9 de noviembre de 2008

El regreso de Mr. Marshall

Las elecciones estadounidenses (evitaré decir americanas, por ahora) han acaparado hasta la indigestión la actualidad en todos los medios de comunicación españoles, y probablemente los de la mayoría de los países del mundo. Comprendo la importancia que tenga en el mundo entero todo aquello que ocurra en el país más poderoso del orbe, pues lo que allí sucede, para bien o para mal, nos afecta a todos. Lo más triste es que el país que presume de ser el paradigma de las libertades democráticas tiene una cultura de participación ciudadana escasísima, un sistema electoral tan arbitrario y poco representativo que decenas de millones de votos no sirven para nada, y una inmensa mayoría de ciudadanos cuya incultura política (y general) les lleva a creer a pies juntillas lo que dicen sus gobernantes como si de palabra divina se tratase, cuando éstos no suelen ser más que instrumentos de los lobbies de las poderosísimas multinacionales que realmente mueven los hilos del mundo. Por ello la diferencia entre elegir a un presidente demócrata o republicano es en realidad poco significativa; aunque haya un presidente demócrata y de piel oscura (parece que es lo más llamativo esta vez, qué triste) seguirá habiendo cerca de la mitad de la población sin acceso a la sanidad pública ni privada, un gasto armamentístico con el que se podría eliminar la miseria el mundo entero, seguirá siendo más fácil comprar una pistola que fumar un pitillo y se seguirá aplicando la pena de muerte con inyección letal a seres humanos, a veces oligofrénicos, sin por ello dejar de presumir de ser el país de la libertad y las oportunidades para todos.
Y como su poder es omnímodo y traspasa fronteras, no se conforman con saltarse a la torera resoluciones de las Naciones Unidas, acuerdos internacionales sobre el medio ambiente, apoyar a dictadores o derrocar (o asesinar) a políticos elegidos democráticamente en cualquier lugar del mundo según su conveniencia, sino que nos imponen, con su peculiar criterio, su propia nomenclatura para ciertos conceptos que el resto del mundo no duda en aceptar sin rechistar, empezando por nosotros mismos.
“Bienvenidos americanos, os recibimos con alegría”, cantábamos en la genial parodia de Berlanga en Bienvenido, Mr. Marshall. Ya para entonces llamábamos todos América a los Estados Unidos y americanos a los estadounidenses. Decidieron quedarse para ellos solitos el nombre del maravilloso continente cuyo nombre recibió de Américo Vespuccio. Y sus hermanos menores y pobres del continente se lo cedieron con resignación, así que colombianos, mexicanos, argentinos o peruanos se refieren como americanos a los ciudadanos del país de las barras y estrellas, olvidándose, en una contagiosa epidemia de amnesia histórica, de que ellos también lo son. América, América, América. Lo demás es América Latina, apellido deshonroso con olor a miseria y subdesarrollo. Y todos lo repetimos como papagayos, coreando sumisos los dictados del Tío Sam. En las clases de Geografía de las escuelas de Estados Unidos (o sea, las americanas, para entendernos) se estudia América no como un continente, sino dos. Llegará el día en que aquí también lo estudiemos así, si no, al tiempo.
También un día decidieron inventar una raza y la llamaron hispana, o latina. Hasta hace poco tiempo, esta pintoresca forma de denominar a una gran cultura que casualmente es la nuestra, se limitaba a las fronteras interiores de los Estados Unidos. No suele faltar en sus impresos de filiación, desde matrículas universitarias a permisos de conducir, un apartado en el que uno debe señalar la raza a la que pertenece. Y entre esas razas (blanca, negra, asiática, etc.) figura indefectiblemente una, inventada por ellos como etnia, llamada “hispana” o “latina”. Asumiendo tal vez que los que hablamos español lo hacemos debido a nuestro origen étnico y no cultural, más de una vez me preguntaron, cuando vivía allí, si me consideraba blanco o hispano. Dura disyuntiva, vive Dios, qué respuesta tan difícil. Lo peor es que últimamente esta estupidez ha llegado a nuestro país, al mismísimo corazón de la cultura hispánica, y más de un medio de comunicación español teóricamente cabal ha repetido miméticamente el invento gringo, y no ha dudado en clasificar a los hispanos o latinos como una de las “razas” de Estados Unidos. Les juro que lo he oído. Así que, ya asumidas como propias las barbas de Santa Claus y la insufrible patochada de Halloween, sólo nos falta celebrar el día de Acción de Gracias trinchando el pavo en familia con un buen revólver en el cinto, y cantando, mano en el corazón, America the beautiful.

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