29 de enero de 2007

Café

Dicen los expertos que el café altera los nervios, sube la tensión arterial y aumenta el riesgo de padecer enfermedades coronarias. Debe de ser cierto, pero en nuestro país debemos estar a la cabeza mundial en la pasión por este negro brebaje. Y muy especialmente aficionados son los empleados de las oficinas públicas, más conocidos como funcionarios.
En mis ineludibles deberes como probo ciudadano que soy me veo obligado con cierta frecuencia a visitar oficinas de diferentes administraciones públicas –tanto da unas u otras, la verdad- generalmente para pagar algo o cumplir con una obligación impuesta por ellos, para más inri. Lo cierto es que cuando llego a la oficina de marras y pregunto por un funcionario concreto que se ocupa de un asunto concreto, la indefectible respuesta es siempre la misma: “Ha salido a tomar café”.
-¿Y tardará mucho? -pregunto ingenuamente, sin malicia, de verdad.
La respuesta del compañero, normalmente solo en media docena de mesas es un encogimiento de hombros que pronostica que la duración del café es, digamos, indefinida. Así que como no puedo quedarme toda la mañana opto por volver al día siguiente a una hora diferente. Si hoy vine a las diez, mañana iré a las once, hora que supongo el funcionario no tendrá costumbre de tomar café, puesto que lo hace a las diez y tal exceso de cafeína alteraría al más pintado. Mala suerte. El funcionario “ha salido a tomar café”. La cosa se pone peor, también toma café a las once. Ante lo imprevisible del éxito de mi gestión y mi segundo viaje a la misma oficina pregunto al funcionario de guardia, por decirlo así:
-¿Y usted me podría atender?
- Verá, es que esto lo lleva él.
Bueno, en realidad debo decir ella, pues se trata de una mujer. Había utilizado el masculino para evitar susceptibilidades sobre sexismo, pero me arriesgaré y que sea lo que Dios quiera.
En fin, que el tema lo lleva la funcionaria cafetera, qué se le va a hacer. Me siento un rato y espero, contando con que su apetito cafeínico se habrá extinguido tras pasar el tiempo suficiente para tomar cinco o seis cafés con churros y con parsimonia. Nada, me voy de vacío y vuelvo al día siguiente dos horas más tarde.
¿A que no lo adivinan? Sí, lo han adivinado: “Ha salido a tomar café”. Esta vez espero, ya no puedo más, he perdido varias mañanas y debo hacer mi gestión. Al cabo de cuarenta y cinco minutos aparece ella… ¡sorpresa!, con varias bolsas como las que dan en el supermercado cargadas de variadas viandas y utensilios para el hogar. Ahora entiendo la afición al café: parece que con cada café con churros en el bar de la esquina obsequian con un paquete de macarrones, una ristra de salchichones y varias latas de tomate frito, y además te lo empaquetan cuidadosamente en bolsas de plástico de Eroski. ¿Quién puede resistirse a la tentación del café y su suculento aroma si además viene con obsequio?
Yo clavo mi mirada en las bolsas con admiración y envidia y sin embargo ella, al percatarse de que llevo media vida esperándola y mi fijación por las bolsas, me escupe un lacónico: “¿Qué quiere?” Parece que está algo enfadada, y no me extraña, tanto café debe alterar a cualquiera.
Tan enfadada que al final me ha castigado sin hacerme los papeles y me ha obligado a volver otro día con la famosa póliza redonda, una que no existe, que al parecer me faltaba y no me dijo por teléfono porque es algo que todo el mundo debe saber. Lo que es la ignorancia.
- ¿A qué hora va usted a tomar café mañana? -pregunto ingenuamente.
Supongo que fue el exceso de cafeína, porque yo creo que no es normal que se le enrojecieran los ojos de ira, saltara por encima del mostrador en espectacular acrobacia y me persiguiera escaleras abajo con la grapadora gigante y el sello de archivar de grandes documentos, tipo estatuto catalán.
Logré huir, todavía corro mucho cuando me persiguen, pero he pensado que prefiero esperar a que me lo embarguen de la cuenta del banco con sus intereses y recargos. Es mucho más seguro.
Demasiado café.

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