8 de diciembre de 2008

Educación y violencia de género

No sé cuántas mujeres han sido ya asesinadas por sus parejas o ex parejas en España en lo que va de año. Creo que sesenta o setenta. Son, ciertamente, muchas. Pero aunque fuera solamente una, también serían demasiadas.
No hay ninguna sociedad en el mundo exenta de violencia, de crímenes, de asesinatos. Ni probablemente la habrá. Es una de las muchas taras de la condición humana. La gente mata por ambición, por dinero, por odio, por venganza, y tal vez por otras razones que tal vez en estos momentos no alcanzo a definir con precisión.
Pero la llamada “violencia de género” (de acuerdo, lo llamaré así: los postulantes de este aberrante término han ganado la batalla) tiene una característica especial. El asesino –generalmente un hombre- no mata por dinero, ni venganza, ni ambición. Mata por “amor”. Mata por “pasión”. Así lo cree y siente él. El crimen del hombre abandonado y despechado, o del traicionado por la mujer infiel (real o imaginariamente), o del celoso enfermizo, se produce siempre por un ser enajenado, patológicamente iracundo, que actúa bajo unas circunstancias ante las cuales no habrá ley ni derecho penal ni consecuencias capaces de disuadirlo. De hecho, en buena parte de los casos, tras cometer el crimen el asesino se suicida, es decir, se autoinflige la pena capital, llega él mismo en su condena mucho más allá de lo que podría ir el tribunal más severo que pudiera enjuiciarle. No le importa morir con tal de que muera también “su mujer” (posesión exclusiva). Ella no estará con él, pero tampoco estará jamás con ningún otro. O conmigo o con nadie, es el enfermizo análisis del asesino.
Por eso, si la severidad de las leyes y las penas puede tener un cierto efecto disuasorio en otro tipo de crímenes, no tiene absolutamente ninguno en los de género, antes llamados, con cierto romanticismo, crímenes pasionales. La pasión es un estado patológico, que exacerba el sentimiento y anula la razón, así que no habrá argumento basado en la lógica o el sentido común capaz de disuadirle de su atrocidad. El endurecimiento de las penas se ha demostrado inútil.
Otro intento por luchar contra este tipo de violencia ha sido el gran aparato mediático con que estos hechos se cubren, tal vez con la bienintencionada idea de la concienciación social del problema. No sólo también se me antoja ineficaz, sino que voy más allá: creo que en muchos casos puede resultar un estímulo y acicate para el potencial asesino. Su crimen, el de su “victoria”, abrirá los telediarios y copará las portadas de los periódicos. En las ciudades se guardarán minutos de silencio. Los ciudadanos se pondrán lazos de duelo. No sólo habrá conseguido el asesino su propósito, sino que logrará la celebridad, tal vez tras su propio suicidio. Toda España conocerá su “gesta”, todo el país sabrá que la “amaba” tanto que acabó por matarla. Además de ganar su partida particular, se habrá convertido en célebre. Un célebre asesino, pero célebre al fin. Y por “amor”. Por supuesto es una opinión personal, pero creo que los beneficios –concienciación social- pueden ser menores que los perjuicios. La fama, aunque macabra, puede ser un aliciente más para el homicidio. La Historia esta llena de casos; en estos momentos me viene a la cabeza el asesino de John Lennon. Por eso propongo –sé que es nadar contracorriente y quizás políticamente incorrecto- la discreción ante el crimen de género. Si el asesino no ha tenido la buena ocurrencia de suicidarse, que se pudra en la cárcel, pero no le demos ni un minuto de televisión ni celebridad.
Entonces, ¿qué hacer?
No hay una receta mágica. Pero si algo puede y debe servir para mitigar esta tara es la escuela, ese gran laboratorio de la sociedad que forja la personalidad y relaciones entre futuros hombres y mujeres. Es la Educación, una vez más y con mayúsculas. Creo que el papel de los educadores desde los primeros años de la infancia es decisivo. Sé que no digo nada nuevo ni descubro la pólvora, pero tengo la impresión de que se podría hacer mucho más de lo que se hace. Si el profesor es observador –y debe serlo- puede atisbar a potenciales futuros maltratadores en la escuela, en el instituto. Sus ademanes son inequívocos: chulería, altivez, prepotencia, gestos de superioridad hacia las chicas. Actitudes que las traen puestas de lo que probablemente ven en sus propias familias. Y aquí, en este umbral de la posible catástrofe es donde la escuela debe ponerse manos a la obra. Sin regatear medios ni esfuerzos: orientación psicológica, educación sexual, charlas con las familias. Todo es poco.
Porque lo que se haga después, una vez forjada la personalidad del maltratador, será baldío. Será, como ha quedado demostrado, demasiado tarde. Ni los jueces, ni la policía, ni los medios de comunicación podrán evitar el siguiente crimen. La escuela tal vez sí.

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