10 de septiembre de 2007

La tele no veranea

Aunque parece que en el verano el mundo se adormece y ralentiza, no es así. El globo terráqueo sigue girando al mismo ritmo, la gente sigue naciendo y muriendo, los bancos siguen cobrándonos la hipoteca, sin que nadie o nada tenga un ápice de misericordia con el paréntesis estival. Ni siquiera la televisión. Ese singular aparato omnipresente no sólo no nos concede una mínima tregua veraniega, sino que se aprovecha de que las neuronas del espectador (usted y yo, supongo) están aún más adormecidas de lo normal para dictarnos, con tiranía divina, la diferencia entre el bien y el mal, lo bueno y lo malo, lo importante de lo trivial. También siguen publicándose los periódicos, aunque muy adelgazados por el calor, que en las escasas hojas que sobreviven nos hacen una antológica síntesis de lo realmente sustancial. Supongo.
Así, a tenor de lo que veía en televisión estas vacaciones cada vez que la encendía, he sabido que uno de los acontecimientos más trascendentales que han acaecido en el planeta Tierra durante este verano ha sido una avería en el suministro eléctrico en Barcelona, que se ha prolongado hasta dos o tres días en algún barrio de la ciudad catalana. En efecto, durante esos días aciagos para la Humanidad, riadas de intrépidos periodistas asaltaban, cámara y micrófono en mano, a los desolados vecinos damnificados, y se producían entrevistas tan enjundiosas como estas, más o menos:
(Periodista gritona, con tono apocalíptico, rictus de solidaridad ante la tragedia):
“Usted lleva un día sin luz, ¿qué siente usted? Supongo que estará fatal, ¿no?”
(Vecina ojerosa, hundida por los acontecimientos, llorando sin consuelo)
“Esto es terrible, imagínese, he tenido que tirar la pescadilla y los boquerones que tenía congelados y mi marido no se ha podido afeitar, y ayer no puede ver el Tomate. ¡Esto es tercermundista!”
Pero no acabó aquí la pesadilla de estos devastados vecinos. Después pusieron generadores, y parece que su motor hacía ruido, el muy primitivo. Así que nuevo reportaje, vuelve la periodista apocalíptica, cámara en mano, a la vecina abatida:
“Pero, ¿cómo pueden ustedes dormir con este ruido? Debe de ser horrible, ¿no?”
“No te lo puedes imaginar, hija mía, nos hemos tenido que comprar tapones pa’ los oídos en la farmacia.¡Esto es espantoso, tercermundista!”
Tercermundista. Mientras tanto, en algún breve del noticiero, nos contaban deprisa que un par de docenas de civiles habían saltado por los aires en Irak -como todos los días-, que en Bolivia o Ecuador varias miles de familias viven (sí, viven, habitan) en un vertedero, sobreviviendo de la basura –como todos los días-. También en muchos lugares del mundo la noticia no habría sido estar dos días sin luz, sino tener luz durante dos días. O sencillamente tener alimento, ropa, agua corriente o un techo. Pero lo tercermundista en Barcelona es quedarse dos días sin electricidad y que se echen a perder los langostinos, o no tener aire acondicionado, con el calor que hacía. Qué tragedia, qué calamidad. Pero esa noticia vende; hay que aprovecharla.
Los medios de comunicación en general, y la televisión en particular, con su despótico poder, nos seleccionan la información y transforman un incidente más o menos importante en hecho trascendental en función de su interés como espectáculo. Somos carne del cañón de un sensacionalismo, unas veces simplemente frívolo, pero otras obsceno y hasta nauseabundo. Sólo es noticia lo circense, lo espectacular, lo que se ajusta a un marco atractivo para el guión televisivo e incremente las cuotas de audiencia.
Hace unos días quiso el destino que el mismo día falleciesen un joven futbolista, un brillante escritor y una docena de civiles en Afganistán. Todos los medios de comunicación, esta vez sin excepción, cubrieron los decesos de acuerdo con la necesidad de saciar el apetito voraz del espectador o lector. El primero había tenido la espectacularidad (en el sentido literal de la palabra) del más exigente de los guiones: desvanecimiento en el campo en directo, hombre joven y querido por todos, mujer embarazada, equipo de éxito, días de suspense hasta el triste final, así que su muerte abrió noticieros, fue titular destacado de todas las portadas de los periódicos y durante algunos días inundó de lágrimas televisión y prensa, en una especie de versión actualizada del heroico torero que muere en la plaza. No recuerdo un fallecimiento tan mediatizado desde el del Papa anterior, o el de la cantante Rocío Jurado. El segundo, importante escritor y mejor columnista, murió de enfermedad, ya a una cierta edad, y ocupó un breve espacio en los noticieros, un rincón en algunas portadas y reseñas en los obituarios y páginas culturales de los periódicos. Los terceros, los muertos de Afganistán, ocuparon un espacio mínimo en el interior de algún periódico y un breve en la sección de internacional de algunos telediarios. Dicho esto con mi mayor respeto y solidaridad con el sufrimiento de las familias y amigos de Antonio Puerta, Francisco Umbral y también los civiles de Afganistán, cuyos nombres nunca sabré. Que nadie me interprete mal: no hago una comparación entre la noticia del apagón de Barcelona y la muerte de seres humanos: el fin de una vida siempre ha sido y será un hecho tan natural como trascendental y doloroso. Hablo de sus coberturas mediáticas, no de sus muertes.
La televisión, con su criterio de espectacularidad y mercantilismo, selecciona la información, se nos infiltra en el pensamiento y nos impone una perversa escala de valores, de prioridades y de opinión. No hay poder tan doméstico y al tiempo tan peligroso. Que los dioses nos protejan de sus tentáculos.

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