28 de mayo de 2007

Colombia, la pasión por la lengua

La señora Amparo, a los ochenta y siete años, va desgranando palabras precisas y sonoras, mientras va relatando los avatares que tuvo que pasar para criar a sus nueve hijos en una humilde casa de campo del departamento de Antioquia, no lejos de la ciudad de Medellín. Habla, con vocablos bellos y antiguos, de cómo se levantaba cada día a las cuatro y media de la mañana para ordeñar las vacas, y como, tras una jornada agotadora dedicada a los trabajos del campo, al acostarse por la noche, prendía una vela para devorar todo libro que caía en sus manos, muchas veces hasta el amanecer. Porque leer “es una dicha”, asegura, entornando sus ojos, mientras los demás la escuchamos embelesados, porque su forma de expresarse encanta y arrulla, y podríamos haber pasado toda la noche disfrutando de su relato, de un relato de campesina que habla un español impecable, con una cadencia dulce, con una dicción perfecta, con un lenguaje sencillo y florido a un tiempo. Describe, con precisión literaria, los páramos, la flora, los aperos de labranza, los útiles que empleaba para recoger la leche tras ordeñar las vacas, y los sentimientos que se le escapan, de gozo y de tristeza, de nostalgia y de melancolía. Nos cuenta cómo toda la familia tuvo que escapar precipitadamente de la casa, tras la violencia entre los conservadores y liberales, y dejarlo todo atrás, su hogar, su pequeña tierra, sus animales y empezar de nuevo en una aldea más próxima a Medellín, con un equipaje tan ligero como sus propias manos ásperas y curtidas. Y su amor por los libros, por esos libros que conseguía con cuentagotas en aquellas aldeas de casas diseminadas perdidas en mitad de la nada. A veces hace un breve inciso en su apasionante relato para recitar poemas aprendidos en la infancia, en los pocos años que pudo asistir a la escuela para aprender a leer, escribir y las cuatro reglas. Y lo hace con la entonación de un rapsoda, marcando los silencios precisos, sin un titubeo que denote una traición de la memoria, que conserva tan intacta como su vocabulario rico y luminoso.
Porque en Colombia la lengua, la lectura, nuestro común español, es un tesoro aún más valioso que el oro arrebatado por los avaros conquistadores de hace quinientos años.
He tenido la fortuna de estar en Colombia mientras se celebraba el recientemente clausurado Congreso de la Lengua Española en Medellín y Cartagena de Indias, y es ciertamente difícil poder encontrar un país más apropiado para tributar un homenaje a nuestra lengua. Toda Colombia se ha vestido de fiesta para el evento, los periódicos y las revistas han sacado ediciones y suplementos especiales para acentuar el acontecimiento, y parece que por una semana hasta la violencia y la criminalidad que desde hace muchos años vienen asolando este excepcional país se hubieran dado una tregua para festejar el privilegio de acoger en el país el mayor tributo a lo que aquí es considerado como la mejor herencia española: la lengua castellana.
No conozco otro lugar de habla hispana donde se trate el lenguaje con tanto mimo, donde la manera de expresarse goce de tanto prestigio, donde la forma de dirigirse a los demás tenga tanto rango como carta de presentación. La cortesía es sencillamente exquisita, desde el profesor universitario hasta la vendedora de mazorcas de maíz de la calle, desde el taxista hasta el más humilde vendedor de arepas y empanadas. En Colombia no hay mayor desprestigio que el maltrato al idioma, o el descuido en el trato, y éste es motivo de conversación frecuente en conversaciones cotidianas. No es extraño encontrar como motivo de debate en una familia o un grupo de amigos si tal o cual expresión es completamente correcta, si tal palabra debe o no escribirse con mayúscula, o si es preferible o no colocar la tilde sobre cierto monosílabo o término diacrítico. Con razón los periódicos dedican secciones fijas al correcto uso del idioma, y con razón aquí nació el autor de Cien años de soledad, y muchos otros tan brillantes como desafortunadamente eclipsados por la gigantesca sombra de García Márquez, el autor universal por excelencia en lengua castellana.
Así que tengo un cierto miedo a regresar a mi querida España, llegar a Barajas y que el policía de la aduana no levante los ojos del pasaporte mientras me lo revisa y no se digne dirigirme la palabra, o que el taxista no me dé los buenos días, o conectar el televisor patrio y reencontrarme a una caterva de chillones de bazofia humillando nuestra lengua a gritos, insultando a la inteligencia del espectador mientras rebuznan remedando lo que fue un cultísimo idioma sobre la última novia, novio o coito de algún imbécil célebre, con absoluta impunidad, sin que el delito de atentado a la cultura y lengua de todos esté aún recogido en el código penal. Regresar, en definitiva, a la cuna de una lengua que se empobrece y marchita a diario en su lugar de nacimiento mientras se engrandece y cuida al otro lado del Atlántico. No estaría mal que, en un bello anacronismo, acudamos ahora a esa América Latina, no con la cruz y la espada, sino con los oídos bien abiertos y una buena dosis de humildad para aprender de esa lengua que dejamos hace quinientos años y que nuestros hermanos de América han sabido embellecer hasta convertirla en el gran tesoro común que hoy compartimos más de cuatrocientos millones de seres humanos.

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