, mugidos y sonidos guturales contiene dos o tres tacos por frase, en las que, dada su dicción, suele ser lo único inteligible de las mismas. Nadie respeta jamás el turno de palabra del otro, una persona bien educada y cortés no podría abrir la boca en estos foros. Los periodistas de la carroña azuzan a unos contra otros, llaman a las madres, a los padres, a los familiares, les ponen delante de la cámara y les enfrentan intentando provocar los insultos cruzados, cuanto más despiadados mejor, buscando el espectáculo bochornoso que enardezca a la audiencia y la haga subir a las cuotas más altas. Vence el que profiere el insulto más contundente, el rebuzno más arrebatado, la vejación más sonora, y el público lo subraya con acalorados aplausos dirigidos por los conductores de la basura televisiva. No hay reglas; es la ley del más bestia, del más chulo, del que peor huele.
No conozco en el mundo televisión más nauseabunda, más vulgar, más hortera, más degradada. Dicen que es la tiranía de la audiencia, que es lo que la gente quiere. Y si así es, podemos concluir que en nuestro país el nivel cultural ha tocado fondo. No se puede llegar más bajo.
Parece que la dictadura de la audiencia es la “verdadera democracia” en televisión, y la ley del mercado es la clave de la verdadera libertad. Si lo ve mucha gente vende más y la gente se pirra por la basura. Pero, ¿por qué nos gusta la basura? ¿Nos gusta porque nos han acostumbrado a ella o ya éramos antes tan necios como para tragarnos sin rechistar y alborozados las dosis de imbecilidad televisiva que nos meten con embudo cada día en nuestras pantallas? ¿O es al contrario, será que la televisión nos da sólo aquello que somos capaces de asimilar? ¿Seremos verdaderamente tan memos los españoles? Cuando hace algún tiempo, en la época del gobierno anterior, un dirigente socialista dijo que habría que revisar los contenidos de la televisión, y que con su partido en el gobierno no habría programas como Gran Hermano, todos los caricatos y bufones de esas televisiones se le tiraron al cuello tildándole de censor y antidemocrático. Ahora ese político está en el gobierno, pero seguimos tragando grandes hermanos.

El “parnaso” cultural que nos ofrece la televisión de cada día es la fuente de la que bebe nuestra sociedad a diario, y claro, así nos va. Niños, jóvenes, adolescentes, adultos. El proceso de idiotización colectiva es lento –o tal vez no tanto- pero seguro. Los modelos culturales e ideológicos que nos ofrece la caja más tonta que nunca son absorbidos con celeridad por nuestros jóvenes y niños, y el resultado se transmite con rapidez a la convivencia cotidiana en las calles, en el vecindario, en el trabajo, en la familia. En la sociedad española ha desaparecido la cortesía, los buenos modales, el respeto a los mayores, la amabilidad, y las relaciones humanas de cada día son cada vez menos humanas e impregnadas de agresividad. ¿Hasta qué punto ha influido la telebasura –que es casi decir la televisión- para que hayamos llegado a este punto? ¿Y cuál es su influencia en unas aulas de primaria y sobre todo de secundaria y bachillerato en la que los docentes se ven desbordados por unos hábitos y modelos de los alumnos que maman cada día en la caja tonta?
Los niños imitan a esos personajes mitad realidad, mitad ficción. Son los ídolos que la televisión les vende y los niños son esponjas. Una encuesta reciente dice que un niño español ve cada día entre tres o cuatro horas de televisión. No hay niño o adolescente que no se empape, a veces con regularidad, de la basura que nos regalan cada día nuestras televisiones. Ahora, cuando ya una parte de la sociedad hastiada clamaba a gritos por un control, por una limitación de tanta pestilencia televisiva, parece que la clase política ha empezado a reaccionar y se empiezan a establecer tímidas regulaciones, restringidas, eso sí, a lo que llaman ingenuamente “horario infantil”. Que se den una vuelta por las aulas de Primaria y Secundaria los comités de sabios reguladores y verán que poco tardan en darse cuenta de que el “horario infantil” real es de veinticuatro horas. Que los padres no ejercen ningún control sobre lo que ven sus hijos, y que se lo tragan todo, a cualquier hora del día o de la noche, muchas veces desde el televisor privado de su habitación. ¿Cómo pueden ser tan ingenuos?
Y con este lastre que traen de casa, ¿qué pinta un humilde maestro o profesor de secundaria, tiza en ristre, tratando de enseñar a dialogar, a argumentar, a razonar, a ser críticos, a ser tolerantes, a respetar, a ser solidarios? ¿O a algo tan antiguo y desfasado como a hablar con corrección y propiedad nuestra lengua, a enriquecer el vocabulario, a hablar con elegancia y cortesía? ¿Qué puede hacer un pobre maestro delante de un grupo de chicos y chicas empapados de la basura televisiva que se les vende como el paradigma de la libertad y la modernidad? Es poco menos que un marciano, que un loco, que un inadaptado, que un lunático.
Sin embargo eso debe ser la escuela del siglo XXI: transgresora, revolucionaria. En una sociedad mediatizada por una escala de valores basados en el consumo indiscriminado y la alienación colectiva con la televisión como principal aliado, la escuela debe alzar la voz y disentir para romper, de un modo u otro, ese perverso círculo vicioso. Si la escuela ha ejercido en muchas épocas de la historia un papel trasgresor, ahora, en la sociedad plástica del siglo XXI debe serlo más que nunca. La televisión se ha convertido en un dios alienante y perverso. Y la escuela, por desgracia, debe ser su rival. O intentar aportar lo que pueda a esta desigual lucha. He aquí una lista de palabras revolucionarias, relegadas en la televisión al ámbito de lo marginal y obsoleto y denigradas por su falta de rentabilidad comercial: respeto, solidaridad, tolerancia, civilidad, urbanidad, cortesía, amabilidad, dignidad, honradez, generosidad, humanidad, fraternidad. La lucha es definitivamente desigual: es David contra Goliat, es un ratón contra un dinosaurio. Nadar contra corriente no es fácil, y la lucha parece una batalla perdida de antemano. Pero la escuela tiene que intentarlo, es su labor revolucionaria que se le ha encomendado en estos tiempos. ¿Conseguirá la escuela desligarse de los hedores de la telebasura? Porque de lo contrario, si la escuela se mimetiza con grandes hermanos y pasa a ser parte del circo, estamos perdidos. Habremos tocado fondo, ahora definitivamente. Y no estamos lejos de conseguirlo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Enhorabuena por este artículo. De acuerdo al 100 %. Realmente hemos llegado a tocar fondo y poco a poco van desapareciendo aquellos vividores y parásitos televisivos que se creen algo importante.. Ahora solo faltaría q algunos medios mirarán menos por sus intereses y dejaran de embaucarnos.