15 de octubre de 2007

¿Quién teme a Rosa Díez y Fernando Savater?

España ha sido un país con una historia cuyos matices cromáticos han oscilado secularmente entre el gris y el negro, con demasiados brochazos del rojo de la sangre, tanto propia como ajena. Nuestras supuestas glorias pretéritas se forjaron a base de cruz y de espada, ciertamente mucha cruz y mucha espada. Tumultos intestinos, guerras fratricidas, hambre y lodo. Mientras España se consumía y derrumbaba tratando de conservar sin éxito un imperio definitivamente perdido, Europa, la vieja Europa a la que España miraba por encima del hombro crecía en desarrollo político, sentaba las bases del desarrollo industrial, construía, democratizaba la convivencia, inventaba, enriquecía su ciencia y su pensamiento. Nosotros vivíamos en un mundo ajeno a lo que sucedía en casa de nuestros vecinos, un erial en el que estábamos demasiado ocupados en el despellejamiento del adversario, que con frecuencia era el hermano o el primo. Todos los pueblos del mundo cantan sus glorias pasadas, y éstas normalmente están teñidas de sangre, pero en la música de las nuestras predominaban el toque de corneta y la seguiriya flamenca trágica y triste. Los últimos episodios de esta historia árida y cainita fueron una guerra civil que dejó un millón de muertos y una dictadura militar de cuarenta años que nos arrumbó en un trastero miserable de Europa.
Pero algo cambió radicalmente tras tantos años de mediocridad. Esa España fratricida y adormilada despertó de golpe, resurgió de sus cenizas y cada español puso su ladrillo para hacer una nueva casa para todos. Una casa esplendorosa, alegre, viva y hermosa en la que todos pudiéramos vivir en paz y crecer juntos. Y entre todos hicimos el milagro: una transición ejemplar, una reconciliación modélica, todos cedimos algo para llegar a convivir en armonía. España pasó a ser un espejo para el mundo y se produjo un desarrollo vertiginoso. De la mediocridad y oscuridad del franquismo se pasó a una de las democracias más avanzadas y garantistas del mundo. De la pobreza y el subdesarrollo anterior se pasó a ser la octava potencia industrial del planeta. De enviar a nuestros hombres y mujeres a ganarse el pan a Suiza y Alemania se pasó a recibir en nuestro suelo a los que no pueden conseguirlo en sus países. España, por fin, tras siglos de Historia gris en la que era conocida en el exterior por la Inquisición, la leyenda negra de América y el fascismo, ocupaba un lugar verdaderamente honorable en el mundo. Una España de la que, de una vez, pudiéramos sentirnos orgullosos. Muchos quedaron en el camino, pero al fin teníamos ante nosotros un país tan vital, libre y democrático como el que más. O casi. Fue el esfuerzo de todos.
¿De todos? De casi todos. En el entrañable País Vasco fueron y son aún muchos los que prefirieron dar la espalda a la concordia tan trabajosamente lograda, así que siguieron utilizando sus únicos argumentos al alcance de su macabro raciocinio: bombas y tiros en la nuca para todo aquel que discrepe de su soñada y ancestral patria situada en algún rincón imaginario de la Historia. Resultado: novecientos asesinatos, millares de ciudadanos exiliados y otros tantos con su vida amenazada y malviviendo protegidos por escoltas. Es el único territorio de la Europa comunitaria donde no ha llegado aún la libertad y la auténtica democracia.
¿Y Cataluña? Afortunadamente allí no hay violencia (al menos no hay asesinatos por pensar diferente) pero su situación tiene muchos puntos en común con Euskadi. Tristes puntos. En esa España moderna se acordó entre todos reconocer, con toda justicia, la pluralidad cultural y lingüística de los territorios a los que el franquismo se la había negado. Se dotó a Cataluña y Euskadi de un grado de autonomía y autogobierno superior, en muchos aspectos, del que gozan los estados federales. Parlamentos, televisiones propias, policía, educación. Se promovieron las lenguas vernáculas, y el euskera y sobre todo el catalán gozan hoy de un esplendor con el que probablemente no soñaron ni los más optimistas. Era una aspiración de justicia, pactada entre todos, lograda por todos. Pero los gobiernos nacionalistas que durante treinta años han ejercido el poder en Cataluña y el País Vasco, lejos de disfrutar y sentirse satisfechos por una situación en sus territorios inédita en la Historia, han utilizado su poder para enfrentar sus comunidades contra la España más abierta y tolerante que jamás conocieron, una España enemiga a la que han demonizado gracias al control absoluto de todos los elementos a su alcance: la televisión, la propaganda y sobre todo la educación. Toda una generación de vascos y catalanes ya ha sido educada en el odio a España, en el victimismo. Las aspiraciones de los partidos mayoritarios de Cataluña y el País Vasco (aunque dudo que coincidan con las de sus ciudadanos) son claras e inequívocas, y las manifiestan sin ambages: la secesión de España y creación de Estados propios. Y eso sucede justamente ahora: en el momento más brillante y fructífero de la Historia de España. Qué paradoja, qué difícil de entender.
Y es que estos partidos y gobiernos nacionalistas han gozado de un poder omnímodo, ilimitado y desproporcionado respecto a sus representados, gracias precisamente a los dos partidos mayoritarios nacionales: el PSOE y el PP. En este punto no haré distinciones entre ambos. Con tal de estar en el poder no han tenido reparos en pactar con los nacionalistas, y han tragado carros y carretas alimentando sin pudor las ambiciones secesionistas de éstos, que a día de hoy, no se ocultan a nadie. En la última legislatura el gobierno de España ha llegado al extremo de pactar con una formación política activa y declaradamente antiespañola, rondando el paroxismo del absurdo político. Todo vale con tal de evitar que en la silla del presidente esté sentado el adversario.
Uno de los mayores triunfos del nacionalismo separatista es haber logrado identificarse con cierta izquierda, en un singular juego malabar de demagogia populista. No nos engañemos: el nacionalismo separatista no es de izquierda. Todo lo contrario: tiene más en común con la limpieza étnica, lingüística, la xenofobia, la exclusión y la insolidaridad. El nacionalismo separatista está más próximo a la extrema derecha, a veces rayano en el totalitarismo y el fascismo. Pero su propaganda y demagogia ha conseguido convencer a muchos de lo contrario; desde el punto de vista estratégico no se puede negar su mérito.
Pero por fortuna aún hay en la vida pública mentes lúcidas a las que no se engaña con facilidad y han dicho basta, hasta aquí hemos llegado, así que debemos recibir el proyecto político que encabezan Rosa Díez y Fernando Sabater con el entusiasmo de una bocanada de aire fresco que acaba de entrar en el panorama nacional. La primera es una mujer de izquierdas, de un admirable coraje cívico, que ha mostrado siempre una coherencia e integridad inquebrantable, experta en nadar a contracorriente y una luchadora a prueba de bombas, casi en sentido literal. El segundo es un enorme sabio, un filósofo progresista que además posee la excelencia de la pedagogía y la claridad, virtud que Ortega calificaba como la mayor cortesía del filósofo. Y a ambos les une el compromiso innegociable en la lucha por la libertad de todos, unos verdaderos románticos de la justicia. Una especie de seres humanos en vías de extinción.
Así que los grandes partidos se han puesto a temblar, y no es de extrañar que les lluevan insultos, calumnias, descalificaciones de todos los lados. Los nacionalistas porque alguien, de izquierda de verdad, les desenmascara sin piedad y pone en evidencia su mísero patriotismo aldeano. La derecha porque Rosa y Fernando hablan de una España en términos bastante más racionales e integradores que ellos, y corren el riesgo de perder un monopolio que tan bien han manipulado. Y los socialistas porque ven peligrar la parte de su pastel electoral de todos sus militantes desencantados y traicionados, que son legión, así que prefieren tildarlos de derechistas, resentidos, o los improperios que más les puedan zaherir.
Rosa, Fernando: os temen. Ladran, luego cabalgáis. Adelante y feliz singladura.

No hay comentarios: