29 de enero de 2007

Tánger, mitica y canalla

Tánger, esa inexplicable ciudad vecina, amada por unos y denostada por otros, y bautizada por los vendedores de turísticas rutas imperiales como la puerta de África, no sólo es la entrada a otro mundo, otra cultura, otro planeta, otro estilo de vida. Puede ser, si uno sabe mirar, mucho más.
Para el viajero Tánger puede ser dos cosas: ciudad de paso o ciudad de culto. Es inevitable asociar el nombre de este enclave a caballo entre dos mundos con el mito de la ciudad que encandiló a Paul Bowles, Truman Capote, Allan Ginsberg, Borroughs o tantos otros artistas que la describieron como el lugar más libre del mundo, la fuente de inspiración de leyendas y cuentos en donde la ficción y la magia se entremezclaban todos los días con lo cotidiano. Entre una España sumida en la mediocridad del fascismo y una África que se convulsionaba entre la miseria y las guerras coloniales, brillaba con luz propia un oasis agitado y bullicioso, ese espacio internacional que quedó plasmado en las mejores páginas de Paul Bowles o los mejores lienzos de Matisse, y que convirtieron esta ciudad en obligada referencia entre los lugares de culto que en el mundo han sido.
¿Qué queda de esa hermosa ciudad entre aristócrata y canalla, entre bohemia y exótica? El recuerdo de ese paraíso perdido sólo permanece en la conversación nostálgica de los viejos tangerinos que ven desfilar ante sus ojos una nueva y decadente ciudad mientras sorben té con hierbabuena sentados en cualquiera de los cientos de cafés que tan bien simbolizan las calles. Ahora la ciudad es otra cosa. Los extranjeros se marcharon hace tiempo y con la muerte de Paul Bowles también se fue el paradigma de un mito ya algo momificado y que empezaba a oler a rancio. Tánger ahora se debate entre una leyenda ya apolillada de lugar mítico, una ciudad moderna en donde llegan todos los días los ecos de la próxima Europa y ese mercado clandestino de casi todo, propio de las ciudades fronterizas: contrabando, prostitutas, pateras, visados falsos, hachís... El Tánger de Paul Bowles y la generación beat ya no existe, pero algunos reflejos de su antiguo esplendor y el rescoldo de la que fue una urbe cosmopolita y libertina aún pueden encontrarse al rastrear por el barrio del Marshan, el Dradeb , o simplemente darse un paseo por la medina.
El contraste cultural, desde luego, es brutal. Parece increíble estar a catorce kilómetros por mar de Tarifa y a setenta kilómetros por tierra de Ceuta, poder ver nuestras costas los días claros y tener la sensación, apenas se atraviesa la frontera, de haber cambiado de planeta. Naturalmente que es hermoso pasear por medinas y zocos abarrotados, mercaderes que cantan sus mercancías y compradores que se baten el cobre por un dirham. Es, por supuesto, parte del exotismo que aprecia el foráneo, el viajante, el turista. Y también puede el residente extranjero disfrutar de estos elementos y de muchos otros en la medida en que permanezca vivo el gusto por lo exótico, lo diferente, lo llamado a veces con una cierta cursilería lo “étnico”. Uno puede, con el tiempo, formar parte de ese paisanaje cotidiano, pero siempre de una manera señalada, un extranjero siempre es un extranjero, y canta como una mosca en leche por más que se encasquete el tarbush y la chilaba y llegue a chapurrear algunas palabras en árabe dialectal. El extranjero europeo es tratado con cariño y hasta con deferencia, y no sólo porque a fin de cuentas suela llevar los bolsillos llenos de dirhams, euros y dólares, cuando no de influencias a “alto nivel” y suela pertenecer a esa clase “noble” tan apreciada en una sociedad llena de castas con una historia colonial tan vinculante. Los españoles, que llegaron a ser más de cincuenta mil en los años cincuenta, dejaron aquí una huella perfectamente identificable en la fisonomía de la ciudad. Arquitectura, bares, gastronomía, costumbres, por no hablar de las numerosas palabras castellanas que quedaron incrustadas para siempre en el árabe dialectal (dariya) hablado en el norte de Marruecos.
Pero entre el bullicio de las calles efervescentes de vida y olores también se halla otro paisaje, inseparable del anterior: ancianas decrépitas cargando gigantescos fardos de mercancías, mendigos nauseabundos haciendo sonar su platillo por caridad, ciegos con las cuencas de los ojos vacías que piden unos céntimos mientras cantan las grandezas de Aláh, tullidos y deformes que imploran entre el hedor de la basura y el pescado que se descompone al sol y que forman parte de ese paisaje colorista que tanto aprecia el viajero hambriento de sensaciones fuertes y exotismo.

En el zoco, se mezclan la actividad frenética de los mercaderes que acarrean huevos, naranjas, lechugas, sacos con especias, teteras de alpaca, alfombras morunas, cualquier cosa; gritan sus mercancías, cantan el precio todavía en la moneda de antes, los francos que hace ya tanto tiempo que dejaron de usarse, con los ociosos transeúntes y viejos tangerinos que sorben poco a poco el té con hierbabuena desde los cafés de la medina desde donde se divisan dos mundos: a un lado de la vidriera del café está esta agitación de los comerciantes vivos y diligentes, los guías atentos al menor resquicio para hincarle el diente al turista menesteroso de orientación y ayuda y mendigos harapientos y tullidos que cantan al Dios generoso recitando versos del Corán. En el interior del café el omnipresente murmullo del televisor en español, la enésima repetición de las jugadas del partido del día anterior y los ibéricos concursos chillones con azafatas de sonrisa eléctrica y piernas interminables, o la publicidad del glamoroso perfume que nos hace irresistibles o el espectacular coche que abandera el bienestar y la felicidad del otro lado del Estrecho. En los pasadizos medievales conviven, junto a barberías y colmados propios de siglos pasados, rincones en los que venden modernos electrodomésticos y antenas parabólicas para televisión digital, como si el encargado del script de una película de moros hubiera tenido un descuido imperdonable. En fin, todo un goce para el paseante, que puede embelesarse en la contemplación de cómo dos épocas y dos mundos se dan la mano en un mismo callejón.
Al atardecer el cielo se tiñe de un rojo intenso y las calles se convierten en un bullicioso hormiguero de paseantes ociosos, todos en su lugar y representando su papel. Las chicas jóvenes más tradicionales pasean del brazo de su madre o su tía, enfundandas en chilabas y tocadas con discretos velos, dejándose contemplar por multitud de hombres acomodados en las terrazas de los cafés, eternamente desocupados, dejando pasar la vida por delante de ellos mientras comentan acaloradamente el último fichaje multimillonario del Real Madrid o Barcelona. Otras chicas, más descocadas y “libertinas”, visten europeo y pasean en grupos de dos o tres recorriendo las aceras del Boulevard Pasteur con una disimulada distracción y beatitud, pero subirán, con el recato y discreción que impone su cultura, a cualquier coche elegante desde el que un hombre les haga una seña, y se perderán en la tarde en el pozo de lo prohibido. Y todo sucede de manera casi imperceptible, en un disimulado juego de miradas e insinuaciones: el foráneo nunca apreciaría la obra que se representa en la trastienda de los bulevares y se quedaría sólo con la apariencia de calles agitadas y efervescentes, con un aluvión de personas que pasean, arriba y abajo, en un paisanaje propio de una apacible ciudad colonial de provincias.
Y junto al Tánger mítico, el Tánger canalla y el Tánger exótico emerge con fuerza una ciudad que se moderniza día a día y que parece mostrar el dinamismo de una urbe que bulle y está decidida a emular lo antes posible a su vecina Europa. Cada semana se incorporan nuevos símbolos occidentales del progreso a la vida cotidiana de los tangerinos. Los cibercafés invaden el centro de la ciudad y se multiplican hasta competir con ventaja con los tradicionales “bakalitos” y barberías. Los tejados de los edificios constituyen un verdadero bosque de antenas parabólicas de televisión por satélite. La fiebre del teléfono móvil está en plena efervescencia y ya es habitual escuchar en mitad del zoco las familiares melodías metálicas de los aparatos portátiles provenientes de los bolsillos de la chilabas. Empiezan a proliferar las tiendas de muebles funcionales de bricolage, hace poco abrieron el primer centro comercial tipo gran superficie, se ven por las calle jóvenes motoristas que llevan pizzas a domicilio y el McDonalds inaugurado hace ya varios años ofrece para el periodo del Ramadán un “especial” de hamburguesa con harira, la tradicional sopa de legumbres con que los musulmanes rompen el ayuno en esas fechas.
Quizás sea la noche de Tánger la que conserve mejor la fisonomía de ciudad promiscua y disoluta que siempre la caracterizó. Tal vez la ciudad con más bares, tascas, discotecas y clubs nocturnos de todo Marruecos, la ciudad es un dechado de tentaciones al alcance, eso sí, exclusivamente del hombre.
Las tapas de los bares de Tánger son las más generosas del mundo. Con dos o tres cervezas el camarero irá dejando en la barra abundantes platos con pescado frito al estilo andaluz, ensalada, pinchitos morunos de carne picada (kefta), en cantidad suficiente como para satisfacer al cliente más comilón. No es extraño encontrar en estas tascas la decoración propia de las tabernas más añejas de Andalucía o Madrid: paredes ennegrecidas por el humo de la fritanga, carteles amarillentos de corridas de toros antiguas, o posters y escudos de los dos equipos de fútbol que aquí levantan pasiones más enfervorizadas que incluso en España: el Barcelona y el Real Madrid. Sólo los hombres se agolpan en la barra de estos bares rescatados de la memoria española, y el tangerino, afable y conversador por naturaleza, si además está animado por la euforia de la cerveza, no tardará en darnos su opinión sobre el transcurso de la liga española de fútbol, la situación política del país o se pondrá melancólico recordando el viejo esplendor de aquel Tánger que nosotros ya sólo conoceremos por su relato.
Un Tánger que ya no existe pero sigue hechizando al visitante. Todos los foráneos han buscado siempre donde reside una magia tan intangible como evidente. Quizás sea su asimétrico equilibrio entre pasado y presente, la fascinación de su exotismo y bohemia, el espacio inexistente entre sus tradiciones medievales y la modernidad, el té con hierbabuena de los cafés diurnos y el whisky de garrafa de los clubes nocturnos, verdaderos museos del kitch, hayek y chilabas con jeans y minifaldas, harira y hamburguesas, o los posos que quedan en el ambiente de una ciudad decadente y canalla.
Lo cierto es que visitar Tánger encierra un singular riesgo: empezar por desdeñar su suciedad y decadencia para acabar, al poco tiempo, por deshacer definitivamente las maletas y quedar atrapado para siempre por su magia irracional de rompeolas de dos mundos, un lugar tan canalla y decrépito como mítico y fascinante. Ese lugar inexplicable del que ya nunca nos querremos marchar del todo.

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