2 de marzo de 2009

Con un par

Sí señor, con un par...de cojones. Emilio Gutiérrez, que ha pasado a ser conocido como el “héroe de Lazkao”, actuó la semana pasada como cualquier ser humano al que en un momento dado le hierve la sangre ante la indignante chulería de unos mamarrachos desalmados, e hizo lo que le salió del alma y debía. Sí, lo que debía, sin tener que matizar su conducta con peros ni matices, y probablemente se quedó corto.
Por si se da el improbable caso de que algún lector no esté al corriente de los hechos, les hago un sucinto resumen. Emilio Gutiérrez, vecino de Lazkao, municipio vasco, vivía en el piso superior de la sede socialista que los angelitos de ETA reventaron con una bomba la semana pasada, en su ya habitual método de campaña electoral al que nos tienen acostumbrados. Su piso, que llevaba años preparando, amueblando y dejándose su salario y ahorros en hacerlo habitable, no salió mejor parado que la sede socialista. Lo convirtieron, básicamente, en un montón de escombros. La legítima y justa indignación le pudo, así que, ni corto ni perezoso, se dirigió con un mazo y dos cojones a hacer lo propio a la Herriko Taberna del pueblo, ese lugar donde los cachorros descerebrados de las ratas de ETA celebran tomando txikitos y champán cuando sus valientes gudaris revientan con una bomba o con un tiro en la nuca el cuerpo y el alma de cualquier ciudadano inocente que tenga la osadía de no pertenecer o compartir las delirantes ideas de su jauría de alimañas.
Vaya por delante mi admiración hacia el ciudadano Emilio Gutiérrez, y mi más absoluto repudio y desprecio a politicastros de toda laña y condición, así como a periodistas entregados a la tiranía de lo políticamente correcto, y que, en un indecente fariseísmo, han condenado el acto de Emilio, endulzando ligeramente su condena con una tibia “comprensión”. La ciudadanía en general, mucho más razonable, sabia y lúcida que los sujetos que dicen representarla, ha aplaudido con vehemencia la actuación de Emilio, y las muestras de apoyo y solidaridad a él y su familia se propagan por internet a velocidades vertiginosas. Añado la mía, sin ningún tipo de peros.
Aducen los políticos y periodistas tibios y timoratos que Emilio no debió tomarse la justicia por su mano. Y entonces, ¿quién hace justicia a Emilio? A fin de cuentas, él sólo ha perdido su casa. Ha tenido suerte. Pero, ¿quién hace justicia a los ochocientos muertos de la banda criminal? ¿Existe la justicia en el último territorio de Europa sin libertad ni democracia? A la hora de escribir este artículo no sé cuál habrá sido el resultado de las elecciones vascas, pero sí puedo afirmar, que, sea cual sea, tendrá poco que ver con la democracia real. ¿Cómo pueden calificarse de elecciones libres las que se dan en un lugar sojuzgado y controlado por una banda de matones mafiosos? ¿En un lugar en el que asesinos y sus cómplices caminan tranquilamente por la calle, hacen y deshacen a sus anchas mientras que los ciudadanos honrados y las fuerzas del orden deben callar, llevar escolta, no poder tomar una cerveza en paz, vivir atemorizados y ocultarse el rostro con un pasamontañas? ¿Un lugar en el que expresar una idea contraria a las preconizadas por los matones implica arriesgar cada día la vida y tener que vivir una existencia miserable y clandestina? ¿Qué igualdad de condiciones se dan para propagar el ideario político de unos y otros? ¿Y los miles de vascos que tuvieron que irse de su pueblo, que exiliarse de su tierra atemorizados por los asesinos y que no podrán votar? ¿Dónde están su papeletas? ¿Dónde su voz?
Sin libertad no hay democracia, y sin democracia no hay justicia. Por eso Emilio Gutiérrez ha tenido el valor y las agallas de desafiar a los matones, cosa que no son capaces de hacer los que realmente tienen los medios para hacerlo, y la justicia popular no sólo le ha absuelto de su acto saludable e higiénico, sino que le ha enaltecido a la categoría de héroe. A fin de cuentas, su gesto, vandálico pero irreprochable, es una nimiedad comparado con las quemas de autobuses, contenedores, y mobiliario urbano que realizan día sí y día también esos simpáticos muchachos de la “kale borroka”, pero con una pequeña diferencia. Estos últimos, después de pasar alegremente la tarde con su pira urbana revolucionaria y abertzale, en grupo siempre, los muy cobardes, se ponen hasta arriba de kalimocho y duermen calentitos en casa con papá y mamá, mientras que Emilio y su familia han tenido que abandonar el País Vasco e hipotecar a partir de ahora su vida. Una sutil diferencia. Mientras los criminales se sienten a sus anchas las víctimas deben escapar si no quieren recibir un tiro en la nuca. Así es la “libertad” de los vascos.
Y siendo el pueblo vasco y sus gentes hombres y mujeres que tengo en gran aprecio, gente trabajadora noble y valerosa, ¿por qué callan? ¿por qué agachan la cabeza ante los matones? ¿por qué matan a un vecino y sólo se atreven una veintena de ciudadanos a salir a manifestarse? Parece obvio: por miedo, por pánico, por terror. Hacen falta muchos Emilios en el País Vasco. Con un par de cojones. Con muchos como él otro gallo les cantaría a los cobardes de la serpiente y el tiro en la nuca. Y a los políticos fariseos que con una mano les “condenan” y con la otra les dan palmaditas en la espalda. Ustedes ya me entienden.

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