29 de enero de 2007

Forastero

En Mallorca a los llegados de fuera y que no tienen apellidos mallorquines les llaman forasters. Aunque en principio el adjetivo pueda tener un trasfondo peyorativo, a mí nunca me resultó ofensivo durante los seis años que pasé en aquella isla. Más bien al contrario. Asumía mi condición de advenedizo y de alguna manera disfrutaba de ella, pues me procuraba una cierta lejanía del epicentro de lo que allí sucedía y me permitía mirar desde la distancia, disfrutando de la vista pero sin involucrarme demasiado en lo incomprensible, que no era poco.
Mirar desde fuera ofrece la panorámica de la que se carece cuando se mira desde dentro. El sentimiento de arraigo, de pertenencia, de encontrarse en el mismísimo ombligo de todo cuanto nos rodea enaltece la pasión pero distorsiona la mirada. La mirada del que se aleja unos pasos del meollo de los asuntos tal vez no goce de primeros planos, pero es más cándida y de alguna forma puede ser más honesta. Siempre me ha hecho gracia observar cómo los turistas extranjeros, nada más llegar a nuestro país se ponen a hacer fotografías al interior de los bares, en donde, para su asombro, cuelgan del techo docenas de patas de cerdo. Nosotros tomamos café debajo de ellas sin reparar en lo insólito de la situación y el turista japonés con su cámara y sus ojos como platos nos hace darnos cuenta de nuestra entrañable peculiaridad. Es la mirada asombrada del forastero.
Ha querido el destino, forzado en buena medida por mi propio desarraigo, depararme la fortuna de haber vivido en nueve ciudades diferentes diseminadas por cuatro de los cinco continentes, asumiendo así por tanto la condición permanente de forastero, o de nómada vocacional, si lo prefieren. Incluso mi Madrid natal, de cuya vorágine de metro, polución y prisas huí despavorido hace más de veinte años, ha cambiado tanto que cuando voy me resulta irreconocible y me permite mirarla y disfrutarla con ojos de forastero, con la mirada abierta de quien está descubriendo algo. Ceuta es la última ciudad en la que he recalado. Tan recoleta como compleja, esta pequeña ciudad a caballo entre dos mundos ofrece un sinfín de matices para el forastero, que la padecerá o la disfrutará, o tal vez las dos cosas, pero al que nunca le dejará indiferente. Pasan demasiadas cosas en esta ciudad de setenta mil habitantes, donde convive lo más bello y lo más sórdido, tan peculiar por su situación geográfica, su condición fronteriza, su composición social, su permanente empeño en recordar al mundo su indudable identidad. Demasiadas cosas para mantener los ojos bien abiertos, para exponer la piel a las sensaciones que llegan de todos sus rincones.
No voy a caer en la simpleza de definirme como ciudadano del mundo, lugar común que de tan manido se ha convertido en cursilería. Yo soy español, mediterráneo, latino. Pero cuando leo los periódicos, veo la televisión o escucho los debates parlamentarios también en mi propio país tengo la sensación de estar en Marte, como muy cerca. Confieso que las más de las veces no entiendo nada, y acabo por verlo todo con la mirada perdida del forastero despistado.
He hecho esta pequeña introducción por varios motivos. En primer lugar para anunciarles que, gracias a la oportunidad que me han brindado la directora y subdirectora de este diario, lunes sí y lunes no algunas palabras mías se colarán en sus páginas para tortura de muchos, indiferencia de otros tantos y tal vez deleite de algunos, si se me permite la inmodestia y alarde de optimismo en este último punto. En segundo lugar como un apunte de presentación, pues si bien algunos ya me han padecido en mi instituto o en anteriores colaboraciones en el diario, supongo que la mayoría de los amables lectores de El Faro aún no me habían sufrido. Por último para justificar el título de la columna que firmaré, por ahora quincenalmente: “Crónicas de forastero”.
Así que ya saben: si lo desean, nos vemos aquí mismo en quince días. Espero no defraudarles y, sobre todo, contar con su amable benevolencia.

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