2 de febrero de 2009

Ese apéndice intruso e impertinente

Millones de años lleva el hombre sobre la Tierra sobreviviendo, mal que bien, sin ese apéndice imprescindible incorporado en los últimos años a su naturaleza llamado teléfono móvil (¿en qué estaban ustedes pensando?), y aunque se hayan producido en el devenir de la Historia guerras, hambrunas, epidemias, hecatombes, y todo tipo de miserias colectivas, no me consta que ninguna de ellas se haya debido a la ausencia del teléfono móvil.
Decía Julio Cortázar es su magistral “Historias de cronopios y de famas” que cuando te regalan un reloj “te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”. El teléfono móvil, además de las servidumbres hacia el reloj de Córtazar, va mucho más lejos.
Como la mayoría de mi amable media docena de lectores, pertenezco a esa clase de bípedo que ha asistido a esa fundamental transición histórica consistente en la separación de dos etapas perfectamente delimitadas en la Historia: la era pre-móvil y la era post-móvil. Sugiero a nuestros futuros historiadores y antropólogos que se planteen muy seriamente este punto de inflexión de la vida en el planeta a la hora de definir las etapas de la Historia de la Humanidad.
Conocí una época –tal vez ustedes también la recuerden, si hacen memoria- en que cuando uno salía de su casa se transformaba en un ser que gozaba de un cierto albedrío respecto a su independencia e intimidad. Nadie podía interferir con tu relativa libertad, y si tenías necesidad de llamar desde la calle por teléfono a alguien (a una casa u oficina, claro) acudías a unos simpáticos cubículos situados en las aceras, que acogían en su interior un teléfono que funcionaba con monedas y que recibían el nombre de cabinas telefónicas. ¿Se acuerdan? (Bueno, la verdad es que no solían funcionar nunca).
En aquella época el ser humano carecía de ese apéndice sonoro gracias al cual ahora cualquier persona debe estar a disposición de cualquier otra a cualquier hora del día o de la noche. Gracias a este descomunal avance tecnológico ahora está permitido y es de gran aceptación social que cualquier hombre o mujer, particular o empresa, que posea el número de tu apéndice comunicativo haga una incursión en tu vida cuando le plazca (sea para saludarte, decirte dónde se encuentra o intentar venderte un seguro), interrumpa una conversación entre amigos, haga que se te enfríe en el plato tu comida favorita, te obligue a hacer juegos malabares para contestar mientras, cargado de bolsas, recibes las vueltas de la cajera del supermercado, te despierte de una apacible siesta, te acompañe sin haber sido invitado en ese paseo que pretendías en soledad por el parque o la playa, se cuele de carabina o sujetavelas en el momento álgido de una cena romántica con tu pareja o se meta de voyeur sonoro en el que podía haber sido, si no hubiera sido por la llamadita, el coito del año. El móvil no tiene zonas restringidas.
Alguien dirá que uno siempre tiene la posibilidad de apagarlo. Cierto. Pero la perversión del deplorable hábito social ha llegado al punto de que, tener el móvil apagado “sin causa justificada” es considerado por muchas personas como reprochable. Vamos, que, si me apuran, lo consideran una falta de educación. “¿Para qué tienes móvil si lo llevas apagado?”, me han llegado a reconvenir con severidad.
Y sin embargo es perfectamente aceptable tener que soportar en cualquier lugar público, no solamente las inefables melodías con que a veces se conectan los aparatitos, sino torturantes conversaciones privadas mantenidas a voz en grito sin el menor pudor ni rubor, que te hacen partícipe involuntario de la información del estado de la relación de Maripuri con su novio, las aventuras sexuales de la noche anterior de Pepe el Kiyo, o del último chanchullo para no pagar a Hacienda entre dos socios de trapicheo, sin que a nadie le importe una higa que sus apasionantes asuntos interfieran con la lectura de mi libro o de esa reflexión tranquila que uno pretendía mantener en un relativo silencio. ¿Se acuerdan cuándo uno podía permitirse el lujo de leer o dormir en un tren? ¡Qué tiempos aquellos!
Yo seguiría hablándoles de las innumerables virtudes de tan espléndido aparato, pero me van a disculpar: además de que se me ha acabado el espacio, está sonando mi móvil.

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